– No -respondió Adrián con un movimiento cansado de cabeza-. Antes de casarnos le gustaba que la cortejaran, pero desde nuestro matrimonio ni siquiera piensa en estas tonterías. En realidad, en las escasas ocasiones en que uno de esos caballeros quiso hacerle la corte lo mandó a paseo sin ceremonia.
– ¿Había alguno en particular que se mostrara más atento que los otros?
– No, hace meses que nadie la ha molestado.
– ¿Estás absolutamente seguro de que no tenía ningún amante?
Adrián parecía aplastado y Miranda saltó:
– ¡No tenía ningún amante, Jared! De lo contrario yo lo hubiera sabido. El único secreto que Amanda ha sabido guardar ha sido el cambio de disfraces esta noche.
– Entonces, la han raptado -declaró Jared.
– ¿Raptado?-repitió Miranda horrorizada.
– ¿Raptada? ¿Y por qué motivo? -preguntó Adrián.
– Adrián, ¿has ganado mucho dinero esta noche? -preguntó repentinamente Jared.
Con expresión más desconcertada que un momento antes, Adrián respondió:
– Sí, he ganado más de lo habitual. Han sido en realidad treinta y tres mil libras de Prinny y los otros dos. ¿Qué tiene esto que ver con Amanda?
Jared suspiró y se pasó los dedos por su cabello oscuro.
– Es más que probable que ésta sea la razón por la que la han secuestrado. Te vieron fugar. Yo mismo te vi. Lo más seguro es que quien te vio ganar se haya llevado a Amanda para exigir un rescate. En ese caso, probablemente estará segura, Adrián.
– Pero ¿quién puede hacer semejante cosa?-exclamó indignado.
– Posiblemente un miembro de la alta sociedad cargado de deudas. No le harán daño -explicó Jared-. Debes irte a casa, Adrián y esperar un mensaje de su parte. En cuanto llegue, infórmanos enseguida y decidiremos lo que vamos a hacer.
Adrián pareció algo más animado con el tono de confianza de su cuñado.
– Bien. Entonces iré a casa y esperaré.
Jared y Miranda volvieron a su habitación. Ella le preguntó:
– ¿Crees realmente que alguien ha raptado a mi hermana por las ganancias de su marido?
– No lo sé, pero creo que mañana tendremos alguna respuesta. Vamos, fíerecílla, no te preocupes. ¿Verdad que lo sabrías si algo le hubiera ocurrido a tu hermana?
– Por supuesto.
– Entonces, tratemos de descansar -sugirió Jared.
El alba ya empezaba a clarear sobre la ciudad antes de que pudieran dormirse. Una hora después. Miranda despertó de pronto. Jared no estaba. Sin preocuparse por las apariencias y de las zapatillas, bajó. Ya en la escalera, una voz de mujer llegó hasta ella.
– ¡Jared, pobre amor mío! ¡Lloro por ti, mi amor! ¡No sabes la vergüenza que siento de que un miembro de mi propio sexo pueda comportarse de un modo tan rastrero y repugnante!
– No te comprendo, Belinda. ¿Qué estás haciendo aquí, sola y a semejante hora?
– ¡Oh, amor mío! ¡Tenía que venir! En cuanto me enteré de que tu mujer había huido con Kit Edmund, anoche, mi corazón voló hacia ti. Comprendo toda tu amargura, pero quiero que sepas que no todas las mujeres somos tan despreciables.
Miranda siguió bajando hasta el pie de la escalera. Belinda de Winter parecía muy descansada para alguien que se había pasado la noche bailando con el duque De Witley. Llevaba un traje de glasé malva con dos tiras de adorno lila desde los hombros al dobladillo. A juego con el traje, lucía una capelina de alta copa, tipo Angouléme, adornada con cintas de seda malva atadas a un lado.
– Buenos días, lady De Winter -saludó Miranda dulcemente-. ¿Qué la trae tan temprano a casa? Buenas noticias, supongo.
Belinda palideció. Lentamente, se volvió a encararse con Miranda.
– Tú -silbó entre dientes-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– No, no, querida, soy yo la que debe hacer la pregunta. -Miranda jugó con ella.
– Me lo prometió -murmuró Belinda-. ¡Me lo prometió!
Jared cruzó el amplio vestíbulo para pasar una mano por el hombro de la desconsolada muchacha.
– ¿Quién te lo prometió, Belinda? ¿Y qué te prometió? -preguntó con dulzura.
– El príncipe Cherkessky. Iba a apoderarse de tu mujer para su esclavo Lucas. Entonces yo me casaría contigo. Ibas a pedírmelo. ¿Verdad que ibas a pedírmelo?
– Lucas murió -murmuró Miranda débilmente.
– No. Sobrevivió.
Jared vio que su mujer se esforzaba en no perder el control al verse asaltada por los terribles recuerdos.
