– Por dos razones, Jon. Debo responder a todas las preguntas que leo en tus ojos y en los ojos de mi familia. También porque es posible que cuando haya contado mi historia, mi marido desee cortar nuestro matrimonio, y no quiero que se juzgue mal a Jared. Esta historia será muy dolorosa para él. Nosotras, las mujeres, también tenemos nuestro honor, Jon.
– Oh, Miranda, ¿qué has hecho? -Los ojos azules de Amanda estaban llenos de preocupación.
– Cállate, Mandy -la riñó dulcemente Anne-. Miranda no ha cometido ningún pecado. Sospecho que los pecados se han cometido contra ella.
– Querida y sabia Anne -murmuró Miranda-. Sentaros todos, por favor. Me gustaría empezar.
Se quedó de pie delante de la chimenea y miró a su público. Su hermana, su cuñada, sus dos cuñados, su marido. Los caballeros con trajes de etiqueta, en blanco y negro. La dulce Anne con su dulce rostro y los rizos cobrizos y graves ojos grises, vestida de color verde lima. La querida Amanda, de lila, con su embarazo visible, tan visible como la angustia en sus ojos.
– Todos conocéis el engaño que organizó lord Palmerston con Jared y Jonathan Dunham. Jared llevaba casi un año fuera y Jon, enamorado de Anne, se había casado en secreto con ella. Yo había tenido a mi hijo sola. Oh, ya lo sé, Mandy: tú, Adrián y Jon estabais conmigo, pero seguía estando sola. Yo quería a Jared y Palmerston se negaba a decirme nada. Empezaba a preguntarme si mi marido seguiría con vida. Pasaba unas noches espantosas.
"Decidí que debía ir a San Petersburgo. Ahora me doy cuenta de lo ingenuo que era todo y, sin embargo, en aquel momento parecía muy sencillo. Viajaría en mi propio yate con un capitán y una tripulación de confianza. Iría a San Petersburgo, pediría noticias de mi marido al embajador británico y luego Jared y yo regresaríamos a Inglaterra. Incluso había imaginado que si su misión no había tenido éxito -y es obvio que no lo tuvo- no me sería fácil traerlo de vuelta.
Les explicó el escaso tiempo que estuvo en San Petersburgo.
– Ahora debo dejar la historia por un momento para explicar que la fortuna de la familia Cherkessky procede de una granja de esclavos de Crimea, o mejor dicho, la fortuna procedía de aquella propiedad hasta que el primo tártaro de Alexei Cherkessky destruyó la granja. Los esclavos que se producían en la propiedad eran solamente blancos y rubios. Los rubios producen una fortuna en los mercados del Cercano y Medio Oriente. El semental estrella del príncipe, Lucas, tenía mi mismo colorido, cabello rubio platino y ojos claros, y se sabía que solía engendrar principalmente hijas. Las hembras son una mercancía más valiosa que los varones cuando uno se dedica a criar esclavos caros para los harenes, más que esclavos de trabajo. Cuando Sasha me vio supo que yo era exactamente la mujer qué el príncipe había estado buscando durante varios años: una compañera perfecta para Lucas.
Amanda dejó escapar un pequeño grito de horror.
– ¡Miranda! ¿Qué estás diciendo? La gente no cría personas, sólo animales.
– No, Mandy. En este mundo hay gente que cría otros seres humanos para obtener provecho. ¿Recuerdas, antes de que Jared y yo nos casáramos, que me contaste la historia de la hija de un clérigo que fue llevada a una granja de esclavos en las Indias Occidentales? Yo lo tomé a broma, pero la crianza de seres humanos para venderlos se sigue haciendo ahora, y durante la mayor parte del año pasado yo he vivido en ese infierno.
Amanda abrió unos ojos enormes y palideció, pero no se permitió desmayarse. Su gemela había vivido un infierno y lo menos que podía hacer era escuchar.
Miranda se calló para tomar un sorbo del pálido jerez que tenía en su copa, echando una ojeada a su auditorio. Se daba cuenta que los hombres habían empezado a sospechar el argumento de la historia, y Jared se mostraba ceñudo. «Oh, Dios -pensó-, ¿por qué mi carácter me fuerza a contar la verdad?»
– Continúa, Miranda. -La voz de Jared la sorprendió.
Sus ojos se encontraron por un instante y la desconcertó lo que encontró allí. Vio compasión. Vio ternura y comprensión. ¡Vio amor! Su voz se quebró y por un momento no pudo hablar. Jared se acercó a ella y la rodeó con su fuerte brazo.
– Continúa, mi amor. Dilo todo y olvídalo.
Y así fue desgranando los detalles de su estancia en San Petersburgo. En un momento dado, Jared la interrumpió.
