– Jared ha pasado cada instante desde mi regreso asegurándome de su cariño -declaró con tanta dulzura como pudo, que era mucha-. Sólo me cabe esperar, lady De Winter, que cuando finalmente encuentre marido, le resulte ser tan amante y considerado como lo es el mío.

Los Dunham se inclinaron ante la concurrencia y se alejaron.

Lady Emily Cowper se volvió furiosa contra Belinda.

– La estaré vigilando, jovencita -dijo vivamente-. Puedo borrarla de Almack's si lo decido. Su comportamiento para con lady Dunham ha sido impropio, por no decir deliberadamente cruel. Confío en que se dé cuenta de que sus esperanzas acerca de lord Dunham ya no son válidas.

Lady Cowper dio media vuelta y cruzó el salón en busca de su amiga, la princesa De Lieven.

– ¡Vieja ballena! -barbotó Belinda.

– Bueno, tendrá como mucho veintisiete años -murmuró el duque, divertido-, pero no es prudente enemistarse con Emily Cowper, Belinda. No considero adecuado que sigas abrigando esperanzas acerca de lord Dunham. Está muy enamorado de su mujer, y ella de él.

– Estaba dispuesto a proponerme matrimonio -masculló Belinda en voz baja-. Sí ella no estuviera aquí, yo sería ya su esposa.

– Pero está aquí, querida, y dentro de unos meses volverán a Estados Unidos. Ya no formarán parte de tu vida.

Belinda de Winter no respondió porque estaba ocupada ordenando sus impresiones acerca de Miranda Dunham. Se vio obligada a reconocer que la dama era de una belleza increíble. Ella y Jared formaban una pareja imponente, ambos altos y elegantes, él con su belleza morena complementando el delicado colorido de su esposa.

Durante un tiempo, Belinda se sintió dominada por la desesperación. Quería ser la esposa de Jared Dunham, la dueña de su mansión americana, para librarse así de su padre y de su hermano.

El baile no podía empezar hasta que llegaran el príncipe regente y su hija, la princesa Charlotte. Sin descolgarse del brazo de Whitley, Belinda recorrió el salón y le encantó descubrir que ninguna de las debutantes de este año era tan hermosa como ella. Eso la tranquilizaba.

Abajo, en el vestíbulo, hubo una súbita actividad que indicaba una llegada importante.

– Señores y caballeros -anunció el mayordomo con voz estentórea-. Su alteza real, el príncipe regente y la princesa Charlotte.

La banda inició la música apropiada mientras George, que sería un día el cuarto de su linaje, y su bonita hija de diecinueve años, hacían su entrada en el salón. La pareja real pasó entre la hilera de parejas inclinadas y se detuvo de pronto ante Miranda Dunham. Delicadamente, el príncipe la levantó y sonrió bondadosamente.

– Querida, damos gracias a Dios por que os ha devuelto a nosotros.

Miranda sonrió al gordo príncipe regente.

– Agradezco las oraciones de vuestra alteza. Me alegro de que las hostilidades entre nuestros dos países hayan terminado.

El príncipe le levantó el rostro.

– ¡Hermosa! ¡Oh, qué hermosa! -A continuación añadió-: ¿Conoce a mi hija, lady Dunham?

– No, alteza real, aún no he tenido el honor -respondió Miranda.

El príncipe regente sonrió a su única hija, con la que se había reconciliado hacía poco:

– Charlotte, cariño, ésta es lady Dunham, de la que hemos estado hablando.

Miranda hizo una reverencia. La princesa sonrió.

– Tengo entendido que ha sido muy afortunada en su huida, lady Dunham. Estamos encantados de conocerla al fin.

– Gracias, alteza.

El príncipe regente sonrió a ambas mujeres y la pareja siguió adelante. La orquesta inició un vals y el príncipe regente sacó a bailar a la ruborizada lady Georgeanne mientras el duque, su padre, sacaba a la princesa Charlotte. Después de un respetuoso intervalo, los demás invitados participaron en el vals y así el baile se inauguró oficialmente.

A lo largo de la velada, llegaron rezagados a los que se fue anunciando debidamente.

Jared se molestó un poco al ver el carné de su mujer casi completo y que sólo quedaba un baile para él. Sin embargo, en conjunto, encontró la situación satisfactoria. Entre lady Cowper y el príncipe regente la credibilidad de Miranda quedaba asegurada y su reputación restablecida. No se sentía de humor para bailar con nadie más, así que se quedó a un lado contemplando indulgente cómo bailaba su esposa. De pronto se encontró con Belinda de Winter a su lado, que le preguntaba:

– ¿Eres realmente feliz, milord?

– En efecto, lo soy, lady De Winter.

