Como si leyera sus pensamientos, Jared le cogió la mano.
– Sólo deseo rescatar a Amanda y al joven Kit Edmund, si se encuentra allí.
Miranda le sonrió débilmente. Parecía tranquilo, pero ¿qué ocurriría cuando estuviera cara a cara con el hermoso griego? ¿Seguiría amándola después? ¡Nunca pidas perdón! Se sobresaltó y miró a sus compañeros de viaje. Estaban absortos en sus propios pensamientos.
¿No lo habían oído? ¡Ella sí! Había oído claramente la voz profunda de Mirza Khan, reprendiéndola gravemente, y ahora sentía que volvía a recobrar su valor. Le dio las gracias en silencio.
Un pequeño poste indicaba que Erith se encontraba a dos kilómetros de distancia. No tardaron en entrar en la aldea y empezaron a buscar atentamente la casa que el príncipe había alquilado.
– ¡Allí! -exclamó De Lieven, señalando un alto muro de piedra. En él había una vieja madera en la que se leía green LODGE. Sacó la cabeza por la ventanilla y dio instrucciones al cochero. Un lacayo saltó del pescante. La verja estaba sin cerrar y el criado la abrió del todo para dar paso al coche. Enfilaron la avenida.
La casa, una destartalada construcción de ladrillo de la época isabelina, parecía vacía. Muchas de sus ventanas con cristales emplomados y rotos estaban invadidas por la oscura hiedra. El jardín aparecía descuidado y lleno de hierbas.
Lucas oyó la berlina que subía por la avenida. «Por fin -se dijo aliviado-, el príncipe ya ha vuelto.» Se encontraba incómodo en aquel extraño país, aunque en los pocos meses que había pasado en Inglaterra logró dominar el idioma. Naturalmente, sabía algo de inglés que había aprendido con Miranda. ¡Miranda! ¡Cómo deseaba volver a tenerla!
Corrió a la puerta. El príncipe debía enterarse enseguida del error. La dama no era Miranda. Abrió la puerta principal y retrocedió aterrado. Ame él no estaba Alexei Cherkessky, sino un caballero elegante que le habló en impecable ruso.
– Hablo inglés -ofreció Lucas, pues no estaba seguro de la nacionalidad del desconocido.
– Soy Kristofor Andreievich -anunció el caballero-, príncipe De Lieven. Soy el embajador de su majestad imperial el zar en Inglaterra. ¿Tú eres el siervo Lucas?
– Sí, alteza,
– Tu amo ha muerto. Lucas. He venido en busca de lady Amanda Swynford y del joven lord Edmund. Confío que no habrán sufrido ningún daño.
– Oh, no, alteza -respondió Lucas despacio.
¿Le decía la verdad aquel hombre? De pronto se abrió la puerta de la berlina de! príncipe y bajó una mujer. ¡Era ella! ¡Era Miranda!
– ¡Pajarito! -murmuró-. Has vuelto a mí. -Pasó por delante del príncipe y la abrazó, inclinando su gran cabeza sobre los labios de Miranda.
Ella se desprendió.
– ¡Lucas! He venido a buscar a mi hermana. ¿Dónde se halla Amanda?
– No -murmuró-. Has vuelto a mí. Me amas. Estábamos predestinados el uno a! otro. El príncipe te entregó a mí, ¿verdad?
– ¡Oh, Lucas! -exclamó Miranda a media voz, enternecida por aquel hombre hermoso e infantil-. El príncipe no tenía derecho a regalarme a ti. Debes comprenderlo. ¡Ahora eres libre. Lucas! Muerto el príncipe Cherkessky, eres libre, tan libre como yo. Yo me marcho a mi casa de América con mi marido y mi hijo, y tú debes empezar una vida propia.
– Pero yo sólo sé ser esclavo. Si no soy un esclavo, ¿qué seré?
– Un hombre. Lucas.
La miró moviendo tristemente la cabeza. Luego se volvió al príncipe De Lieven.
– Lady Amanda está en la casa. El joven también. Le acompañaré hasta ellos, alteza. -Sin decir nada más a Miranda, se volvió y entró en la casa.
Miranda empezó a llorar. Lucas no había entendido nada. ¿Qué iba a ser de él? Había pasado la mayor parte de su vida cumpliendo las órdenes de su amo. No sabía cómo ser un hombre.
– ¡Ojalá estés en el infierno, Alexei Cherkessky! -exclamó-. ¿Cuántas vidas has arruinado? ¡Sasha! ¡Todos aquellos esclavos! ¡Lucas! ¡Mignon! ¡Yo! ¡Si hay un Dios en el cielo, tú estarás ardiendo en el infierno! Te maldigo.