– ¡Oh, Dios! Si alguna vez le echo el guante a Gillian Abbot la mataré -exclamó enfurecido.
– Ya está muerta. El cadáver que se encontró en el Neva era el de Gillian. Se había teñido de rubio.
Continuó con el capítulo de Crimea y sus oyentes estaban cada vez más impresionados por cada revelación. Vio miedo en sus rostros, y asco, ultraje y piedad. Trató de no mirar a ninguno en particular, porque si lo hacía no sería capaz de continuar.
– Yo era una esclava más, sabéis, y mi misión era aparearme con Lucas para producir hijas. Una vez traté de escapar por mar, pero me atraparon. Afortunadamente, Lucas era un hombre bueno. -Aquí su voz empezó a temblar-. Yo… nos metieron juntos en la choza de apareamiento.
Jared emitió un extraño suspiro, y su hermano preguntó:
– ¿Qué demonios es una choza de apareamiento?
– Es el lugar a donde envían a los esclavos elegidos para este propósito -respondió Miranda, lenta y deliberadamente-. Es una construcción pequeña sin ventanas y con un catre. No hay nada más.
– ¡Dios mío! -La voz de Jared sonó tierna a su oído. Adrián y Jonathan tuvieron que apartar la mirada y Amanda y Anne estaban ambas con la boca abierta por la impresión. Las pestañas de Miranda bajaron sobre sus pálidas mejillas. Se obligó a seguir.
– Yo me resistí. Sasha incluso llegó a pegarme una vez, pero al final pudieron más que yo. Debéis comprender todos que he sido deshonrada y que ningún hombre decente puede quererme ahora.
Después de aquella declaración reinó un silencio absoluto. ¿No iba a reaccionar ninguno de los hombres? Empezó a sentir pánico, luego se lanzó de cabeza al resto de su narración. Les habló del ataque de los tártaros y del intento de Sasha de redimirse contándole al príncipe Arik que podía conseguir un buen rescate por ella. Siguieron sin interrumpirla y al final concluyó.
– Afortunadamente, Kit Edmund estaba en la embajada aquel día y su amigo, el príncipe Mirza Khan, me rescató generosamente de los tártaros y se deshizo de ellos. Lo demás, ya lo sabéis.
La habitación quedó sumida en un silencio palpitante. Por fin, Anne Bowen Dunham dijo con su voz suave:
– Es en verdad una historia horrible la que acabas de contarnos. Pensar que un ser humano pueda obrar de modo tan cruel… pero ya estás en casa y a salvo con nosotros. Debes tratar de olvidar todo esto, querida Miranda.
– ¿Acaso no has entendido lo que os he dicho, Anne? He sido utilizada físicamente por otro hombre. Según la ley de la Iglesia soy una adúltera. ¡No valgo más que las amantes que los londinenses elegantes mantienen! No soy digna -aquí se le quebró de nuevo la voz-, ya no soy digna de ser la esposa de un caballero.
– Te forzaron -exclamó Anne-. La vergüenza no es tuya. Además nadie sabe lo que ocurrió realmente excepto nosotros, y jamás lo propagaremos. Es ridículo calificarte de adúltera. -Nadie había visto nunca a Anne tan indignada.
Adrián Swynford se adelantó y cayó de rodillas ante su desesperada cuñada. Le cogió la mano y exclamó:
– Pese a tu terrible experiencia no has dejado de ser la misma para nosotros, Miranda. Tu gran valor sólo ha aumentado nuestro aprecio. Hay que ser muy fuerte para no enloquecer, sin hablar de tu vuelta a casa. ¿Por qué íbamos a reprocharte nada, Miranda?
– ¡Oh, querida mía! -sollozó Amanda-. ¡Has sufrido tanto y has sido tan valiente! Debemos olvidarlo todo. ¡Oh, Miranda, lo conseguiremos!
– No me veo capaz de cenar -dijo Miranda-, Por favor, perdonadme. Quiero ir a mi habitación. -Y salió corriendo.
Jonathan Dunham miró fijamente a su hermano.
– Si ahora la abandonas, te mataré con mis propias manos.
– En cierta medida, es culpa mía. Jamás debí abandonarla.
– No -convino Jonathan-, no debiste hacerlo. -Dejaría que Jared sintiera remordimiento. Le vendría bien.
– Me gustaría estar con mi mujer -dijo Jared mirando a Amanda-. Será mejor que no retraséis más la cena. -Salió rápidamente y subió la escalera de dos en dos en su prisa por llegar a sus habitaciones. Entró de golpe en el gabinete y gritó a Perky-: ¡Fuera! No te necesitamos más esta noche. Seguro que Martín estará encantado de tener a su mujer.
– Sí, milord, y gracias. -Perkins esbozó una apresurada reverencia y salió.
Jared cruzó el gabinete y entró en la alcoba.
