»0h, sí, he dulcificado mi brusquedad, es cieno, pero bajo el barniz de la señora de Wyndsong hay una yanqui atrevida y testaruda, que encuentra ridículo ir en coche y dejar tarjetas de visita para dar fe de haber estado en casa de alguien, cuando la señora de la casa sabe muy bien que hemos estado porque miraba a través de las cortinas y nos vio subir por el camino. Este tipo de vida me impacienta, y también a Jared.
»La mayoría de la gente bien es inútil, Mandy. Los que hacen algo que valga la pena son una minoría. A Jared no le satisface llevar la vida de una mariposa social, ni a mí tampoco.
Secó las lágrimas de su hermana y le advirtió:
– Vas a estropear este disfraz tan precioso que te ha hecho Mary. Basta ya, Mandy. No estoy dispuesta a aguantarlo. -Se parecía tanto a la antigua e impaciente Miranda que Amanda tuvo que echarse a reír.
– ¡Vístete ya. Miranda! Nos retrasarás como de costumbre y me echarán la culpa a mí, porque figura que yo soy tú.
Miranda se rió y rogó a Mary que la ayudara a vestirse. El disfraz de paje era tan perfecto como el de bruja e igualmente efectivo. Mary había hecho personalmente las medias de seda azul oscuro y las incorporó a unos ceñidos pantaloncitos del mismo material. Cuando Miranda expresó disgusto al verlos, Mary explicó:
– No puede llevar pantalones de batista blanca, señora, se verían y estropearían todo el conjunto.
A continuación venía una camisola de seda azul pálido, con escote a ras de cuello y mangas muy anchas cerradas en la muñeca por diminutos botones de nácar. Sobre ¡a camisa iba un tabardo azul oscuro, sin mangas, que terminaba unos centímetros por encima de las rodillas de Miranda. Estaba bordeado por los lados y alrededor del cuello por trencilla de plata y tenía un león rampante en el centro del pecho y de la espalda. Los bordes laterales del tabardo se sujetaban con alambres de plata que se cerraban sobre grandes perlas rosadas a guisa de botones. Los zapatos de Miranda eran de cabritilla plateada con las puntas erguidas hacia arriba, sobre la cabeza, que llevaba cubierta por una peluca dorada peinada al estilo paje, un gorro plano de terciopelo azul claro con una sola pluma de garza. El antifaz era de terciopelo azul claro y encaje de plata.
Una vez terminada de vestir se volvió a su hermana.
– Qué te parece, Mandy, ¿los engañaremos?
– Oh, sí, Miranda. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -Amanda dio una vuelta, nerviosa, con gran revuelo de gasas oscuras-. ¡Ésta va a ser la noche más memorable de nuestra vida, hermana! ¡Ahora vamos a ver si podemos engañar a nuestros maridos!
Miranda sonrió ante el entusiasmo infantil de Mandy, luego se volvió a Mary Grant.
– Mi hermana y yo le damos las gracias por sus esfuerzos, señora Grane. El bordado de ambos trajes ha debido llevarle horas. Por favor, quédese en Swynford Hall esta noche a fin de que pueda disfrutar un descanso decente, que imagino será el primero en todas estas semanas. Mañana mí hermana y yo le liquidaremos su cuenta.
Mary Grant hizo una reverencia.
– Gracias, milady. Agradezco su bondad. La verdad es que no he dormido en tres días para poder terminar sus trajes a tiempo.
– Me lo figuraba. Gracias otra vez.
Las dos hermanas abandonaron el cuarto de costura y se apresuraron en ir hacia la biblioteca, donde debían encontrarse con los caballeros. Jared había elegido vestirse como un americano de la frontera, con chaqueta de ante y flecos, polainas y mocasines bordados de cuentas, gorro de mapache y rifle de Kentucky. A su manera, prestaba elegancia al disfraz. Adrián vestía como un príncipe de Arabia, con pantalones blancos y una casaca persa blanca bordada de oro. El enorme turbante tenía un rubí sangre de pichón que sujetaba tres plumas de garza en el centro. Las botas eran del color del rubí.
– ¡Magnífico! -exclamó lord Swynford cuando entraron las dos mujeres-. Amanda, cariño, eres un paje adorable. -Pasó un brazo por sus hombros y le besó la mejilla. Miranda soltó una risita al estilo de Amanda.
Jared Dunham aprobó el traje que lucía la mujer a quien confundió con su esposa.