– Alexei dijo que eras un gato. Que ya habías gastado todas tus vidas. ¿Cómo pudiste escaparte? ¿Cómo? -Empezaba a ponerse histérica, pero su rostro seguía mortalmente pálido-. Se les ordenó que se llevaran a la bruja del baile. ¡Los muy imbéciles se equivocaron! -Una luz rabiosa asomó a sus ojos azules-. ¿O tal vez el príncipe me engañó? Le ayudé a ganarse a Georgeanne y anoche el duque le dio permiso para que pudiera casarse con ella. Ella lo aceptó.
– Mi hermana y yo intercambiamos los disfraces -confesó Miranda, preocupada-. Los hombres a quienes contratasteis para prenderme se la llevaron a ella. Debe decirnos a dónde se la han llevado, lady De Winter.
Belinda de Winter alzó la barbilla con altivez y dijo a Miranda:
– ¡Tú, advenediza, puta americana! ¿Cómo te atreves siquiera a dirigirme la palabra? -Se volvió a Jared y con voz cargada de odio, preguntó-: ¿Tienes idea del tipo de mujer con quien te has casado? Es una esclava, una yegua reproductora montada por un semental. Ha yacido debajo de otro hombre, y se ha abierto para que la jodiera como un animal. Le he visto, sabes. Tiene una verga como un ariete. Ella se dejó joder voluntariamente. Y, ¿aun así la prefieres a mí?
Yo te amaba y quería ser tu esposa, pero ahora te odio. Si fueras un caballero de verdad me preferirías a ella. ¡Eres tan rastrero como esa puta” ¡Me alegro de librarme de vosotros dos!
– ¿Dónde está mi hermana? -insistió Miranda.
De pronto, Belinda de Winter se echó a reír como una loca.
– ¡No te lo diré! -gritó como una niña rabiosa y antes de que se dieran cuenta de lo que hacía, salió corriendo de la casa de forma que casi se cayó encima del chiquillo que limpiaba la escalera exterior. Sin dejar de reír, con la vista fija en algo que nadie podía ver, Belinda de Winter se lanzó a la calle. Se oyó un grito, un rechinar de ruedas, un alarido estridente y después silencio.
Lord Dunham saltó a la calle y ayudó a sacar a Belinda de debajo de un coche. Estaba muerta, tenía la cabeza aplastada.
– ¡Saltó delante de mí, juro que lo hizo! -balbuceó el aterrorizado cochero-. Usted lo ha visto, señor. ¡Se tiró delante de mí!
– Sí, lo he visto. No ha sido culpa suya.
– ¿Quién era, señor? ¿La conocía usted?
– Era lady Belinda de Winter y sí, la conocía. No estaba en su sano juicio.
– ¡Oh, Dios! -Se lamentó el cochero-. ¡Una noble! Perderé la licencia. ¿Quién mantendrá ahora a mi mujer y mis niños?
Jared se enderezó.
– No se preocupe. No ha sido culpa suya. Como le he dicho, la señora no estaba bien. -Se tocó la cabeza para que lo entendiera.
– Oh, comprendo, milord. La dama estaba como un cencerro.
– ¿Quién es su señor? -preguntó Jared.
– Lord Westerly -contestó.
– Di a tu señor que has tenido un accidente, pero que no ha sido culpa tuya. Háblate de mí para confirmarlo. Soy lord Dunham y ésta es mi casa.
– ¡Oh, gracias, milord! ¡Gracias!
Jared se volvió y se dirigió a la casa. Simpson y dos de los lacayos entraban el cuerpo de Belinda. Habría que informar inmediatamente a los duques de Northampton.
Miranda se quedó llorando en el vestíbulo.
– Ahora jamás encontraremos a Mandy.
– Cherkessky sabe dónde está -masculló airado-. ¡Si él o alguien de los suyos han maltratado a Mandy lo mataré! Naturalmente, no puede anunciar su compromiso con la inocente Georgeanne Hampton. También tendré que impedir la boda.
El duque de Northampton estaba tomando un desayuno temprano en el pequeño comedor familiar de Northampton House cuando su mayordomo vino a decirle que lord Dunham quería verlo para un asunto urgente.
Con un gruñido de fastidio, el duque se levantó de la mesa, tiró la servilleta y se dirigió a la biblioteca.
– Buenos días, Dunham. ¿Qué es más importante que mi desayuno?-preguntó bromeando.
– Belinda de Winter ha muerto -le espetó Dunham sin más preámbulos.
– ¿Qué?
– Intervenía en un complot para secuestrar a mi esposa, pero la cosa salió mal y capturaron en cambio a mi cuñada. Belinda, que ignoraba el error, vino a mi casa de Devon Square esta mañana. Al ver a Miranda se desquició. Salió corriendo a la calle y un coche la atropello.