– ¿Qué quieres? -ES rostro de Miranda estaba mojado de lágrimas.
– ¡A ti! -respondió con fiereza y se lanzó a la cama sujetándola debajo de él-. ¡Te quiero a ti! ¡Quiero volver a tener esposa!
– ¿Dónde está tu orgullo? ¿Es que no te importa que otro hombre me haya utilizado?
– ¿Me amas?-preguntó Jared.
– Sí, ¡maldito seas! ¡Te amo!
– ¿Gozaste cuando él te tomó?
Confiaba en su respuesta, por ello se quedó estupefacto cuando le contestó:
– Nunca me dijiste que un cuerpo podía reaccionar a los sentidos así como al amor. La primera vez que me ocurrió, mi cuerpo respondió y la vergüenza por poco me mata allí mismo.
– ¿Y después?
Dios Santo, ¿quería realmente saberlo?
– Aprendo rápidamente, Jared. Seguro que lo recuerdas. -No pudo resistir hacerle sufrir un poco. Luego sacudió la cabeza-. Después bloqueé mi mente a lo que estaba haciendo y no sentí nada.
– Te amo. Miranda -confesó sencillamente-. Si acaso, te amo mucho más por ser tan valiente. -Sus labios se movieron sobre la piel suave que dejaba al descubierto el enorme escote, jugando, lanzando su lengua por el estrecho surco entre sus senos.
– Tu esposa debería estar por encima de todo reproche -murmuró algo jadeante-. Ninguna señora de Wyndsong ha visto mancillada su reputación.
– Las únicas cicatrices que te quedarán, Miranda, estarán en tu propia mente. Ahora mismo empezaremos a borrar esas cicatrices.
– No lo comprendes -insistió, tratando desesperadamente de alejarse de él, pero él la retuvo con fuerza mientras la levantaba.
– Oh, sí, fierecilla, lo entiendo. Crees que porque reaccionaste al contacto de otro hombre has traicionado de algún modo mi honor, pero te equivocas. No eres como esas elegantes damas casadas de la buena sociedad que andan puteando para divertirse o venderse a fin de propiciar la carrera de sus maridos. Es ridículo que te excuses. -Le desabrochó el traje, se lo pasó por los hombros y lo dejó caer como un charco oscuro a sus pies. Soltó los tirantes de seda de su enagua y dejó que cayera a reunirse con el traje. La dejó de pie con sus pantalones de encaje, las medias y las ligas. Cuidadosamente soltó las cintas que sujetaban su cintura y también cayeron al suelo.
Dejó entonces que sus ojos volvieran a conocer la larga y pura línea de la espalda con la fina cintura, la suave redondez de las nalgas, los muslos esbeltos y las largas y perfectas piernas. Dios, ¿había podido olvidarlo? Ella permanecía inmóvil pero, de repente, alzó los brazos y se soltó la larga cabellera, deshaciendo cuidadosamente la trenza con los dedos.
– ¿Estás seguro? -insistió a media voz-. No vuelvas a tomarme por compasión, Jared. Ésta sería una suerte más cruel. No quiero tu compasión.
– Oh, fierecilla, tendrían que compadecerme a mí, si no hubieras vuelto a mi lado. Ahora, espera, tengo una cosa para ti.
Cruzó la alcoba hacía su habitación y volvió un instante después. Le tomó la mano y con dulzura le colocó un anillo. Miranda bajó la vista y al verlo se quedó sin aliento.
– ¡Mi alianza!
– Ésta fue la única razón por la que Ephraim Snow llegó a creer que el cuerpo del Neva era el tuyo. No llegó a ver el cadáver, pero pensó que tú nunca te hubieras desprendido voluntariamente de este anillo.
Miranda se quedó mirando el brillo de las pequeñas estrellas de diamantes. Recordó por un momento el día en que Jared se lo puso en el dedo por primera vez, luego dijo:
– jamás me hubiera desprendido voluntariamente de él. -Las lágrimas caían de sus ojos verde mar y rápidamente trató de contenerlas-. ¡Maldita sea! Últimamente me paso los días llorando. -Después lo miró-. Te has dado mucha prisa en desnudarme.
Se acercó a él, atrevida, le deshizo la corbata blanca y la tiró al suelo.
– El pobre Mitchum ha tardado veinte minutos en anudarla bien- comentó él con un suspiro burlón.
– ¡Quítate la casaca! -le ordenó y él obedeció sonriente-. ¡Ahora, el chaleco! -También obedeció. Sus dedos impacientes soltaron la botonadura de perlas de la camisa y con las palmas de sus manos apartó la seda blanca e hizo que se deslizara por los hombros y por los brazos fornidos. De pronto, aquellos brazos la estrecharon con fuerza contra sí.
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