Había varias mujeres, todas ellas de una belleza sorprendente. Dos de ellas trabajaban en un bastidor de bordado, una tañía un instrumento musical, otra leía y otra se pintaba las uñas de los pies. Cuando Miranda entró en el salón con Ali-Ali, le dirigieron miradas curiosas pero amistosas.

– Señoras, señoras -llamó el eunuco con su voz atiplada. La mujer que leía se levantó, miró y se acercó sonriendo.

– ¿Qué nos traes, Ali-Ali? -preguntó con voz culta.

Miranda casi se quedó con la boca abierta, tan sorprendida estaba por la belleza increíble de aquella mujer. Su larga cabellera azabache flotaba a su alrededor como una nube de tormenta, su tez era del color de las gardenias, sus ojos, verde esmeralda. Debía de tener treinta años por lo menos, pensó Miranda, y no obstante era realmente impresionante. No sólo su rostro era inmaculado, sino que su cuerpo rayaba la perfección.

Los ojos de la mujer brillaron y se presentó.

– Soy Turkhan.

– Es la favorita de Mirza Khan -explicó Ali-Ali-. Lleva ya muchos años con él. Las demás van y vienen, pero Turkhan siempre se queda.

– Soy como una vieja zapatilla para mi señor -rió Turkhan-. Cómoda y de fiar.

El viejo eunuco sonrió afectuosamente a la mujer.

– Te ama. Le haces feliz. -Luego, recobrándose, explicó-: Esta señora va a ser la invitada del señor Mirza. Ha sufrido mucho. Se quedará con nosotros hasta que pueda regresar con los suyos.

– ¿Cómo te llaman? -preguntó Turkhan.

– Miranda y si es posible, milady. Lo que más deseo es un baño. Un baño caliente, ¡muy caliente! No me he bañado desde que los tártaros me capturaron, hace seis semanas.

Los ojos esmeralda de Turkhan se abrieron y se llenaron de simpatía.

– ¡Cielos! ¡Pobre niña! -exclamó-. Safiye, Guzel. Atended a nuestra invitada y llevadla a los baños. -Tendió la mano hacia la capa con la que Mirza Khan la había cubierto antes. Al quitársela, se quedó mirando a la criatura que colgaba del cabestrillo sobre el pecho de Miranda-. ¡Un bebé! -Su voz se dulcificó-. Un bebé.

De repente, las demás mujeres acudieron todas a rodear a Miranda, charlando y sonriendo, tocando a la niña, haciéndole ruiditos tiernos.

– ¡Qué hermosa es! -exclamó una de ellas-. ¿Cómo se llama?

– No tiene ningún nombre -respondió Miranda a media voz y sus ojos verdes mar se cruzaron con los de Turkhan y la compasión que vio en ellos casi la hizo llorar. No había llorado una sola vez desde que empezó todo aquello.

Turkhan sacó a la niña del cabestrillo y la contempló.

– Ve a tomar tu baño. Miranda. Yo me ocuparé de la pequeña.

– Será mejor que la amamante primero. Nunca se queja, pero no ha comido desde el amanecer.

Turkhan asintió y esperó a que la niña se hubiera alimentado. Entonces la cogió y se fue con la pequeña mientras Miranda seguía a Safíye y a Guzel a los baños.

– Quemad estas ropas -dijo Miranda al despojarse de ellas-. Casi preferiría andar desnuda que volver a ponérmelas. Las botas también. Las he desgastado.

La bañaron y vistieron con unos pantalones moriscos verde pálido y una túnica de mangas largas y falda abierta, a juego, adornada con trencilla de oro. El gran escote quedaba modestamente velado por una delicada y transparente camisa color crema. Una esclava ciñó sus caderas con un chal finamente bordado y, encima de todo ello, una larga casaca sin mangas, verde bosque, ribeteada de cinta de terciopelo y bordada de aljófar. Su magnífico cabello plateado fue cepillado hasta que lanzó destellos de oro pálido. Se lo sujetaron con una banda de terciopelo verde oscuro bordado de perlas, pero se lo dejaron suelto sobre los hombros.

– ¡Qué hermosa eres! -exclamó Turkhan al entrar-. El capitán Edmund ha llegado y debo acompañarte al salón principal.

El joven marqués de Wye esperaba de pie, vestido con su elegante uniforme naval azul y oro, hablando con Mirza Khan ataviado con sus ropajes blancos. Al entrar las mujeres se volvió y las observó con sus ojos azul claro.

– ¡Miranda! ¡Dios mío, Miranda, realmente eres tú!

– Sí, Kit, soy realmente yo. -Se instaló cómodamente en un sofá de seda y empezaron a hablar.

