– Eres peligrosamente persuasiva, Belinda. Muy bien, iremos de excursión.

Se pusieron en marcha una alegre mañana de mayo hacia lo que él describía como el lugar perfecto, a unos diez kilómetros de la ciudad. Llevaban una cesta de mimbre cuidadosamente escondida debajo del asiento del alto faetón, que iba tirado por el más elegante par de caballos de ébano que jamás se hubiera visto. La joven sabía que Jared había pagado una fortuna por ellos la semana anterior, en Tattersall, superando, atrevido, la oferta de un representante del propio príncipe regente.

La muchacha fue charlando de naderías para mantener la ficción de exuberancia juvenil. ¿Quién iba a dudar de su inocencia? Belinda era sexualmente activa desde los once años y perdió la virginidad a los doce, pero sus indiscreciones siempre habían sido discretas. Nunca se había involucrado con gente de su clase, pues siempre elegía a muchachos más humildes, que no se atrevían a alardear de su conquista con la joven señora por si los acusaban de comportamiento criminal.

Por faltas mucho menos graves habían deportado a muchos hombres. El duque de Northampton había sido el único de su clase social con el que se había liado, aunque por poco tiempo, y él jamás diría nada. No, Belinda sonrió para sí, su reputación era intachable, inmaculada.

El lugar que Jared había elegido para la excursión era recoleto y encantador. Pararon en el extremo de un prado cubierto de margaritas, bordeado por un arroyo y limitado por el verde tierno de unos sauces. Después de amarrar los caballos a un árbol, Jared bajó a Belinda, sacó la cesta y caminó hasta un punto junto al agua. Belinda tomó la manta del coche y la tendió sobre la húmeda hierba con gesto triunfal.

– ¡Oh, Jared! -suspiró-. Es maravilloso.

Qué deliciosa era, pensó Jared, sonriéndole. Era bajita, unos centímetros menos que Amanda, y a veces se sentía como un niño a su lado.

– Me alegra haberte hecho feliz con tanta facilidad, Belinda.

– Todo lo que haces me gusta -respondió a media voz, bajando tímidamente sus ojos azules.

– Gracias, pequeña -dijo sinceramente conmovido por su confesión juvenil.

Belinda se ruborizó. Tratando de cambiar de tema, preguntó:

– ¿Vamos a comer, milord? -Se sentó sobre la manta y empezó a colocar el contenido de la cesta, con exclamaciones de alegría ante lo que iba encontrando. Había diminutos emparedados de pepino y berros, pastelitos, alas de pollo en hojaldre, pequeñas tartas de fresa, cerezas tempranas de Francia y una jarra de cristal de limonada.

– Es perfecto, excepto por una cosa -observó Belinda.

– ¿Qué es? -preguntó Jared, reflexionando qué cosa podía habérsele olvidado.

– El postre se mantendría más fresco si tuviéramos helechos para darle sombra. Creo que junto al agua debe de haber algunos, quizás en el recodo, bajo los árboles. ¿Quieres traerme unos cuantos, Jared?

– Naturalmente.

En cuanto se hubo alejado, Belinda sacó la jarra de limonada. La destapó y llenó unos vasos de plata que venían en la cesta. En uno de los vasos vació cuidadosamente un papelito de polvos blancos que llevaba escondido en el pecho. Los polvos se disolvieron instantáneamente. Belinda miró prudentemente a su alrededor para asegurarse de que Jared no la había visto y sonrió secretamente. El vaso de plata contenía ahora, perdido en la limonada, un poderoso afrodisíaco, y tan pronto como lo bebiera Jared, sus sentidos se inflamarían y tendría que ser un santo para resistirse a ella. La seduciría y ella se abandonaría. En el bolsillo de su traje había una membrana con sangre de gallina con la que se mancharía los muslos en el momento adecuado a fin de que creyera en su virginidad.

Belinda no pensaba que Jared Dunham le propusiera en matrimonio inmediatamente después de la seducción. No era ningún ingenuo. Pensaría en lo que había ocurrido entre ellos, aceptaría la crítica de sus actos y se aseguraría de no permitirse más libertades con ella por no considerarla una mujer fácil. Sólo un poco del sabor de la fruta prohibida para mantener despierto su apetito y nada más. Al terminar la temporada se declararía.

– ¿Por qué sonríes? -preguntó, sentándose jumo a ella y entregándole una brazada de helechos verdes y frescos.

– Por lo feliz que me siento en este momento -le dijo.

