Miró por encima de ella y de pronto palideció.

– ¡Jesús! -exclamó entre dientes. Luego se volvió y gritó-: ¡Mírza! ¡Ayúdame! ¡Corre!

Miranda sintió que un garra de hierro le aferraba el brazo.

– Mi querida señora -siseó el príncipe Arik-. Sospeché que la encontraría aquí. -Empezó a tirar de ella hacia la calle, donde se veían caballos esperando-. Irá al estrado esta noche, mi bella dama, no le quepa la menor duda.

– Kit -gritó en inglés-. Kit, ayúdame. -Luego pasó al francés y se volvió al tártaro-: Basta, príncipe Arik. Este oficial de marina es amigo personal de mi marido. Me conoce. Le pagará mi rescate. El príncipe hizo girar a Miranda frente a él y la abofeteó.

– ¡Perra! Entérate de una vez. Me darán más por ti en el estrado y es lo que voy a hacer. Buri, impide su persecución.

Tiró de ella, calle abajo, pero Miranda se debatió furiosa y consiguió desprenderse. Soltó la capa y pasó entre Buri y sus hombres estupefactos. Corrió como sí la persiguiera el mismísimo diablo, cruzó volando la verja de la embajada, y Achmet cerró inmediatamente tras ella.

Los tártaros gritaron su rabia y agitaron las armas,

– La mujer es nuestra cautiva legal -aulló el príncipe Arik-. Me dirigiré al magistrado del sultán.

Fue entonces cuando un hombre alto, moreno, envuelto en una gran capa blanca se adelantó y, tras abrir la verja, salió a la calle.

Los tártaros lo rodearon.

– Esta mujer es una noble inglesa -les explicó-. Sólo podéis haberla obtenido por medios ilegales.

– No es ningún crimen atacar a los rusos, y la encontramos entre los rusos -respondió el príncipe Arik.

El hombre alto sonrió y sus ojos azules brillaron.

– No es ningún crimen, amigo mío, atacar a los rusos. A veces pienso que Alá sólo creó a los rusos para que sean nuestras víctimas. No obstante, la dama no es rusa, sino inglesa.

– Puedo venderla por una fortuna -gimió el príncipe Arik-. Si dejo que me la quites habré perdido mi dinero. ¡No es justo!

El príncipe estaba dispuesto a regatear. El hombre alto rió complacido.

– Tiende las manos, tártaro. Te pagaré el rescate de un rey. Será más de lo que podrías obtener por su venta, te lo prometo, y ningún intermediario mercader de esclavos se llevará comisión, ¿eh?

El príncipe Arik tendió la mano. El hombre alto sacó una bolsa de gamuza de entre sus blancas vestiduras. Aflojó los cordones, inclinó la bolsa y un chorro de gemas multicolores cayó en las manos del asombrado jefe. Había diamantes, rubíes, amatistas, zafiros, esmeraldas, topacios y perlas. El hombre alto fue dejando caer hasta que el tesoro desbordó de las manos de] tártaro. Algunas de las gemas cayeron en la calle y los otros tártaros se pelearon por recuperarlas.

El hombre alto, cerró de nuevo su bolsa, que seguía aún muy llena.

– Bien, tártaro. Me figuro que no sacarás tamo de tus otras cautivas como!o que has conseguido por esta sola mujer. ¿Estás satisfecho?

– Más que satisfecho, señor. ¿Quién sois?

– Soy el príncipe Mirza Eddin Khan -fue la respuesta.

– ¿El primo del sultán?

– Sí. Lárgate ahora, tártaro, antes de que estos ignorantes infieles se confundan y os echen los perros.

Los tártaros se fueron calle abajo, montaron en sus caballos y se alejaron al galope. El hombre alto se volvió.

– Kit, haz que traigan mi palanquín. Llevaré a lady Dunham a mi casa. Creo que contestará mejor a las preguntas después de haberse bañado y vestido debidamente.

Kit Edmund se cuadró, saludó y subió corriendo por la avenida. El gran palanquín apareció y los esclavos lo depositaron en el suelo. Mirza Khan ayudó a Miranda a subir y, después de sentarse frente a ella, dio la señal de ponerse en marcha. Corrió las cortinas del vehículo.

– ¿No teme que los tártaros preparen una emboscada? -preguntó preocupada.

– No -le respondió-. Estaban más que satisfechos. Ahora se encuentra usted a salvo.

Después de un silencio, Miranda comentó:

– Imagino que esto va a parecerle de lo más desagradecido, pero, oh, señor, ¡cómo deseo agua caliente y jabón!

– De alelí-murmuró.

– ¿Cómo?

– Su perfume es alelí, ¿verdad?

– Sí -respondió despacio, desconcertada.