Turkhanse quedó discretamente apartada, deseosa de no intervenir.

– Tu hermana insistía en que estabas viva, pero tu familia creía que la impresión de tu muerte la había desbordado. Decían que no lo había podido soportar.

Miranda sonrió.

– Mandy y yo hemos sabido siempre si una u otra estaba en peligro. Es algo difícil de explicar a la gente. -Su expresión se hizo más grave-. ¿Y Jared? ¿Y nuestro hijo? ¿Están todos bien?

– No sé gran cosa del niño, Miranda, excepto que está con el hijo de tu hermana, en Swynford Hall. Lord Dunham… está bien.

Kit hizo uso de toda su capacidad de control para mantener la voz inexpresiva. ¿Cómo podía contarle que Jared Dunham, en su desesperación, se había vuelto un calavera entre los más disipados de la sociedad? ¿Cómo podía explicarle lo de lady Belinda de Winter? La hermana mayor de Kit, Augusta, condesa de Dee, tenía una hija que había debutado aquel año y que conocía hasta el último chisme. Livia había dicho a su madre que Belinda de Winter ya disfrutaba de favores maritales por parte de Jared Dunham. ¡Santo cielo, pensó Kit, qué embrollo! La voz de Miranda lo devolvió a la realidad.

– ¿Vas a llevarme de vuelta a Inglaterra en tu barco, Kit?

– No puedo, Miranda. Verás, ya no soy un particular, sino el capitán del H.M.S. Notorius y me está totalmente prohibido llevar civiles a bordo del navío sin un permiso oficial. Zarpamos hacia Inglaterra esta noche. Por supuesto, transmitiré de inmediato la noticia de tu liberación a lord Dunham.

– ¿Debo permanecer aquí?

– Creo que después de tantas desgracias, lo mejor será que pase algún tiempo descansando -intervino amablemente Mirza Khan.

– Tal vez -murmuró, mirando de uno a otro.

– ¿Qué ocurrió, Miranda? -preguntó Kit. Se ruborizó y pareció confuso.

Miranda le tocó la mano con ternura.

– Muy sencillo, Kit -respondió la joven, quien decidió contar por primera vez la historia que Mirza Khan había ideado-. Fui a San Petersburgo en busca de Jared. Habíamos planeado el regreso en barco como una segunda luna de miel. Apenas llegué, me vio el príncipe Cherkessky. Debía de estar loco. Me hizo raptar y trasladar a sus propiedades de Crimea. Viajé drogada. Quedé bajo la custodia del siervo personal del príncipe, un hombre llamado Sasha. Cuando pregunté a ese hombre por qué me había raptado el príncipe, se me informó de que debía esperar allí hasta que llegara el príncipe.

"Debo confesarte que nunca me maltrataron; mejor dicho, me mimaron. Jamás volví a ver al príncipe Cherkessky, porque no llegó a visitar su propiedad mientras yo estuve allí. Después, hace varias semanas, los tártaros asaltaron la propiedad del príncipe y se llevaron a todas las mujeres y niños para ser vendidos como esclavos en Estambul. Ahora sólo deseo volver a casa junto a mi marido y a mi hijo. Oh, Kit, ¿estás seguro de que no puedes llevarme contigo? ¿No podrías conseguir el permiso?

– Ojalá pudiera.

– Entonces no tengo más remedio que quedarme aquí -dijo, pero al darse cuenta de cómo sonaba, añadió a continuación-: Estaré encantada de aceptar su hospitalidad, Mirza Khan.

– ¿Puedo llevar un mensaje personal a tu marido. Miranda?

Reflexionó. ¿Qué podía decir? ¿Cómo explicar? Para cuando llegara Kit, llevaría ya más de un año fuera y cuando por fin se reuniera con su familia, habrían estado separados más de dos años. De pronto se sintió asustada. Seguro que sería más fácil cuando viera a Jared.

– Dile solamente que le quiero -dijo dulcemente. Después se enderezó y añadió-: Realmente estoy muy cansada, Kit. Mirza Khan se quedó asombrado de que hubiera venido andando desde Crimea.

– ¿Andando? -Parecía estupefacto-. ¡Pobres pies!

– Por lo menos han crecido un número más -comentó burlona.

Luego se inclinó y lo besó en la mejilla como una hermana-. ¡Apresúrate, Kit! ¡Por favor, apresúrate! Quiero ir a casa junto a Jared y mi niño. ¡Y quiero ir a mi casa de Wyndsong!

