– ¡Lord Dunham! -llamó la duquesa al ver pasar bailando a Jared y Miranda, que no tuvieron más remedio que detenerse-. Alteza, quisiera presentarle a lord y lady Dunham, de los que le hablé hace un instante. El príncipe Cherkessky, de San Petersburgo y, naturalmente, mi hija lady Georgeanne.

Jared se inclinó cortésmente ante Georgeanne y fríamente ante el príncipe. Miranda dedicó al grupo una graciosa reverencia, con los nervios a flor de piel, deseosa de gritar cuando Alexei Cherkessky le besó lentamente la mano.

– He oído comentar su milagrosa huida, milady.

– No huí de nada, alteza -fue la tranquila respuesta-, simplemente tuve la enorme suerte de que me rescataran del mar.

– Me refiero a la huida de los fríos brazos de los Hados -la retó.

– Mi esposa tuvo una suerte increíble -observó Jared-. Me he propuesto no volver jamás a perderla de vista. No tardaremos en volver a casa, a América.

– Si lady Dunham fuera mi esposa, tampoco la perdería de vista-fue la burlona respuesta del príncipe.

Las miradas de ambos hombres se cruzaron por un instante.

Alexei Cherkessky no se sorprendió por el odio glacial que vio en los ojos de Jared Dunham. ¡Así que Dunham lo sabía! Pero amaba a su mujer y la protegería. De modo, se dijo el príncipe, que estoy a salvo. No dirán nada.

– ¡Lo mataría con mis propias manos! -exclamó Jared al alejarse bailando.

– ¿Qué estará haciendo aquí? -murmuró Miranda.

– Seguro que Emily Cowper y Dariya Lleven lo saben. Pregúntales. Buscaré un momento para ver a Palmerston y averiguar si es algo oficial, aunque lo dudo.

– ¡Milord? -A su lado apareció un elegante caballero-. Creo que éste es mi baile con Lady Dunham, señor.

– Claro. -Se separó mientras Miranda era arrastrada por el joven.

En realidad, fue Amanda, aún más horrorizada que su hermana ante la aparición de Alexei Cherkessky, quien descubrió la razón de la presencia del príncipe de Inglaterra. Habían cenado juntos y venía rebosante de información.

– Su mujer se suicidó estando embarazada -explicó Amanda dramáticamente, con los ojos azules brillantes-. ¿Por qué lo haría, me pregunto?

– ¿Sabes si hubo algún escándalo? -preguntó Jared.

– Ninguno que se haya sabido, pero una no deja de darle vueltas a la suposición. En cualquier caso está aquí, en Inglaterra, buscando una nueva esposa. Según dicen, se ha fijado en Georgeanne Hampton. ¡Y sus padres lo aprueban!

– Dios mío -exclamó Miranda-, el hombre es un sodomita, un asesino, un corruptor de mujeres. ¡Pobrecilla niña! Jared, ¿no podemos hacer nada para evitar semejante enlace? Los duques no deben de conocer su reputación, de lo contrario no estaría aquí. ¡Es un demonio!

Adrián Swynford sacudió la cabeza.

– Es imposible, Miranda, que descubramos a Cherkessky sin exponerte a ti. No sólo te pondría a ti en entredicho, sino también a mi familia. Y no lo quiero. Amanda y yo tenemos ahora una hija que considerar, así como el pequeño Edward. Si me encontrara ahora en la situación de Northampton, buscando un buen marido para nuestra Arabella, rebuscaría por cielo y tierra… príncipe o no. Si el duque no se ve arrastrado por la imbécil de su mujer investigará un poco el pasado de Cherkessky. Cuidarán de Georgeanne. No me preocupa.

Estaban sentados en uno de los pequeños veladores que se habían repartido por el comedor para poder acomodar el bufé. Las mesitas tenían como fondo una barrera de palmeras metidas en enormes maceteros de porcelana de Wedgewood en blanco y amarillo. Detrás de esas palmeras, lady Belinda de Winter había oído cuanto necesitaba saber.

Los ojos de Belinda acariciaron secretamente al hombre que deseaba tan desesperadamente, entreteniéndose en el soberbio ceñido de sus pantalones. ¡Cuántas veces sus ojos buscaron aquella parte de él!

Era un animal magnífico. Ansiaba alargar la mano y dejar que sus dedos resbalaran sobre el perfil de su hombría, acariciándolo hasta que hiciera saltar la barrera de tas maravillosas costuras y que, enloquecido de deseo, la tomara allí mismo en el suelo del salón. Suspiró y casi perdió el sentido ante la idea.