– ¡Oh, Jared, cuánto te amo! -murmuró ella.

Él ni siquiera se volvió para mirarla.

– Lo imaginas, Belinda.

– ¡Tú me amas, Jared! ¡Lo sé! ¡Ibas a pedirme en matrimonio! ¡Todo el mundo lo esperaba! Viniste a anunciarme que tu esposa había vuelto para que no me sintiera incómoda.

– Naturalmente, sabía lo que esperabas, Belinda, y por eso te hice el favor de informarte personalmente del regreso de Miranda.

– Serás mío, milord yanqui -declaró vehemente.

– Por Dios, Belinda, ésta es la típica frase del villano en una comedia callejera. -Se volvió a mirarla sin saber bien si estaba fastidiado o divertido-. Amo a mi esposa, querida. Si hubiese muerto sólo me habría casado para dar una madre a mi niño. Siento tener que ser tan brutalmente sincero, pero por lo visto debo hacerlo así para convencerte.

– ¡Mientes! -insistió.

– Belinda, si continúas así te vas a poner en evidencia como una tonta, y prefiero no verme envuelto ni siquiera en un pequeño escándalo. Buenas noches, milady.

– ¡El príncipe Cherkessky! -anunció el mayordomo.

Jared se volvió en redondo, no del todo seguro de haber oído correctamente. Miró a las parejas en busca de su mujer. Al descubrirla se abrió paso hacia ella por entre los bailarines; solamente los buenos modales del elegante oficial que bailaba con ella salvaron la situación.

– Jared, ¿qué diablos ocurre?

– El ruso que te raptó, ¿cómo se llamaba?

– Alexei Cherkessky. ¿Por qué?

– Al parecer lo han invitado a este baile. Acaban de anunciar su llegada.

Miranda vaciló y su risa sonó temblorosa.

– Me imagino que le proporcionaré un mal rato -comentó.

El brazo de Jared la estrechó con fuerza y leyó admiración en su mirada.

– No tenemos por qué quedarnos, Miranda.

– ¿Cómo? ¿Y permitir que la gente diga que te he obligado a volver a casa porque te he visto hablando con lady De Winter? ¡Ni hablar!

– ¿Y no podría llevarte a casa porque deseo hacerte apasionadamente el amor?

– ¿Qué caballero que se precie hace el amor con su propia esposa? -murmuró burlona-. ¡Oh, no, milord! Nos quedamos. ¿Qué quería de ti la pequeña De Winter?

– Charlar -mintió- y desearme felicidad.

Al otro lado del salón Alexei Cherkessky se esforzaba por no mirar. Sin dar crédito a sus ojos, había interrogado a su anfitriona, quien le dijo:

– Oh, sí, alteza, una mujer preciosa y muy afortunada. Se trata de lady Miranda Dunham, una americana. Está casada con lord Dunham, de Wyndsong Island, una heredad americana. Desapareció de la cubierta de su yate, hace unos dos años, y se la dio por perdida en el mar. Se supuso que había muerto ahogada, pero apareció en Estambul hace unos meses.

»Al parecer la recogió un barco que se dirigía a la capital de Turquía. La impresión del accidente la dejó sin memoria, así que el capitán del barco que la salvó la llevó a su casa y la adoptó como hija. Luego, un día, estando en uno de los bazares con las mujeres de la familia, vio a un amigo inglés y esto le provocó la vuelta de la memoria. Puede creerme si le digo que regresó a casa justo a tiempo. Su marido se disponía a pedir a otra mujer en matrimonio. Es una historia milagrosa, ¿verdad?

– Desde luego que sí. -Echó una mirada al salón-. Estoy impaciente por conocer a su hija. El zar insistió en que viniera a Inglaterra y me distrajera, una vez terminado el luto.

– Qué tragedia perder a la esposa y al hijo a la vez -suspiró la duquesa. «Trágico para ti -pensó-, pero maravilloso para mi Georgeanne. Un príncipe ruso, rico y guapo, con enormes propiedades en Crimea y en el Báltico e íntimo del zar.» ¡Sería el golpe de la temporada y sería su golpe! Esta misma noche iba a apuñear a Alexei Cherkessky para su Georgeanne, y sí alguna de las otras viejas cluecas le echaban el ojo para sus hijas, no tardarían en verse decepcionadas.

– Ahora mismo voy a presentarle a mi hijita, alteza, y me pregunto si querría hacerme un pequeño favor. A ella le encantaría que fuera usted su pareja en la cena.

– Será un placer, señora -murmuró el príncipe.