– Miranda, amor mío -le murmuró Jared Dunham-. Basta, mi amor. Todo ha terminado. Ya no tienes nada que temer, fierecilla. Ahora lo comprendo codo. ¡De verdad!
– ¡Miranda! -Amanda Swynford salió corriendo de la casa.
Las dos hermanas se abrazaron justo cuando salía el príncipe De Lieven. Kit Edmund, con una herida en la frente y su traje de Arlequín roto y arrugado, se apoyaba en el brazo del príncipe.
– ¿Querrá alguien explicarme qué es todo esto? -pidió con voz agotada-. Las fiestas de Prinny se están volviendo peligrosas. Estoy más seguro en la mar en plena galerna que en los jardines de Carleton House.
Todos se echaron a reír; no podían evitarlo, y cuanto más se reían más alivio experimentaban.
– Es una historia muy larga, Kit, pero trataremos de explicártela-le prometió Miranda.
– Así lo espero -respondió el joven marqués de Wye en tono quejumbroso.
El cochero del príncipe De Lieven y dos lacayos habían entrado en la casa y ahora salían llevando a dos hombres que se resistían.
– Estos dos llevaron a cabo el secuestro por órdenes de Cherkessky -explicó el príncipe De Lieven-. Me pregunto qué voy a hacer con ellos.
– Suéltelos -dijo Jared-. Cherkessky ha muerto y tanto mi mujer como yo desearíamos que este asunto se olvidara.
– Me parece una vergüenza dejarlos ir -murmuró Kristofor de Lieven-. Si estuviera en Rusia, los azotaría. -Los dos culpables palidecieron-. Si algún día os veo en Londres… -empezó el príncipe lenta y amenazadoramente, pero ya los dos corrían como focos avenida abajo.
– ¡Lucas! ¿Dónde está Lucas? -preguntó Miranda de pronto.
– Estaba en la casa -respondió el príncipe.
En aquel momento Amanda gritó señalando el río al pie de la explanada.
– ¡Mirad!
Se volvieron y miraron hacia el río. El gigante rubio nadaba contra corriente. Contemplaron, horrorizados, hasta que el hombre se cansó y por fin desapareció bajo las aguas. Su cabeza subió una sola vez a la superficie y luego se hundió.
– Oh, ¡pobrecito! -murmuró Amanda-. ¡Pobre hombre!
– No -la contradijo Miranda con el rostro bañado en lágrimas-. No sientas lástima por él. Yo me alegro, porque al morir ha dejado de ser un esclavo.
Sintió que Jared le cogía la mano y le murmuraba:
– Vámonos a casa, fierecilla.
– ¿A Wyndsong? -preguntó.
– Sí, mi amor. ¡A Wyndsong!
EPILOGO
El Dream Witch surcaba el mar tranquilo cortando las aguas con su afilada quilla como las cortaría un cuchillo. Por encima de la nave las estrellas brillaban plácidas en el cielo nocturno. Hacia el sureste en la constelación Escorpión, la Amares roja brillaba ardiente, Regulus se deslizó por la Hoz de Leo y cayó al mar, mientras que la azul Venus resplandecía a media altura. Reinaba el silencio excepto por el suave roce de las olas y la firme brisa que hinchaba las velas del barco. En la proa, el vigía tarareaba para sí, mientras que el timonel en la popa vigilaba su ruta pensando en su esposa, a quien llevaba dos anos sin ver.
En el camarote principal, Jared Dunham acariciaba el hermoso cuerpo de su mujer. Desnuda, yacía como una ninfa, con su piel tibia y sedosa vibrando bajo el hábil tacto de Jared.
Miranda gozaba con esta pasión. Lo apartó y se montó encima. Tomando su rostro entre las manos, fue besándole lentamente los párpados estremecidos y cerrados, la frente, los marcados pómulos, el hoyuelo de la barbilla. Enredó las finas manos en su pelo negro.
Incorporándose, empezó a acariciarlo, moviendo la mano despacio, con sensuales caricias al principio hasta que fue aumentando el tiempo y sintió que se endurecía bajo su tacto. Él la contemplaba con los ojos entornados y la vio sonreír triunfante. Pequeña zorra, pensó divertido, recordando la tímida novia de tres años antes. Ya iba siendo hora de que recordara quién era el amo.
Rápidamente pasó las manos bajo sus nalgas adorables y la acercó. Clavó los dedos en su espalda y la acarició con la lengua, moviéndose arriba y abajo hasta que la oyó gemir. Su sexo también se tensó a medida que crecía la excitación de Miranda y cuando creyó que ya no podía soportarlo más, él paró y la tumbó, le abrió las piernas para excitarla más frotando la cabeza de su virilidad contra la palpitante feminidad.
– ¡Canalla! -murmuró entre dientes, y él se echó a reír.