– Sí, querida, eres la bruja perfecta, aunque no tienes un aspecto excesivamente maligno. -Su brazo la atrajo para acercarla y bajó la cabeza para buscar su boca. La primera reacción de Amanda fue gritar y debatirse, pero recordó a tiempo que representaba el papel de Miranda. También sentía una incontenible curiosidad por saber lo que era recibir un beso de aquel hombre. No tardó en enterarse y casi perdió el sentido ante aquel abrazo ardiente.
Jared Dunham rió con picardía y le murmuró al oído:
– No te desmayes, paloma, o descubrirás la mascarada.
– Vámonos ya -ordenó Adrián-. No estaría bien que llegáramos después de la gran entrada de Prinny, y se supone que va a ser a las diez y cuarto. Me temo que el tráfico por Regent Street será insoportable. -Cogió al paje del brazo y salió al vestíbulo, donde esperaban los lacayos con sus capas.
– ¿Lo sabías? -murmuró Amanda a Jared.
– Desde el momento en que entrasteis en la biblioteca. Las piernas de tu hermana son preciosas, difíciles de olvidar, sobre todo por parte de un marido rendido.
– Entonces, ¿por qué me has besado? -preguntó Amanda, indignada.
– Porque siempre he querido saber a qué sabía este capullito de boca. Muy dulce, palomita. Y también porque quería ver una chispa de indignación en los ojos de Miranda, y la he visto.
– Sois tal para cual -rió Amanda-. Me pregunto si Wyndsong será lo bastante grande para conteneros a los dos.
– Vamos, Jared, Miranda -les gritó Adrián desde la entrada-. Habrá tiempo de sobra para hacer el amor después de la fiesta.
– Amanda rió por lo bajo preguntándose si Adrián recordaría el comentario más tarde, cuando se revelara su triquiñuela.
Carleton House era un hervidero de gente, pero la fiesta estaba bien organizada. Regent Street, desde Oxford Circus a Piccadilly, se había cerrado al tráfico excepto para los dos mil invitados. Las calles laterales que daban a Regent Street a lo largo del camino también se habían reservado para los invitados. Un guardia detenía a todos los coches que intentaban entrar en Regent Street, comprobaba la invitación y contaba los pasajeros del interior. Esto permitía a los invitados llegar sin tropiezos hasta la misma entrada de Carleton House, donde dejaban sus vehículos a unos pajes con antorchas.
Las invitaciones se comprobaban de nuevo en las puertas de Carleton House, la residencia del príncipe regente, y entonces los invitados entraban sin ser anunciados, porque de haberlo hecho se habría estropeado la sorpresa de los disfraces. En el gran salón de baile del palacio la orquesta tocaba música de cámara y todos aguardaban la llegada del príncipe regente. Llegó puntualmente a las diez y cuarto, como se había anunciado. Empezó a pasar entre la hilera de invitados inclinados y fue haciendo comentarios divertidos a medida que iba avanzando.
– Alvaney, ¿eres tú debajo de este jubón? Sí, no puede ser otro. Tu nuevo sastre corta tan mal un jubón como una levita.
Se oyeron risas y lord Alvaney capituló con gracia, reconociendo la gran percepción de su señor.
– ¡Ah, ja! ¡Apuesto a que sois lady Jersey!
– Oh, ¿cómo lo ha adivinado su alteza? -Lady Jersey parecía decididamente molesta.
– ¡Pero señora, si tratáis de disfrazaros tendréis que ocultar este precioso lunar!
– Señor, ¡qué buena vista!
El príncipe regente rió y siguió adelante. De pronto, ya casi en el centro del salón, se detuvo ante una hermosa gitana y le pidió:
– ¿Quiere concederme el honor de abrir el baile conmigo, princesa De Lieven?
Dariya de Lleven era demasiado inteligente para prestarse a juegos. Hizo una elegante reverencia y dijo:
– Será un gran honor, alteza.
La orquesta empezó el primer vals cuando el príncipe regente, vestido como su antepasado Enrique VIII, abrió el baile de disfraces cruzando el salón con una bella gitana, que era en realidad la esposa del embajador de Rusia.
Después de un adecuado intervalo, los demás invitados se lanzaron y el salón no tardó en llenarse de parejas. Pasada una hora, el baile estaba en su apogeo y algunas parejas escapaban del caluroso salón y se desparramaban por los jardines de Carleton House. En el invernadero gótico del palacio se había montado una mesa que cubría cuatrocientos cincuenta metros de los seiscientos de longitud. El mantel de damasco irlandés era de una sola pieza, tejida especialmente para esta ocasión, con un dibujo de la rosa Tudor.