¡Caramba! Iba a ser más fácil de lo que esperaba conseguir una virginal heredera inglesa para casarse de nuevo. Como un lobo contemplando un conejo, se preguntó a cuánto ascendería su dote. También se preguntó si la exquisita lady Dunham de cabello dorado lo traicionaría. ¿Podía hacerlo sin traicionarse a sí misma? He aquí la cuestión. No lo creía, pero… Realmente habían inventado una historia extraordinaria para cubrir su ausencia.

El querido Sasha tenía razón. La dama había dicho la verdad acerca de sí misma. Alexei Cherkessky se preguntó cuánto sabía su marido de lo sucedido. También se preguntó qué le habría ocurrido a la criatura que esperaba. Si estaba viva, le pertenecía y sólo Dios sabía lo poco que le quedaba de todo.

Había sido un año terrible. Sus propiedades de Crimea habían sido totalmente arrasadas. Le quedaba muy poco y la venta de esclavos, en primavera, hubiera llenado sus cofres para el año siguiente. El ataque de los tártaros lo había arruinado.

Poco después del ataque, su pequeña esposa había entrado en la alcoba donde él retozaba con un encantador muchacho recién adquirido. Tatiana había contemplado la escena sexual y salió sin decir palabra. Alexei no había pensado más en ello, asumiendo que ella había aceptado la revelación con sensatez.

Unas horas después le despertaron unos gritos terribles. La causa de la histeria doméstica era el suicidio de su esposa. Tatiana Romanova se había ahorcado con la faja de su bata de seda, macándose no solamente ella sino también al hijo todavía por nacer, su heredero.

Estaba económicamente arruinado, viudo y sin heredero. Debido al parentesco de su esposa con el zar Alejandro se había visto obligado a guardar luto un año y su único consuelo fue que no se le consideró responsable de la muerte de Tatiana. Nadie supo jamás lo que ocurrió realmente aquella tarde. Su breve enlace había sido considerado un matrimonio feliz.

Sus ancianos suegros murieron poco después y su suerte pareció mejorar por fin. Le habían dejado cuanto poseían, modesto si se comparaba con lo que él había tenido, pero era un principio. Necesitaba una esposa, pero tenía que ser rica, y en Rusia no podía encontrarla. Había decidido probar primero en Inglaterra, porque los ingleses eran particularmente susceptibles a títulos nobiliarios.

Justo cuando se preparaba para abandonar Rusia recibió otra buena noticia. Su semental estrella, Lucas, había conseguido escapar a la masacre tártara. El príncipe se proponía volver a criar esclavos, pero necesitaría tiempo. No obstante, esta vez los criaría en sus propiedades del Báltico, a salvo de los tártaros. Los turcos, benditos fueran, no se cansarían nunca de las mujeres rubias.

Había traído a Lucas a Inglaterra como ayuda de cámara y juntos buscaban bellezas rubias para repoblar la nueva granja. Valoraba la opinión de aquel hombre. Alexei Cherkessky alejó sus divagaciones al oír la voz insistente de la duquesa.

– Alteza, ¿puedo presentarle a mi hija lady Georgeanne Marie?

El príncipe dirigió su mirada a la preciosa y elegante muchacha que estaba ante él. Sin apartar los ojos de ella en ningún momento, se llevó su manita a los labios y la besó. Luego, la sostuvo lo suficiente para que el color arrebolara sus mejillas.

– Lady Georgeanne -le dijo-, mi corazón está ya vencido por su belleza. Sólo puedo esperar que me conceda un baile.

Georgeanne rió, intimidada.

– Oh, alteza -exclamó con su voz clara y nasal-, todos mis bailes están comprometidos.

– ¡Tonterías! -la duquesa arrancó el carné de baile de la mano de su hija y rápidamente lo recorrió con la mirada-. Mira, niña, aquí tienes un baile que puedes reservar para el príncipe. El baile de la cena lo tienes disponible.

– Espero que me permita acompañarla a la cena -cortó el príncipe complacido, preguntándose qué joven habría sido el perjudicado.

– Por supuesto que se le permitirá llevarla a cenar -se apresuró a asegurar la duquesa-. ¿No es cierto, cariño?

– Sí, mamá -fue la respuesta de Georgeanne mientras volvía a colgar el carné de baile de su muñeca, diciéndose que lord Thorpe, de Thorpe Hall, el caballero descartado para dejar sitio al príncipe, no era muy interesante. Sería motivo de envidia de todas las jóvenes que se hallaban esta noche en el salón, por ir a la cena del brazo del príncipe. Le gustaba cómo la miraba, estudiándola fríamente, con los ojos clavados en su busto lozano. Seguía manteniendo la mirada modestamente baja porque sabía que los hombres, sobre todo los expertos como el príncipe Cherkessky, gustaban de las jóvenes inocentes.