– ¡Debe de estar loco, Dunham! Belinda no tiene cabeza para cosas tan complicadas. Además, ¿qué quería hacer con lady Dunham?
– Belinda quería casarse conmigo, milord, y Miranda se lo impedía. Su cómplice era el príncipe Cherkessky.
– ¡Milord! -El duque enrojeció sintiéndose ultrajado-. Debo rogarle que tenga cuidado con sus palabras. El príncipe Cherkessky se va a casar con mi hija Georgeanne en julio. Mañana aparecerá la noticia en los periódicos.
– Mejor será que lo impida, milord.-La voz de Jared sonó ominosa-, a menos que no le importe casar a su hija con el hombre que asesinó a Gillian Abbot, el hombre cuya fortuna procede de una granja de esclavos y que no goza del favor del zar. Ese hombre rapta a mujeres inocentes con intenciones obscenas y solamente quiere a su hija por el dinero.
– ¿Puede probar estas acusaciones? -El duque empezaba a temer que lord Dunham no estaba bien de la cabeza.
– Lo puedo probar todo.
– Sentémonos -accedió el duque suspirando.
Se acomodaron en dos grandes sillones de cuero junto a la chimenea encendida. El duque se inclinó y dijo sin rodeos:
– Nunca le he tenido por tonto o atrevido, lord Dunham. No es chismoso ni cuentista, así que voy a escuchar lo que tenga que decirme. No obstante, le advierto de que a la menor sospecha que me está mintiendo, haré que lo echen de mi casa.
Cruzando los dedos, Jared empezó por decir:
– Primero, milord de Northampton, debo tener su solemne promesa de que no divulgará usted lo que le voy a contar. Lord Palmerston puede dar fe de la verdad de mis palabras. ¿Está de acuerdo?
El duque movió afirmativamente la cabeza y Jared contó su historia, empezando por su viaje secreto a Rusia. Cuando una hora después hubo terminado su historia, el duque estaba estupefacto y enfurecido.
– Cuando mi esposa regresó a casa nos contó a su hermana, a lord Swynford y a mí lo que le había ocurrido. Verá, no podíamos hacer nada sin poner a Miranda en evidencia, sin convertirla en el blanco de la vergüenza y del ridículo. La buena sociedad no suele olvidar fácilmente semejante escándalo y le habrían hecho la vida imposible a Miranda mientras permaneciéramos en Londres. Ya comprenderá lo que significó para nosotros conocer el calvario de Miranda y no poder hacer nada. Quisimos advertirle por su hija, pero nos resultó imposible.
El duque asintió. La idea de que casi había entregado a su hija preferida a un monstruo lo había conmocionado. Por fin encontró la voz para preguntar.
– ¿Quiere explicarme, por favor, cómo está involucrada Belinda? Le aseguro que no lo comprendo, Dunham.
– Francamente, tampoco yo lo sé bien. De algún modo descubrió lo que le ocurrió realmente a mi esposa y entabló amistad con Cherkessky. Nos dijo que le ayudó a convencer a su hija de la devoción e idoneidad del príncipe. A cambio, tenía que volver a capturar a mi mujer y devolverla a Rusia. Figuraría que Miranda se había fugado con el joven Edmund. Todavía no he tenido tiempo de averiguar si también él ha sido secuestrado, pero creo que en ese caso está en peligro mortal.
»Esta mañana Belinda apareció en mi casa y me explicó atolondradamente que había oído la terrible noticia de la fuga de mi mujer con Kit Edmund. Me suplicó inocentemente que no considerara a todas las mujeres capaces de un acto tan despreciable como el de mi esposa. Cuando Miranda bajó por la escalera y Belinda la vio, su ahijada se derrumbó. Creo que enloqueció. Lo lamento sinceramente.
Después de una pausa, el duque dejó de pensar en Belinda y declaró:
– Por supuesto que no puedo permitir que Georgeanne se case con Cherkessky. Pero ¿qué voy a decirle a mi mujer? Necesitará una buena explicación, Dunham. Está empeñada en casar a Georgeanne con un príncipe y ha pensado en el duque de Whitley para Belinda.
– ¿Qué voy a decirle? -repetía.
– Mi mujer me contó que el hermanastro del príncipe era también su amante. No creo que el leopardo haya cambiado sus manchas sólo porque está de visita en Inglaterra. Dígale a su esposa que ha descubierto que e! príncipe no tiene reparos en elegir amantes de ambos sexos. En vista de tan desagradable hecho no puede, de ningún modo, confiarle a la pequeña Georgeanne. Si su esposa se obstina en emparentar a su hija con el príncipe, dígale que su fortuna se perdió cuando sus posesiones de Crimea fueron asoladas. Dígale que está en desgracia con el zar. Y dígale también que su dinero procede de la cría de esclavos, no de verduras. Recuerde, milord, que es usted el cabeza de su familia, no su esposa.
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