Aquella noche, Kit Edmund estuvo en el puente contemplando las luces brillantes de Estambul que se perdían a lo lejos, preguntándose cómo iba a decir a Jared Dunham que su bella esposa aún estaba viva. Tal vez debía hablar antes con lord Swynford. ¡No! Lady Swynford, Amanda, pese a la evidencia devastadora, se había negado a creer que su gemela estuviera muerta. Se había resistido firmemente a guardar luto por Miranda. El propio Kit había presenciado una escena en Almack's, cuando una anciana dama había decidido criticar no sólo el traje de color de Amanda, sino el hecho de que apareciera en público.

La joven lady Swynford la escuchó con suma cortesía y luego le respondió con su voz dulce y clara: «No creo que mi hermana esté muerta, señora. Y ella sería la primera en insistir en que no le guardara luto. Miranda sabe lo mal que me sienta el color negro y el morado.»

La vieja dama consiguió balbucear: «¡Loca como un cencerro!

Bueno, por lo menos Swynford ha conseguido un heredero de ella y ¡esto es una bendición!»

Adrián Swynford se había mostrado furioso con su mujer, una de las pocas veces que Christopher Edmund había visto al joven y tranquilo lord furioso.

– ¿ Por qué no puedes aceptar la verdad?

– Porque -insistió Amanda testaruda- sé que Miranda está viva. Lo noto. Miranda está por alguna parte. -Su voz se hizo clara como el cristal cuando miró directamente a Jared, que estaba otra vez con Lady Belinda de Winter-. Además, cualquier joven respetable, vista en compañía de un hombre casado, arriesga a buen seguro su reputación.

Adrián Swynford agarró a su mujer del brazo y prácticamente se la llevó a la fuerza del salón de baile de Almack's. Al salir, volvió a oírse de nuevo y claramente la voz de Amanda:

– Ten cuidado, milord. Estoy embarazada de nuevo, como bien sabes.

La princesa Darya de Lieven y lady Emily Cowper cayeron una en brazos de la otra riendo tanto que las lágrimas les resbalaban por las mejillas. Nadie había visto jamás a dos damas tan dignas, el alma del grupo de patronizadoras de Almack's y árbitros de la buena sociedad, tan dominadas por la hilaridad.

– ¡Oh! ¡Oh! -iba jadeando Emily Cowper, secándose las lágrimas con un pañuelo de fina batista bordeado de encaje-. Es casi tan bueno como si tuviéramos a nuestra Miranda entre nosotros. -Después bajó la voz-. ¿Crees que hay algo de cierto en lo que dice Amanda Swynford, Dariya?

La princesa se encogió elegantemente de hombros.

– Vosotros, los ingleses, sois reacios a dar crédito a los sentimientos, pero otra gente sí lo hace. He oído cosas más raras, Emily, que a una gemela insistir en que su otra mitad sigue con vida. Es posible que Miranda Dunham sobreviviera.

– Entonces, ¿dónde está? -fue la exasperante pregunta.

La princesa volvió a encogerse de hombros.

– No lo sé, pero yo en su lugar volvería corriendo. Belinda de Winter está a la espera de lord Dunham, como un pajarillo ante un gordo gusano.


Belinda estaba tan segura de que Jared se le declararía al final de la temporada que se atrevió a hacer algo que de otro modo no habría hecho porque ponía en peligro su reputación. Lo sedujo, aunque, por supuesto, dispuso la situación de forma que él creyera que había sido el seductor.

Lo había planeado cuidadosamente porque tenía que parecer como algo espontáneo. Se había negado a acompañarla a una excursión organizada por un grupo de jóvenes, pretextando que era demasiado viejo para esas tonterías infantiles. Ella esbozó un mohín delicioso y él se echó a reír.

– Vamos, Belinda, ¿realmente significa tanto para ti? ¿De verdad quieres ir al campo y sentarte sobre la hierba húmeda de mayo?

Belinda suspiró.

– Supongo que me consideras infantil, pero a decir verdad no soy una muchacha de ciudad, milord. Londres es maravilloso y de lo más emocionante, pero añoro mi casa. Este es el primer año de mi vida en que no he estado cogiendo flores silvestres todavía húmedas de rocío el primero de mayo por la mañana. ¡Adoro el campo!

– Entonces, querida, lamento haberte decepcionado.

– ¿No podríamos celebrar nuestra propia excursión? -sugirió atrevida.

– ¡Pero, criatura! -protestó Jared.

– Oh, Jared, ¿quién se enteraría? -Le cogió las manos e insistió anhelante-: ¡Por favor! Tienes permiso para llevarme de paseo. Tu cocinera podría preparar la cesta y yo diría a mi tía que te has ofrecido a llevarme de compras y que después me acompañarás a pasear.

Una voz sensata lo advirtió contra semejante locura, pero ella insistió adorablemente y, además, él se sentía aburrido e imprudente. No la había besado siquiera, pero ahora se inclinó y rozó sus labios con los suyos.