De pronto Jared se sintió observado y volvió a llevarse el catalejo al ojo.

El príncipe lo estaba contemplando directamente y su mirada llevaba un mensaje: ¿Cuídala bien, decía, porque yo también la quiero!

Jared se quedó estupefacto. Era como si el hombre le hubiera hablado directamente al oído. Con un juramento airado, cerró de golpe el catalejo y salió de cubierta.

Perky había llegado un poco antes con el joyero y esperaba abajo. Ephraím Snow, solo en cubierta, esperaba a Miranda. Cuando la izaron en la silla del piloto, el viejo capitán se sintió impresionado. Mientras la ayudaba a bajar de la silla con dedos temblorosos, sollozó:

– !0h, milady!

Miranda le acarició la mejilla, sabiendo que un beso no sería apropiado.

– Hola, Eph -dijo dulcemente-. Me alegro mucho de volver a verlo.

El sonido de la voz de Miranda hacía que su presencia fuera una firme realidad y ayudó al viejo a sobreponerse. Secándose los ojos, farfulló:

– El peor momento de toda mí vida fue tener que decirle al señor Jared que la habían matado.

– No lo hice deliberadamente -suspiró.

¡Maldita sea! ¿Iba a ser así con todo el mundo? ¿La harían responsable de su secuestro? ¿No te excuses nunca! Oyó la voz de Mirza Khan con tanta claridad como si estuviera a su lado. Miranda se apartó de Eph y anduvo rápidamente a la popa del barco. Alzó la mano en un gesto de despedida. El gesto fue inmediatamente contestado por un brazo rojo y uno blanco desde el muelle.

Levaron anclas y el Dream Witch se deslizó por el Bosforo al mar de Mármara. El cielo del atardecer había oscurecido y adquirido un color violeta oscuro mientras que en lo más lejano del horizonte occidental se veía aún un fino trazo escarlata. Miranda contempló fijamente la costa que desaparecía. Había terminado. La pesadilla había terminado y se marchaba a casa. ¡A casa!

«Espera -dijo una vocecita-. Tal vez no has ganado aún. Aún no has visto a Jared.»

La voz de Ephraim Snow interrumpió sus pensamientos.

– ¿Va a quedarse aquí toda la noche, milady Miranda?

Se volvió a mirarlo.

– ¿Dónde está mi marido? Me han dicho que había venido a Estambul. Cuando subí a bordo no estaba en cubierta para recibirme.

¡Jesús! Algo la estaba reconcomiendo.

– Estaba en cubierta con su catalejo, observando su despedida.

Algo debió de molestarle, porque cuando usted estaba a mitad de camino entre la playa y nosotros, bajó a escape como una lechuza furiosa.

– ¿Y dónde está ahora?

– En su camarote.

– Diga a mi marido que lo espero en el salón, Eph -dijo y se alejó.

¡Cielos, cómo ha cambiado! Había comprendido a la jovencita entusiasta que había viajado con él a Rusia tantos meses atrás. Pero esa joven había desaparecido como si realmente hubiera sido asesinada. La mujer que acababa de darle aquella orden fría, tajante, lo había mirado con unos ojos que no vacilaban. En realidad, había sido él quien apartó la mirada. Gracias a Dios que no era problema suyo. ¡Que Jared Dunham se hiciera cargo de ella… si podía! El capitán se fue a buscar al caballero.


Jared pareció algo disgustado por el mensaje que le comunicaba Ephraim Snow.

– ¿Ha cambiado?

– Sí.

Lo sabía.

– ¿Mucho?

– Usted mismo juzgará, señor Jared.

Asintió, tragó saliva y, pasando rápidamente delante del capitán, se dirigió al salón. Abrió la puerta y entró. Miranda estaba de espaldas a él. No podía interpretar el gesto y aquello lo molestó. No parecía la flor tronchada que según todos los vaticinios iba a encontrar. Las palabras escaparon de su boca antes de poder contenerlas.

– Así que, señora, ¡por fin has vuelto!

Miranda se volvió. Su nueva belleza le impresionó.

– En efecto, milord, estoy de vuelta. -El gesto de la boca era burlón, lo mismo que los ojos verde mar. No recordaba una boca tan jugosa y la última vez que había mirado a sus ojos habían sido inocentes. Le devolvió la mirada, rabioso. El traje tenía un escoce demasiado profundo y su pecho resultaba excesivamente provocativo.

– Confío, señora, en que tendrás una buena explicación para tu conducta.

– Solamente fui a buscar a mi mando -respondió con una voz melosa que contrastaba con la expresión tempestuosa de sus ojos-. Mi marido que me dejó para ir a jugar a la guerra, un juego de intriga, mientras yo gestaba y daba a luz, sola, a nuestro primer hijo.