Jared estaba conmovido. ¡Qué encantadora, qué inocente, qué distinta de Miranda! Belinda era todo paz y dulzura. Jamás abandonaría a su hijo para correr en busca de un marido que le había prohibido expresamente abandonar Inglaterra. No, Belinda sería obediente y previsible. Jamás destrozaría el corazón de un hombre. Era una auténtica mujer.

– ¿Un emparedado, milord? -Le presentó el plato de fina porcelana.

Comieron sin prisas. Jared se mostraba más relajado de lo que había estado en todos los meses anteriores. La encontraba realmente preciosa. Sus jóvenes senos, redondos y firmes, aparecían por encima del escote de su traje, en contraste con el juvenil vestido de muselina blanca estampado con racimos de flor de manzano. Aquellos frutos generosos y suaves lo atraían y cuando ella se inclinó para llenarle de nuevo el vaso de limonada, se encontró mirando por el escote sus grandes pezones rosados. La visión le produjo un dolor sordo en la ingle. Jared se quedó estupefacto. No le faltaban mujeres. ¿Por qué aquella jovencita lo excitaba tanto?

– Hace muy buen tiempo para estar en mayo -comentó-. Estoy muerta de calor. -Se apoyó en él, entregándole con el gesto sus blancos hombros y su pecho. Jared le pasó el brazo por la cintura, inclinó su oscura cabeza, y le besó el hombro gordezuelo-. ¡Oh!-exclamó con voz entrecortada y volviéndose entre sus brazos, exclamó-: No debes ser tan atrevido, milord.

– ¿Acaso me negarías un besito, Belinda?

– Puedes besarme en los labios, milord -declaró solemnemente-. Pero no creo que sea completamente decente que me beses en ninguna otra parte, y menos en el hombro. Pero si no me consideras atrevida, me gustaría que me besaras como hiciste el otro día.

¡Dios mío, qué inocente era!, pensó. La atrajo hacia sí y la besó en la boca. Belinda se fundió, triunfante, contra él, aceptando beso tras beso, simulando dejarse guiar por él, estremeciéndose de genuino placer cuando sus lenguas se tocaron. Sintió que las manos de Jared iban en busca de sus senos y protestó débilmente, aunque a decir verdad gozaba con su contacto. La poción había surtido efecto, porque Jared estaba ardiendo de deseo de ella y Belinda casi rió en voz alta orgullosa de su victoria.

Jared liberó sus senos del corpiño, aplastándolos, besándolos, gozando de su suavidad, de su perfume de lirio del valle. Atrevido, chupó sus pezones mientras ella iba protestando con absurdos grititos y simulaba apartarlo, pero ahora ya no había quien lo detuviera. Ebrio de pasión, le subió el traje y le bajó la ropa interior, sin dejar de murmurarle al oído como haría un borracho.

– Déjame, Belinda. Déjame amarte, amor mío. ¡Ah, Dios, eres tan dulce!

– ¡No, Jared, no debes hacerlo! ¡Creo que no deberías hacerlo! ¡Oh, va a ser mi perdición!

Apenas le quedaba tiempo para alcanzar la membrana llena de sangre que llevaba en el bolsillo antes de que la penetrara. Emitió un chillido que él apagó con su boca y se debatió contra él. Jared asumió que simplemente intentaba defender su virtud, pero Belinda trataba de meter la mano entre sus piernas para aplastar la bolsa y manchar sus muslos de sangre. Al fin lo consiguió e inmediatamente se echó a llorar desconsoladamente. Jared se esforzó por calmarla con besos, excusándose por su comportamiento. Fiel a su papel, Belinda asumió noblemente toda la responsabilidad de sus actos.

– Yo tengo la culpa de todo, Jared -lloró delicadamente-. No debí haberte sugerido una excursión solos los dos. ¡Oh, estoy tan avergonzada! ¿Qué pensarás de mí?

– Pienso que eres una joven dulce y confiada, Belinda. Sólo puedo pedirte perdón por mi comportamiento.

– ¿No pensaras mal de mí? -Y compuso su mejor canta compungida.

– No, claro que no, y espero que tú no pienses mal de mí.

– Oh, no, Jared. ¡Jamás podría pensar mal de ti!

La inocente declaración lo avergonzó más si cabe. ¡Maldición! Se había portado mal, muy mal. También se había fijado en la sangre de sus muslos, lo que significaba que había destruido su preciosa virginidad. No obstante, no había tenido que forzar su himen, lo que le parecía curioso. No había sido así la primera noche con Miranda. ¡Miranda! «Oh, mi amor -se desesperó-, ¿por qué me abandonaste?» Hacer el amor con Belinda solamente le recordaba más a su amada Miranda.