¿Cómo podía recordar semejante nimiedad después de su breve encuentro tiempo atrás? Se quedó muda, turbada, y por fin oyó que le preguntaba:

– ¿La niña? ¿Es suya?

Por un instante sus ojos verde mar se llenaron de lágrimas.

– Sí, es hija mía.

– Si me hablara de ello, quizá la ayudaría. Dijeron que había muerto usted asesinada después de un robo y que la habían tirado al Neva. Eso fue hace un año. Créame, lady Dunham, puede confiar absolutamente en mí.

Miranda miró aquellos ojos azules y supo con absoluta certeza que, en efecto, podía confiar en él. Necesitaba a alguien que la ayudara en lo que sabía que iba a ser el período más difícil de su vida.

– ¿Sabe quién es el príncipe Alexei Cherkessky? -le preguntó.

– No lo conozco personalmente, pero sé quién es. Su dinero procede de una granja de esclavos situada en Crimea. Los esclavos de Cherkessky son muy apreciados aquí, en Estambul. -Los ojos azules se abrieron de pronto-. ¡Alá! ¿Intenta decirme…?-Guardó silencio cuando sus miradas se cruzaron y la vio asentir gravemente-. ¡Maldito cerdo! -exclamó Mirza Khan.

Miranda le contó su historia y concluyó:

– La niña nació prematuramente, camino de Estambul. Es hermosa, pero probablemente ciega y sorda.

– ¿Por qué puerta ha entrado? -preguntó él, en el silencio incómodo que siguió.

– Por Charisius.

La miró con abierta admiración.

– ¿Ha cruzado toda la ciudad? [es usted una mujer sorprendente, lady Dunham!

– Cruzar la ciudad ha sido un simple paseo, señor. No debe olvidar que he venido andando todo el camino desde la granja Cherkessky en Crimea.

– ¿ Ha venido andando?

– Claro. Todas. Monté en un carro durante unos días después de dar a luz, pero sobre todo anduve.

– ¡Sorprendente! -repitió en voz baja.

– No, no soy sorprendente. He sobrevivido. Juré que volvería junto a mi marido, y cumpliré mi palabra. Jared, naturalmente, podrá divorciarse si así lo desea. He concebido el hijo de otro hombre, y tiene derecho a deshacerse de mí.

– Lo ama profundamente, ¿verdad?

– Sí. Le quiero. -Luego guardó silencio, sumida en sus pensamientos.

El príncipe la observó discretamente. Un año atrás, en la imperial San Petersburgo, se había quedado impresionado por aquella mujer de una hermosura exquisita, con su traje dorado, que había conocido en la velada que ofreció el embajador inglés. Le había sorprendido su mente despierta, su ingenio.

Algunas veces, después de enterarse de su muerte, había soñado con aquella velada con una tristeza profunda, terrible. Ahora se preguntaba si no hubiera sido la muerte una suerte mejor que el futuro sombrío y sin amor que le esperaba. Era demasiado joven y demasiado hermosa y sensible para vivir sin amor. Por supuesto, los horrores que había visto la habían cambiado. No habían podido destruir su magnífico espíritu, pero algo fallaba. Sin embargo, había que empezar por lo primero. Necesitaba que la acomodaran, que la libraran del miedo, tenía que comer y dormir. Estaba excesivamente delgada y había sombras moradas bajo sus ojos.

– Yo vivo al estilo oriental, lady Dunham. Confío en que no la escandalizará el hecho de que tenga un harén.

– Es su modo de vida -respondió, moviendo la cabeza-. ¿Tiene hijos?

– No. -Miranda percibió una gran tristeza en su voz.

– ¿Le he ofendido, Mirza Khan?

– No -se apresuró a tranquilizarla-. No hay razón para que no sepa usted lo que es del dominio público. De pequeño pasé cierto tiempo en el palacio del anterior sultán, Abdulhamit, que era mi abuelo materno. En las familias otomanas, el niño de la familia que nace primero hereda el trono, no necesariamente el primogénito. Yo, ¡loado sea Alá!, no era el primero. Tenía muchos primos con derecho al trono. Estaba Selim, que era mi mejor amigo y casi de mi edad, luego estaba Mustafá, y por fin venía el pequeño Mahmud. La madre de Mustafá era una mujer sumamente ambiciosa, y no sólo respecto a su hijo, sino por sí misma. Consiguió envenenarnos a Selim y a mí, pero nos salvó la maravillosa madre de Selim, la bas-kadin, Mihrichan. Desgraciadamente, el veneno mató mi fertilidad. El pobre Selim sólo consiguió engendrar dos hijas antes de su muerte.