– ¡Un niño que te importó tan poco que lo abandonaste cuando apenas tenía dos meses! -replicó Jared.

– Quiero al pequeño Tom -le gritó enfurecida-. Esperaba encontrarte y volver a casa inmediatamente. Mi hijo estaba más seguro en Inglaterra con Amanda. ¿Hubieras preferido que lo hubiera expuesto a los rigores de un viaje a Rusia? Ya no podía soportar más tu ausencia. Tu maldito amigo, Palmerston, no me quiso decir nada. ¡Nada! Se comportó como sí ni siquiera existieras.

– Conmovedor, señora, pero dime, ¿cómo llamaste la atención del príncipe Cherkessky?

– ¿Qué?

– Alexei Cherkessky, el hombre que te raptó. Ephraim Snow me dijo que asististe a una fiesta en la embajada la noche anterior a tu desaparición. ¿Conociste al príncipe allí? ¿Coqueteaste con él y provocaste tú misma la situación, Miranda?

Le lanzó lo primero que encontró a mano, un pesado tintero de cristal. Dejó una marca en la puerta, detrás de su cabeza, mientras la tinta negra resbalaba por el panel hasta el suelo, donde se filtró lentamente entre las anchas tablas.

– Así que, milord, por lo visto soy responsable de la situación, ¿verdad?;0h, Dios, qué poco me conoces para creer semejante disparate! ¿Cuándo, en los pocos meses de nuestro matrimonio, te di motivos de duda? Jamás! Pero para ti, milord, primero hubo Gillian Abbott, luego quién sabe cuántas mujeres de San Petersburgo, y me lloraste bien pocos meses antes que volver a la vorágine social. ¡Y ahora tenemos a lady De Winter!

Se apartó furiosa, ocultando el rostro a su indignada mirada, tragándose las lágrimas que llenaban sus ojos. No dejaría que viera su debilidad. Se la echaría en cara.

– ¿Te violó Cherkessky? -Su voz sonaba desgarrada.

Miranda se volvió a mirarlo y Jared pensó que jamás la había visto tan enfadada.

– No.

La respuesta fue tajante, breve. Pasó por delante de él y abandonó el salón.

Las lágrimas la cegaban, encontró maquinalmente el camino a su amplio camarote y echó de allí a una sobresaltada Perky antes de dejarse caer en la cama.

¡Qué guapo estaba! Pero estaban enfrentados y su corazón se partía de nuevo. Había descubierto un asomo de plata en sus sienes y se preguntó si se debía a su desaparición. Por lo menos sus propias cicatrices no se veían. ¡Qué espantoso principio había sido!

Al instante Jared entró en el camarote, se arrodilló junto a la cama y murmuró:

– No ha sido un buen principio, ¿no es verdad. Miranda? Me alegro de que estés otra vez conmigo. -Cautelosamente la rodeó con su brazo.

– He estado volviendo junto a ti desde que Cherkessky me raptó. Al mes de mi llegada intenté escapar de su villa.

– ¿En serio? -Ésta era la Miranda que conocía-. ¿Cómo?

– Por mar. Pensé que podía navegar hasta Estambul e ir a la embajada de Inglaterra. Pero me descubrieron y hasta que vinieron los tártaros me vigilaron de cerca. -Se desprendió de su brazo sin ver la expresión de dolor que se reflejó en su rostro-. Anduve prácticamente todo el camino hasta Estambul -declaró orgullosa-. Oh, a veces me dejaban subir a uno de los carros del botín, pero en general anduve. Los criados del príncipe dijeron a los tártaros que yo era una inglesa rica por la que podían pedir un rescate en Estambul, pero también me advirtieron que desconfiara de aquellos salvajes. ¡Cuánta razón tenían! Los canallas se proponían venderme junto con el resto de los pobres esclavos que habían capturado, pero yo oí cómo tramaban mi venta la noche antes de entrar en la ciudad. Estábamos acampados fuera de la muralla. Esperé a que todos durmieran y entonces me fui a la puerta más cercana. Cuando la abrieron al amanecer, yo atravesé toda la ciudad hasta la embajada. Tuve gran dificultad en convencer al idiota de la portería de quién era yo, pero por la mas milagrosa coincidencia apareció Kit Edmund y me salvó.

Se levantó y empezó a pasear por el camarote. Su mirada era remota.

– Los tártaros estaban detrás de mí, Kit y su amigo Mirza Eddin Khan estaban delante, yo en medio. Los tártaros gritaban que yo era un bien ganado botín, producto de un asalto, y Kit les gritaba que yo estaba bajo la protección de la ley británica.

