– Para mí es demasiado flaca, Kuyuk. Pero este pajarito tierno ya es más de mi agrado -declaró el segundo tártaro, quien levantó a Mignon y la abrazó con una mano mientras le acariciaba los pechos con la otra.

– Por favor -exclamó Miranda, levantándose-, mi doncella está esperando un hijo. El príncipe Arik me prometió que nadie la tocaría.

Los hombres se inmovilizaron. Pero cuando se dieron cuenta de la borrachera de Aighu, siguieron adelante.

– Túmbate, esclava -ordenó el segundo tártaro y Mignon obedeció sin chistar.

– ¡No! -gritó Miranda-. Informaré al príncipe Arik.

– ¡Amordázala! -fue la orden y Miranda se encontró con un trapo sucio metido en la boca-. Que mire, Kuyuk, y aunque está a punto de parir, sus pechos no están prohibidos.

– ¡Por Dios que tienes razón, Nogal! -se puso en cuclillas y arrastró a Miranda con él. La puso firmemente de rodillas entre sus piernas abiertas y alargando las manos agarró sus senos hinchados y apretó. Ella gimió de dolor, pero se mordió los labios. No pensaba dar a este tártaro la satisfacción de saber que le había hecho daño.

Miranda sentía que el niño se revolvía inquieto, trató de escapar de aquella incómoda postura y una inmensa ira la embargó. Mignon se sometía a fin de salvar a su niño de posibles daños y también para proteger a Miranda. Rabiosa, clavó ambos codos contra Kuyuk, de forma que lo sorprendió y lo dejó sin resuello. Con dificultad. Miranda se incorporó y echó a correr mientras se arrancaba la mordaza.

El tártaro la siguió enloquecido.

– ¡Príncipe Arik! -gritó desesperada-. ¡Príncipe Arik! ¡Príncipe Arik!

Kuyuk la alcanzó y la abofeteó varias veces. La cabeza le daba vueltas, pero siguió gritando. Sus gritos atrajeron a esclavas y tártaros que acudieron corriendo.

– ¡Cerdo tártaro! ¡Tu madre nació de un montón de mierda de perro y copuló con un mono para concebirte!

– ¡Perra! -chilló, propinándole un golpe brutal en el vientre-. Embarazada o no, voy a montarte como un semental a una yegua rebelde. Tu vientre ya no te protegerá. ¡De rodillas delante de todo el campamento, mujer!

Oleadas de dolor la recorrieron y vomitó. Haciendo acopio de las últimas fuerzas gritó aún:

– ¡Príncipe Arik! ¿Es así como se cumple la promesa de un tártaro? ¡Tu palabra no tiene ningún valor!

De pronto, la gente se separó y llegó el jefe tártaro. Sus ojos relampagueantes iban de Kuyuk desmelenado a Miranda, que ya estaba de rodillas y se sujetaba el vientre. El príncipe se arrodilló y con manos sorprendentemente tiernas le apañó el pelo de la cara. A una orden tajante trajeron un frasco y forzó un líquido ardiente entre sus labios. Miranda se atragantó pero logró conservarlo.

– Respire hondo -le ordenó y cuando el color volvió a su rostro ordenó de nuevo-: ¡Explíquese!

– Dos de sus hombres, éste y su amigo Nogal, llegaron a donde Mignon y yo descansábamos. Han violado a Mignon pese a su embarazo. Y a mí también me han tocado. Creo -y ahí la voz de Miranda se quebró y las lágrimas resbalaron por sus mejillas-, creo que la han matado.

– ¿Dónde estaba Aighu?

– Borracho.

El príncipe Arik se volvió a Buri:

– ¡Averigua!

Durante unos minutos, todos guardaron un silencio. Los guerreros tártaros y sus cautivos esperaron y al momento volvió Buri junto con Aighu y Nogal.

– Tenía razón -dijo Buri-. La francesa está muerta y el niño también. ¡Qué despilfarro!

El príncipe tártaro permaneció inmóvil, luego miró a sus soldados.

– Os prohibí a todos esta mujer y su sirvienta. No solamente habéis violado mi palabra, sino que tontamente habéis asesinado dos valiosos esclavos, la mujer y su hijo nonato. El castigo es la muerte. En cuanto a ti, Aighu, parece que te gusta más el vino que el cumplimiento del deber. Ya no eres digno de llamarte guerrero tártaro. Perderás la mano de la espada, y si no mueres desangrado, puedes seguirnos hasta Estambul, pero quedas desterrado de la vida de los tártaros para siempre. ¡Temur!

Un joven guerrero saltó al frente.

– Temur, pongo a esta mujer bajo ni protección. Sé que cumplirás con tu deber mejor que Aighu. -Miró a las cautivas-. Quiero otra sirvienta -dijo y Marfa se adelantó rápidamente-. Ocúpate de la señora, muchacha, hasta que se te ordene lo contrario.