A intervalos de treinta metros a lo largo de la inmensa mesa había grandes cuencos de cristal de Waterford. En medio de cada cuenco, un candelabro de plata de seis brazos rodeado por una profusión de perfumada flores multicolores. En los candelabros ardían velas olorosas de cera de abeja, de color crema. Todas las piezas del servicio eran de plata de ley. Aunque los invitados no debían empezar el refrigerio hasta pasada la medianoche, la comida estaba ya sobre la mesa.
A partir del extremo de la habitación, la mesa estaba servida de la siguiente manera: primero los entremeses, a continuación el pescado, y así hasta el final de lo que sería una suntuosa y abundante comida.
En el extremo opuesto había grandes cuencos de plata y porcelana con gambas, ostras y almejas. También habían dispuesto pequeños recipientes con salsas picantes, porque gran parte del pescado se servía frío. No faltaban langostas y cangrejos, con salseras de mantequilla fundida perfumada a las hierbas. También se veían fuentes de lenguados de Dover, calientes, fuentes de salmón en gelée y truchas frías con hierbas aromáticas. Grandes limones, enteros y delicadamente esculpidos, adornaban todas las fuentes de pescado.
También había abundante caza, y los amigos del príncipe regente habían apostado a ver quién se serviría más caza aquella noche. Docenas de fuentes de codornices y perdices, y tres cisnes enteros. Los patos se habían asado en salsas de naranja o cereza y eran de un color pardo dorado. Un paté de pichón descansaba en un nido de berros.
Fuentes de plata sostenidas por garras del mismo metal sostenían diez pavos asados y rellenos, y otras fuentes más pequeñas ofrecían treinta docenas de petits poulets a 1'italienne. En el centro de la mesa reposaba el jabalí más enorme que nadie hubiera visto jamás. Rodeando al animal había grandes cuartos de ternera y venado y, alrededor de éstos, patas de cordero y jamones ahumados pinchados con clavos de especias y cocidos en champaña y miel.
Enormes fuentes de judías verdes, apio con migas de pan y queso, y coliflor preparada de tres modos distintos, cerca ya del final de la mesa. También había pequeños guisantes con una delicada salsa de mantequilla -la pasión de aquella temporada en Londres-, así como diversos platos de patatas. Las habituales patatas asadas, patatas en salsa y pequeñas patatas souflées.
Ya en el extremo de la mesa se veía pan de todo tipo y descripción, pequeñas hogazas de pan blanco y grandes hogazas de pan de centeno, brioches y pequeños cruasanes, bollos blandos y también crujientes. Cada pan iba acompañado de su pequeño recipiente de plata lleno de mantequilla helada.
Incluso aquella majestuosa mesa no daba para más y se habían dispuesto los postres sobre un largo aparador de caoba. Se veían souffiés individuales de moka, frambuesa, limón y albaricoque, cada uno en su platito de porcelana. Llamaban la atención todas las tortas y cremas y veinte variedades de pasteles helados y tartas de fruta. Éstas eran siempre las favoritas, así como las gelatinas perfumadas con licores exóticos. El príncipe regente y sus amigos solían desafiarse acerca de quién ofrecería la gelatina más extravagante. Habitualmente ganaba el príncipe.
Había quesos y naturalmente bandejas de bien presentadas galletas y panecillos, así como enormes copas de cristal llenas de frutas variadas, incluyendo naranjas de España, cerezas recién llegadas de Francia y mantenidas en hielo, uvas verdes y negras de las colinas del sur de Italia, peras verdes de Anjou y la fruta más apreciada de todas las frutas raras, pinas tropicales procedentes de las islas de los Mares del Sur. Fresas inglesas completaban aquella abundancia.
Debido al gran número de invitados y porque se suponía que la mayoría habría cenado bien, el bufé del príncipe regente era modesto comparado con las cenas de treinta y seis platos que servía a sus invitados en Carleton House y en su pabellón en Brighton. Una mesa separada y montada a lo Sargo de una de las paredes del invernadero gótico sostenía todas las bebidas, que incluían champaña helado, buenos vinos blancos y tintos, madeira y oporto.
En los jardines se habían montado mesitas, con servicios de plata, para los invitados que deseaban comer allí o descansar del baile, sentados al fresco de la brisa nocturna. Poco antes había habido un estúpido desfile que representaba a la dulce primavera desterrando al frío y cruel invierno. Amanda se dijo que hubiera sido mucho mejor si la dulce primavera no hubiera sido representada por la fornida lady Jersey, que era una de las favoritas de Prinny.
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