– ¿Cómo te libraste?

– Mirza Khan vació en las manos del jefe media bolsa de piedras preciosas. Era una fortuna y realmente muy generoso por su parte. Los tártaros quedaron más que satisfechos por el precio y al fin me dejaron en paz. ¿Podemos cenar ahora? Estoy muerta de hambre.

Miranda pasó delante de Jared y entró en su gabinete privado donde habían dispuesto un pequeño festín para ellos. El cocinero se había tomado la molestia, mientras esperaban que ella subiera a bordo, de comprar productos frescos en los bazares del puerto. Y ahí estaba el delicioso resultado de sus esfuerzos.

Había un asado de ternera, un capón relleno de arroz, de orejones y albaricoques, y una fuente de mejillones cocidos con vino y hierbas aromáticas. Miranda se quedó mirando un plato de tomates y berenjenas y decidió que se parecía demasiado a lo que había estado comiendo durante un año. Se fijó en un gran cuenco de judías verdes y luego en otro de zanahorias y apio a la crema. Había arroz pilaf y kasha y pasó de lo último sin siquiera mirarlo. Jumo a una bandejita de mantequilla fresca había una cesta de pan recién hecho. Cortó una gran rebanada y la embadurnó generosamente de mantequilla. Hacía más de un año que no había visto pan blanco. Se decidió rápidamente acerca de su comida: se sirvió varias lonchas de ternera, un poco de arroz, y algo de zanahoria y apio a la crema. Echó una mirada al aparador, cubierto de tartas de fruta adornadas con nata, un trozo de queso Stilton, lo necesario para preparar té y botellas de vino blanco y tinto.

Se sentó y al instante saboreó un pedazo de ternera en la boca.

– ¡Cómo he añorado la ternera un poco cruda! -rió-. Los rusos la hacen demasiado pasada.

– ¿Y los turcos?

– Suelen comer cordero. Pásame la sal, por favor.

Le pasó el platito de estaño; luego tomó un plato y se sirvió algo de cena. Jared tenía que darse por satisfecho de momento porque sólo iba a contarle lo que quisiera, nada más. Insistir no haría sino alejarla. Comieron en silencio. Miranda terminó pronto y pasó al aparador a prepararse una tetera de té negro de China. Luego cortó dos abundantes raciones de tarta y ¡as llevó a la mesa.

– Tu apetito es magnífico, como siempre -observó su mando.

– En el viaje a Estambul hubo momentos en que pasé mucha hambre. Mignon y yo tratábamos de aumentar nuestra dieta con cangrejos Si caminábamos junto al mar y también recogíamos hierbas y fresas silvestres.

– ¿Quién es Mignon?

– Era la hija ilegítima de un noble francés. Había sido institutriz en San Petersburgo cuando el príncipe la llevó a su finca de Crimea. Dos tártaros la violaron y la mataron a mitad de camino de Estambul. Lo único que deseaba era volver a París.

"¡Dios mío' -pensó Jared-. ¡Cuánto ha sufrido!» Al recordar su anterior inocencia, su inseguridad, admiró sinceramente a la mujer fuerte en que se había transformado,… y se sentía un poco celoso por no haber participado en la transformación.

Miranda se levantó y anunció:

– Ahora me voy a la cama y me gustaría estar sola.

– ¡Hemos estado separados más de dos años! -protestó él.

Noto la súplica encubierta en su voz. ¡Ah, cómo quería responder a esta súplica! Cómo deseaba sentir sus fuertes brazos rodeándola, consolándola, diciéndole que todo iba a salir bien. Pero respiró hondo y dijo.

– Antes de reanudar nuestra vida conyugal quiero contarte lo que me ocurrió en Rusia. Antes sugeriste que tal vez yo fui responsable de mi desgracia. Te equivocas. No soy responsable en absoluto. No obstante, no estoy dispuesta a contar la historia una y otra vez. Os la contaré una sola vez a ti y a nuestra familia. Después no hablaré más de ella. Cuando hayas oído mi historia tal vez no desees reanudar nuestro matrimonio. No puedo mentirte. Sabes que no es mi modo de ser. Hemos esperado mucho tiempo. Unas semanas más no deberían importar. -Se volvió, incapaz de soportar la expresión de su rostro.

– ¿Sabes, Miranda? No has pronunciado mi nombre ni una sola vez -musitó.

– No me he dado cuenta.

– ¡Di mi nombre! -La cogió por los hombros y la volvió de cara a él-. ¡Di mi nombre, maldita sea'