– Sí, amo. -Marfa se inclinó y ayudó a Miranda a levantarse. Miranda se tambaleó peligrosamente. Temur acostó tiernamente a Miranda. Se marchó apresuradamente y volvió al instante con una enorme brazada de ramillas de pino recién cortadas, que colocó junto al fuego. Al revolver el carro del pillaje encontró una alfombra de piel de cordero y la echó sobre las ramas. Por encima tendió un tejido de lana que Miranda reconoció como una cortina del comedor de la villa.

Volvió a cogerla en brazos, la colocó dulcemente sobre este cómodo lecho y la cubrió con la capa.

– No todos somos bestias -le dijo-. Me avergüenzo de Kuyuk y Nogal y siento lo de su amiga. Descanse ahora. Mientras yo la guarde no le ocurrirá nada. -Sacó una bolsa de su cinturón y dijo-:¡Eh, muchacha! Prepara un poco de té para tu señora. -Y le entregó un puñado de hojas.

Miranda yacía muy quieta mirando el lugar donde había estado Mignon. El cuerpo había sido retirado y una oscura mancha de su sangre era lo único que quedaba de la terrible muerte que Mignon había sufrido. Miranda lloró quedamente. Quizá se encontraba ahora con Lucas y con su hijo, pero Jamás volvería a ver su amado París.

– El té. Miranda Tomasova. Beba.

Marfa la ayudó a incorporarse y llevó el tazón de té humeante hasta sus labios. Miranda sorbió y no tardó en adormecerse. El niño estaba quieto ahora y el dolor había remitido. Se durmió, un sueno tan profundo que no oyó el grito de angustia de Aighu cuando le cortaron la mano de la espada y metieron el muñón en brea hirviendo para evitar que se desangrara. Tampoco oyó el murmullo sibilante de los espectadores ante las rápidas ejecuciones de Kuyuk y Nogal.

La lluvia arreció durante la noche y, por la mañana, el príncipe Arik decidió quedarse acampado en las cuevas. Después de la tragedia del día anterior, todo el campamento estaba profundamente abatido.

Miranda despertó torturada por un dolor terrible que iba de la espalda al vientre. Habían empezado los dolores. Demasiado pronto. La criatura no debía nacer hasta dentro de tres o cuatro semanas, pero estaba llegando ahora. Rechinó los dientes y gritó. El joven tártaro estuvo inmediatamente a su lado, con expresión de simpatía.

– Voy a tener el niño -murmuró con voz ronca-. Entre las esclavas hay comadronas. ¡Tráeme una!

– Iré yo -exclamó Marta-. Necesitará a Tasha. Es la mejor.

La joven salió corriendo.

– Yo estaré aquí -tranquilizó el tártaro a Miranda y luego anunció con orgullo-: Y si fuera necesario, también podría ayudar. He ayudado muchas veces en el parto de mis yeguas.

A Miranda casi se le escapó la risa, pero comprendió que el soldado trataba de ser amable.

– Por favor -le suplicó-, un poco de té dulce. Tengo mucha sed.

Se estaba poniendo en pie cuando otro trallazo de dolor la sacudió. Marta llegó con una mujer maciza de aspecto eficiente que se apresuró a decir:

– Soy Tasha. ¿Es el primero? -Miranda movió la cabeza y levantó dos dedos. Tasha comprendió. Se arrodilló y apañó la capa para examinar a su paciente-. Debe de haber roto aguas mientras dormía-comentó-. Será un parto seco. -Tanteó cuidadosamente a su paciente y acabó diciendo-: La cabeza del niño ya está encajada. Es solamente cuestión de empujar.

Temur le trajo un poquito de té, que Miranda sorbió ansiosamente. Tenía los labios secos y agrietados. El soldado se colocó detrás de ella y arrodillándose le sirvió de respaldo con su cuerpo. Tasha aprobó con la cabeza.

– Al próximo dolor quiero que empuje.

Miranda recordó el nacimiento de su hijo y apenas notó ningún dolor en éste. Siguió las instrucciones de Tasha y pasado un momento la oyó gritar.

– ¡Es una niña!

Entonces Miranda oyó un grito débil y nada más. Perdió el conocimiento varias veces hasta que por fin se sumió en un sueño reparador.

Cuando despertó de nuevo fue con una gran sensación de alivio. Volvía a ser libre y ahora debía recuperar ¡as fuerzas porque al cabo de varias semanas llegarían a Estambul. Huiría. Sería libre. Un gemido junto a ella hizo que Miranda volviera la cabeza. Sobresaltada vio un pequeño bulto a su lado. ¡La criatura! ¿Por qué no se la habían llevado? Entonces empezó a pensar con claridad. Solamente en la granja se habrían llevado a la niña. Aquí, en el campamento tártaro, pensaban que la criatura era la hija de su marido, y no podía rechazarla. ¡Qué inconveniente' El crío la entorpecería. Bueno, pero podría dejarla con Marfa cuando llegara el momento de escapar a la ciudad.