Se recobró. Soñando no recuperaría a Jared. Y debía volver a ella. Jamás le habían negado nada a Belinda, nadie lo haría jamás. A la mañana siguiente, Belinda mandó una nota al príncipe Cherkessky, que vivía en el hotel Putney, uno de los establecimientos más elegantes y discretos de Londres. La nota era precisa. Decía así:


Si toma en serio su conquista de Georgeanne, puedo asegurarle el éxito si me concede solamente unos minutos de su tiempo.


Firmó con su nombre y selló la misiva, luego la entregó a su doncella personal, encargándole que esperara respuesta. No tenía intención de que la apartaran de su propósito. No ahora que la victoria estaba al caer.

18

E1 príncipe regente daba un baile de disfraces en Carleton House para dos mil invitados. El motivo era la llegada del equinoccio vernal, la primavera, y en los jardines se presentaría un espectáculo sobre el tema. No había una sola modista de fama en Londres que no estuviera ocupada más allá de sus fuerzas y había gran número de jóvenes sombrereras que esperaban ganarse una reputación en una sola noche, con los disfraces que estaban cosiendo para sus ricas dientas.

La duquesa de Northampton había decidido ya lo que iban a llevar su hija Georgeanne y su ahijada Belinda de Winter. Vestirían como vestales romanas, envueltas en túnicas de muselina y guirnaldas de rosas de los invernaderos en el pelo; amarillas para Belinda y rosa para Georgeanne.

La duquesa no podía sentirse mas satisfecha por cómo se desarrollaba la temporada. A sus dos niñas les iba de maravilla. El príncipe Alexei Cherkessky había elegido decididamente a Georgeanne.

Cortejaba con ardor a la muchacha, lo mismo que hacían otros jóvenes de buena familia. Georgeanne, deliciosa criatura, había pedido consejo a su mamá y Sophia Hampton se había preocupado de señalarle las ventajas e inconvenientes que había en todos sus pretendientes. Había sido una suerte que Belinda se mostrara tan entusiasmada con el ruso.

– ¡Es como un cuento de hadas hecho realidad, Georgy! Imagínate, conseguir a un príncipe que se te lleve a su castillo. ¡Y es tan distinguido! Encuentro que sus ojos son magnéticos. ¡Oh, qué afortunada eres!

– Pero Rusia está muy lejos de Inglaterra -objetó Georgeanne, dubitativa.

– ¡Bah, San Petersburgo es el París del norte y las noches de verano son eternas en medio de un resplandor soleado. ¡Todo es tan romántico! Simplemente, me moriría si un hombre de tanta experiencia como el príncipe Cherkessky me cortejara en serio. Piensa en ello, cariño. ¡Serás la princesa Georgeanne!

– Y llevaré una coronita de diamantes todo el día -rió Georgeanne.

La duquesa sonrió indulgente. Todo iba viento en popa. Tal vez podía preparar la boda para junio o julio. ¡Sería todo un triunfo! Incluso su querida Relinda tenía más éxito esta temporada. Darius Edmund, duque de Whitley, parecía abrigar intenciones serias. Si terminaba la temporada con dos bodas importantes a su cargo… casi se desmayó de pura felicidad. Su hija con un príncipe y su ahijada con un duque. No había una sola madre en todo Londres que lo hubiera hecho tan bien. Ya le parecía oír las felicitaciones, y levantó orgullosa la papada. Luego se le cayó el alma a los pies. Si lo hacía tan bien con Georgeanne y Belinda, ¿qué quedaría para sus dos hijas menores? ¿Augusta y Charlotte? Cualquier partido inferior a herederos de casas reinantes sería decepcionante. Mejor que ya empezara a buscar. Con todo el dinero de Algie, podrían encontrar un título antiguo pero pobre. Alemania estaba llena de ellos. Sí, buscaría en Alemania y posiblemente en Italia. El título de Algie tendría que ir a parar a su maldito sobrino, ¡pero el dinero era todo suyo!

Entre tanto, un pequeño problema en su horizonte era poder meter a Algie en la toga de un senador romano para que hiciera pareja con ella, que iría de matrona romana. ¡Pero era tan testarudo! Después de todo, la toga lo cubría igual que un traje. ¡Hombres!

Amanda, lady Swynford y su hermana Miranda, lady Dunham, contrataron una costurera joven, desconocida pero con mucho talento para que les hiciera los trajes. La muchacha viviría en Swynford Hall mientras trabajara y no se le permitiría regresar a su casa hasta después de la noche del baile de disfraces. Había corrido la voz de que lady Swynford iría de paje medieval y su hermosa gemela de bruja malvada. Era exactamente lo que las dos hermanas querían que todo el mundo creyera. Porque habían decidido intercambiarse los trajes.