– Te amo, perra insoportable, pero si tratas de provocarme tendrás que aceptar las consecuencias.
Volvió a darle la vuelta y empezó a lamerle el cuello, después de apartar su cabello de oro pálido. Miranda se estremeció de gozo y empezó a gemir mientras él le besaba los hombros y siguiendo su espina dorsal terminaba en cada una de sus nalgas satinadas.
Se escabulló de debajo de él y lo tumbó. Entonces empezó su propio juego de lengua, dando vueltas y más vueltas alrededor de los pezones. De repente, empezó a seguir con la lengua la atractiva línea oscura hasta el oscuro vello del bajo vientre. Su cabeza bajó más y más, hasta que él la apartó:
– ¡Basta, bruja! No más juegos.
Miranda no tardó en encontrarse debajo de él. Poco a poco, Jared fue entrando, sintiéndola entregarse a medida que la penetraba más y más profundamente. Cuando ya no pudo llegar más lejos, permaneció inmóvil un instante. Luego sintió que se iniciaba el dulce ritmo entre los dos; ella alzaba las caderas, incitándolo.
– ¡Ah, pequeña fiera! -le susurró al oído-. Siempre tan impaciente. -Empezó su acometida fuerte y rápida.
Miranda se entregó por completo como nunca había hecho con nadie. Su pasión era como una cometa que cruzaba el oscuro firmamento, dejando un rastro de estrellas de oro que ardían con tanta luz como su amor. Al fin alcanzaron un clímax que los dejó exhaustos, pero a salvo en brazos uno de otro. Agotados, se durmieron con los dedos entrelazados.
Miranda despertó y oyó el maravilloso sonido de la respiración de su esposo. Estaba a salvo. Era amada. Estaba con Jared. Y al día siguiente llegarían a su hogar en Wyndsong.
Los Dunham y los Swynford habían permanecido en Swynford Hall durante cuatro días antes de que Miranda y Jared marcharan a Welland Beach, donde los esperaba el Dream Witch. Martin y Perky, así como el ayuda de cámara de Jared, Mitchum, habían decidido acompañarlos. Jared había prometido a los tres sirvientes que si no les gustaba América, se ocuparía de devolverles a Inglaterra al cabo de un año. Pero dudaba de que quisieran regresar.
Durante aquellos cuatro días, Miranda y Amanda habían pasado mucho tiempo juntas, reuniéndose con sus maridos sólo en las comidas y por la noche. Transcurriría mucho tiempo antes de que volvieran a encontrarse. Tenían mucho que decirse y les quedaba muy poco tiempo. En el último día de su estancia, Amanda había entrado corriendo en el comedor agitando un periódico.
– ¡No lo querrás creer, hermanita! Darius Edmund, el pretendiente de Belinda de Winter, se ha prometido a Georgeanne. ¿No os parece un final feliz?
Miranda sonrió a su hermana. Era una sonrisa grave, una sonrisa triste, porque le dolía su separación.
– ¡Oh, Mandy! -dijo burlona, como antes-. Siempre te han gustado los finales felices. -Sus maridos se sumaron a las risas.
A su lado, Jared se movió.
– ¿Estás despierta? -preguntó.
– Sí. Wyndsong está cerca, casi lo huelo. Me acuerdo de cuando volvimos de Inglaterra, hace cuatro años, y Mandy y yo nos levantamos temprano para ver aparecer la isla, pero papá estaba detrás de nosotras. Todo empezó con un día magnífico y ¡qué trágicamente terminó! Sin embargo, a veces me pregunto si tú y yo nos habríamos casado de no haber terminado de aquel modo.
– Fue lo que el primo Tom había estado pensando todo el tiempo-murmuró Jared.
– Sí, papá estaba siempre lleno de planes -suspiró-. Vistámonos y subamos a cubierta. ¡Quiero ver Wyndsong!
– Ya veo que tendré que subir contigo, para evitar que saltes por la borda en un esfuerzo por llegar antes que el barco.
Riendo se vistieron con sus elegantes ropas londinenses. Miranda se negó a recogerse el cabello. Su abrigo era de un tono verde jade, sumamente favorecedor, con adornos dorados.
– Confío en que no te importe que no me ponga estas prendas tan elegantes cuando estemos en casa. No me veo paseando por Wyndsong vestido de levita, con un nudo de corbata tan complicado como la Cascada Encantada. Me temo que Mitchum se quedará muy decepcionado conmigo.
– Tendremos que dar muchas fiestas, a fin de poder lucir nuestros trajes y hacer felices a Mitchum y Perky.
– Creí que no te gustaban las fiestas. Me parece recordar a una jovencita que aborrecía las fiestas.
– La jovencita se ha convertido en una mujer.
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