La niña volvió a gemir. Poniéndose de lado, acercó más a la criatura y le aflojó las ropas que la envolvían mientras recordaba su primera inspección del pequeño Tom. Esta criatura era hermosa… menuda, muy menuda- pero hermosa. Su pelusilla apenas visible, era plateada como el pelo de Miranda… ¿o tal vez el de Lucas? Sus ojos eran color violeta, pero Miranda descubrió inmediatamente algo raro en aquellos ojos preciosos. Pisó la mano por delante de la carita de la niña, pero ésta no reaccionó. ¿Estaría ciega? La pequeña tenía un hoyuelo en la barbilla, como sus padres. Miranda rozó la suave mejilla sonrosada tan parecida a la suya y la niña volvió la cabecita, descubriendo un enorme moratón.

Miranda suspiró. El cruel golpe de Kuyuk había dado en el blanco, después de todo. Al envolverla de nuevo se dio cuenta de que había estado pensando en la niña ya como suya. ¿Su niña? Sí, era su niña y ya no podía negarlo. La habían forzado a tenerla de un modo degradante, horrible, pero la pequeña era sólo una víctima más.

Miranda se esforzó por incorporarse, se desabrochó el caftán y se puso la niña al pecho. Aunque la niña parecía tocarla, no sabía tomar el pecho y chupar. Dulcemente, Miranda forzó el pezón en la boquita de la criatura y empezó a presionar. De pronto, la niña comprendió y se puso a succionar débilmente. Una sonrisa iluminó el rostro de Miranda.

– Muy bien, pequeñina -arrulló al bebé. Se lo dijo en inglés. Su hija era una americana. Sí, se dijo de nuevo, su hija.

El príncipe Arik apareció a la luz de las hogueras y se agachó a su lado. Sus ojos la contemplaron, admirados. Por Dios, pensó, ¡eso es una auténtica mujer! Parece tan frágil como una rosa temprana, pero es dura como el hierro. Señaló a la niña.

– Déjeme verla-le pidió.

Miranda apartó a la niña de su pecho por un instante.

– Es hermosa, pero la comadrona dice que no vivirá. No debería malgastar sus fuerzas amamantándola. Cuando nos marchemos, dejémosla en la colina. Será mejor.

Los ojos verde mar relampaguearon airados.

– Puede que mi hija también sea ciega. Ciega por un golpe tártaro. Pero vivirá, príncipe Arik. ¡Vivirá!

Él se levantó encogiéndose de hombros.

– Está aclarando y nos marcharemos mañana. He dicho a Temur que irá montada en el carro unos días hasta que haya recuperado las fuerzas.

– Muchas gracias -le gritó ella cuando el príncipe ya se iba. Pasó el resto del día dormitando y dando de comer a la niña. Marta le trajo un tazón de buen caldo.

– Temur me ha dado un pedazo de carne de una ternera que mataron. La he hervido durante varias horas con verduras y cebollas silvestres -declaró con orgullo.

– Está delicioso, Marfa, gracias. También tengo hambre. ¿Puedes conseguirme unas lonchas de esa ternera, las más crudas que encuentres, y un poco de jugo?

Marfa pudo conseguirlo y le llevó también unas cuantas fresas silvestres que había encontrado. Miranda se atiborró sin la menor vergüenza. Ya empezaba a sentirse más fuerte y por dos veces se levantó para dar la vuelta alrededor de su refugio, apoyada en el hombro de Temur.

En la hora anterior a la salida del sol despertó para dar el pecho a la niña. La criatura estaba muy pálida y respiraba con dificultad. El instinto maternal de Miranda despertó y estrechó la niña entre sus brazos, protectora.

– No te dejaré morir -dijo con fiereza-. No te dejaré.

Temur volvió a cargar el carro y dejó suficiente espacio para que ella viajara cómoda. Cortó más ramillas de pino para prepararle una cama nueva y la instaló. De nuevo, los días se ajustaron a una rutina.

Desde que los tártaros los habían capturado, Miranda había contado cuidadosamente los días. La granja había sido atacada el cinco de mayo y su hija nació trece días después, el dieciocho de mayo. Diez días después del nacimiento de su hija, adivinó que aún les faltaban dos semanas para llegar a Estambul. Miranda estaba ya recuperada y pronto anduvo todo el día, llevando a la niña en una especie de cabestrillo pegada a su corazón. Estaba muy preocupada. La pequeña no parecía ganar peso y estaba demasiado silenciosa.