"Mi padre, naturalmente, estaba furioso porque yo era su heredero, pero mi madre es una mujer admirable. Tengo cuatro hermanos menores, el mayor de los cuales es el heredero de mi padre y yo, gracias al cielo, no tengo que vivir en las montañas de Georgia, sino que puedo hacerlo aquí, en esta ciudad preciosa y civilizada. Hay compensaciones para todo, lady Dunham.

– Preferiría que me llamara Miranda, Mirza Khan -y le dedicó la primera sonrisa verdadera desde que la había salvado.

– Miranda -sonrió a su vez-, del griego, que significa admirable, y ¡por Alá que lo es! Lo que ha tenido que sufrir habría vencido a la mayoría de las mujeres.

– Yo no soy como la mayoría, Mirza Khan -le dijo y sus ojos verde mar relampaguearon-. ¡Yo no me doy por vencida!

CUARTA PARTE

ESTAMBUL
1814

14

El palacete de Mirza Khan estaba ubicado fuera de la ciudad, a orillas del Bósforo, con una vista sorprendente sobre Asia a través del agua y de los minaretes de Estambul. Los cimientos originales del edificio se remontaban a varios cientos de años de antigüedad, cuando los griegos gobernaban la ciudad y se decía que una princesa bizantina y su esposo habían vivido allí. La casa había sido reconstruida varias veces, la última cuando Mirza Khan la compró, quince años airas.

Los tres edificios que formaban la actual vivienda eran de mármol color crema y tejados de tejas rojas. Delante del edificio central, de cara al mar, había un pórtico clásico, con sus columnas crema veteadas de rojo oscuro. En este pórtico y mirando al mar, pero algo hacia la derecha, estaba el haremlik o departamento de las mujeres. El edificio donde se encontraban las estancias públicas era el de la izquierda. La vivienda de Mirza Khan estaba en el centro.

Los tres edificios estaban separados por preciosos jardines. La entrada principal de la propiedad a través de una verja daba a los salones públicos, resguardando así la intimidad del resto del personal, porque Mirza Khan era un amo cómodo, aunque firme, y sus mujeres podían moverse libremente por la villa siempre y cuando mantuvieran su modestia.

Al llegar, Mirza Khan llevó a Miranda directamente al departamento de mujeres y la presentó a un hombre moreno, bajito y gordo, con unos ojos como uvas negras.

– Miranda, le presento a Alí-Alí, el jefe de eunucos. El se ocupará de proporcionarle cuanto desee usted.

Mirza Khan continuó entonces en rápido turco y explicó la historia de Miranda al eunuco.

– Nadie debe saber la existencia de la criatura, Ali-Ali, ni siquiera el capitán Edmund. En el país de esta dama se considera inmoral que una mujer tenga un hijo que no sea de su marido, aunque no sea culpa de la mujer.

– Pero ella no es responsable de la suerte que le tocó -protestó Ali-Ali.

– No obstante, la censurarían.

– ¡Occidentales! -masculló el eunuco-. Son una gente extraña y confusa. Sus hombres andan abiertamente con las esposas de otros hombres y con mujeres de moralidad dudosa. Pero ¡ah!, si una mujer virtuosa es forzada, la desprecian. No los comprendo.

– Ni yo, viejo amigo.

– Esta mujer te gusta -declaró el eunuco.

– Sí -sonrió Mirza Khan-. Me gusta.

Se volvió hacia Miranda y le habló en inglés.

– Se lo he explicado todo a Ali-Ali. Considero que el capitán Edmund no debe conocer la existencia de su hija, Miranda. Los chismosos de Londres tendrán un campo abonado cuando regrese usted viva. Ya pensaremos lo que hay que hacer. Pero en cuanto a la niña, por el momento sólo pueden saberlo las mujeres del harén y Ali-Ali. Creo que el capitán Edmund no se fijó en ella, y no se lo diremos.

– ¿Qué voy a contarle a Kit?

– Simplemente, que el príncipe Cherkessky la secuestró y la envió a su villa de Crimea a esperarlo. Afortunadamente, el príncipe no llegó a ir y los tártaros que atacaron su villa la trajeron a Estambul para venderla, pero pudo escapar. Suena sencillo y razonable. Vaya ahora con Ali-Ali, yo la veré más tarde, cuando llegue Kit.

Miranda siguió al eunuco a través del tranquilo jardín al pabellón de las mujeres y, una vez allí, a un salón claro y delicioso. Las paredes estaban tapizadas de seda, un tejido multicolor sobre un fondo gris perla. El suelo era de madera cubierto de alfombras mullidas, en azul, rosa y oro, y en el mismísimo centro de la estancia un pequeño surtidor de tres pisos goteaba alegremente a una fresca pileta de cerámica azul claro.