Nadie, ni siquiera sus maridos, sabían que Miranda sería el paje y Amanda la bruja malvada.

Estudiaron el modo de compensar su diferencia de estatura. La diferencia, decidieron, se corregiría si Amanda llevaba zapatos con tacones de diez centímetros.

– Ambas nos vestiremos aquí, en Swynford Hall, y así veremos si podemos engañar a Adrián y Jared -rió Amanda-. Si podemos engañarlos, confundiremos a todo el mundo. No sé por qué el príncipe insistió en que todo el mundo debía declarar el disfraz que llevaría ante su secretario. Ni por un momento creo en esa estupidez de evitar duplicados del disfraz. Precisamente esto es lo divertido de los disfraces, saber que tu amigo viene de Arlequín y no poder adivinar cuál es entre los ocho o diez arlequines asistentes.

– Piensa un poco, querida -observó Miranda-. Prinny ha hecho que todo el mundo declare su disfraz para saber quién se oculta detrás de cada antifaz. Ya sabes cuánto le gustan las bromas. Se acercará a uno u otro y tímidamente adivinará su identidad; sin duda, el invitado será lo bastante prudente para felicitar a su alteza real por su excelente percepción.

– ¿Pero cómo diablos puede adivinar la identidad de dos mil personas?

– Oh, no lo hará con todos, sino con alguno de sus amigos-concluyó Miranda.

– ¿Y si se nos acerca?

– Ríe. Mueve la cabeza y sal corriendo en otra dirección -sugirió Miranda y ambas jóvenes se echaron a reír ante la hilaridad de la situación sugerida.

– No creo que pueda correr mucho con estos tacones -jadeó Amanda-. Como máximo lograré mantenerme en pie. -E inmediatamente cayó hecha un ovillo.

– Debes practicar más -la animó Miranda-. No estaría bien que cayeras de bruces ante el príncipe. -Volvieron a desternillarse de risa. Mary Grant, una muchacha bonita, de nariz respingona, se mostró encantada de participar en el juego. Ambos trajes eran preciosos, había hecho un gran trabajo y ambas señoras le habían asegurado trabajo adicional. Miranda se proponía renovar todo su vestuario para llevárselo a Wyndsong, porque sabía que tardaría tiempo en volver a Inglaterra. En cuanto a Amanda, una dama de la buena sociedad que pertenecía al círculo del príncipe regente, necesitaba por lo menos dos vestuarios completos al año.

El traje de bruja era exquisitamente sensual y romántico, Era de vaporosa seda negra y chiffón negro, con un gran escote bordeado de plumas negras. Las mangas eran anchas a partir de los hombros y recogidas en la muñeca por una banda de seda más gruesa bordada de estrellas y lunas con hilo de plata. El cuerpo era ceñido hasta las caderas, desde donde arrancaba una falda de grandes vuelos. El dobladillo también tenía un remate de plumas y cubría los altísimos tacones de Amanda. Su gorro era el típico cono de ala ancha que se suponía propio de las brujas, excepto que el ala no era tan ancha como de costumbre y que un velo de suave gasa negra le colgaba del sombrero sobre la espalda y uno más corto le cubría el rostro. Debajo del velo Amanda llevaba su antifaz, una creación de seda negra y encaje plateado. Por debajo del sombrero de la bruja asomaba una maravillosa masa de cabello platino, una peluca confeccionada en el mayor secreto gracias a un rizo del pelo de Miranda. Amanda lucía un collar de cuentas de ónix negro engarzadas en placa que descansaba sobre su pecho, sobre el nacimiento de los maravillosos senos.

– Dios mío, Mandy -suspiró Miranda-. Estás sencillamente espléndida con este traje. No cabe duda de que engañarás a todo el mundo. ¡Yo misma juraría que soy yo!

Súbitamente, Amanda se echó a llorar.

– En toda nuestra vida no hemos podido hacer el tipo de bromas que pueden hacer los gemelos idénticos. Ahora que por fin se nos brinda la oportunidad, no es un debut, sino una representación de despedida. ¡Oh, Miranda, no quiero que regreses a América!

– Mandy, cariño, Wyndsong es mi casa. Inglaterra no lo es, América, sí. Tú estás mejor preparada que yo para la vida de una noble inglesa. Es como si hubieras nacido para ello. Eres dulce, tienes buenos modales y eres ocurrente. Te conformas con esta tierra preciosa y remilgada con toda la tontería que lleva consigo la buena sociedad. Pero yo, cariño, soy americana.