Belinda de Winter estaba segura de que Jared se le declararía, como muy tarde, al final de la temporada. Así que no se sorprendió cuando un día, su doncella le comunicó que lord Dunham la estaba esperando en el gabinete, junto con sus tutores, el duque y la duquesa.

«Ya está», pensó, fríamente triunfante; se pellizcó las mejillas y se miró en el espejo de su tocador antes de bajar corriendo. ¡El duque y la duquesa estarían orgullosos de ella!

– Oh, señorita, ¡es estupendo' -balbuceó su doncella y en un desusado gesto de generosidad, Belinda de Winter regaló a la muchacha uno de sus pañuelitos de encaje-. ¡Oh, gracias, milady! -exclamó la sirvienta.

– Para que te acuerdes siempre de mi suerte -le recordó, altiva, y corrió a recibir el premio de todos sus esfuerzos.

Su madrina y el duque parecían muy ceñudos, lo que le pareció extraño. Hizo una graciosa y cortés reverencia y se sentó junto a los duques.

– Belinda, cariño -dijo su madrina-. Lord Dunham nos ha pedido permiso para hablarte de cierto asunto.

Belinda adoptó una expresión debidamente tímida, bajó los ojos en demostración de modestia y murmuró:

– Sí, tía Sophia.

¡Cielos! ¿Es que no iban a dejarlos solos? No, nadie se movía. Por lo visto, no. «Oh, bueno -pensó Belinda-, cuantos más testigos, mejor.» Jared fue a sentarse a su lado y empezó a decirle unas palabras que jamás esperó oír.

– Lady De Winter… Belinda… antes de que empiecen a circular los chismes, antes de que puedan hacerte daño, debo decirte que mi esposa, Miranda, ha sido encontrada viva. Es realmente un milagro, pero mi milagro puede poner en entredicho tu reputación. Debes comprender ahora que cualquier cosa que te haya dicho en el pasado debe ser olvidada. Lamento el dolor o la incomodidad que pueda haberte causado involuntariamente.

Estaba estupefacta, furiosa, ofendida, pero su parte más sensata la contuvo.

– Qué feliz debes sentirte, milord -dijo, esforzándose por sonreír-. Comprendo perfectamente tu situación y no debes preocuparte por mí ahora que tu querida esposa te ha sido devuelta.

Jared se levantó con aspecto mas tranquilizado y se inclinó ante los duques y luego ante Belinda. Salió del gabinete. Sólo cuando oyeron cerrarse la puerta principal, comentó el duque:

– ¡Mala suerte, muchacha! Bueno, la temporada aún no ha terminado. Si quieres mi consejo, yo aceptaría algo menos vistoso con una buena renta.

El rostro de Belinda se contrajo desagradablemente y sus ojos azules centellearon.

– ¡Cállate, viejo imbécil! ¡El americano era mi as en la manga y te juro que lo conseguiré! ¡No pienso ser el hazmerreír de la sociedad! ¡No, señor! Sin un penique y con mi encantadora familia, ¿quién desearía cargar conmigo?

– Belinda, pide inmediatamente perdón a tu tío Algernon -la increpó la duquesa-. La esposa de lord Dunham está viva y ya no se hable más. Es una lástima, pero así están las cosas.

– Has tenido otras proposiciones, muchacha -prosiguió el duque, imperturbable ante el mal humor de Belinda-. ¿Qué tiene de malo el joven lord Arden para mandarlo a paseo? Es uno de los hombres más entendidos en caballos que yo conozca.

– ¿Dos mil libras al año y una mansión mohosa y destartalada en Sussex? -se burló Belinda-. Un poco más de seriedad, tío. Me gastaría las dos mil al año sólo en saltos de cama.

– Mucha gente ha vivido con menos, jovencita. Reconsidera al joven Arden y os restauraré la casa como regalo de bodas. Podrías caer en manos peores. Por lo menos es joven y vigoroso.

– ¡También podría encontrar mejor partido! -estalló Belinda.

– En todo caso, no voy a pagarte otra temporada en Londres, muchacha -advirtió el duque-. Tengo tres hijas en mi propia casa listas para hacer su entrada. Olvídate del yanqui y búscate pronto un marido decente, o al final de la temporada te espera el regreso a Hereford y una vida de solterona. ¡Piénsalo, muchacha!

Lady Belinda de Winter se apoderó de un valioso jarrón chino. Mirando fijamente a su tío, lo lanzó al otro lado de la habitación. Después salió hecha una furia.


Jared, que conducía su faetón de regreso a su casa de Devon Square, estaba hecho un mar de confusiones. El día anterior se disponía a salir de casa para ir a jugar unas horas a White's, cuando llegó Amanda, sofocada y triunfante; Adrián y el joven Kit Edmund la seguían.