– Si vamos a casarnos debemos conocernos bien. Sabiendo cómo has sido educado, sé que por lo menos tendremos algo de qué hablar en las frías noches de invierno.

– ¿Que?

La miró para convencerse de que estaba siendo deliberadamente provocativa, pero no era así. En ciertos aspectos era dolorosamente joven, así que mientras recorrían el bosque otoñal, le dijo:-Sospecho que sabes muy poco de las relaciones entre un hombre y una mujer. Miranda. ¿No es así?

– Sí -respondió sin inmutarse-. Mamá nos aseguró a Amanda y a mí que cualquier cosa que necesitáramos saber, nuestros maridos nos la explicarían. Amanda, con todas sus amigas de Londres, ha aprendido mucho este invierno. Sospecho que habrá practicado con Adrián.

– No todo, espero sinceramente -observó Jared con burlona severidad-. Sentiría tener que desafiar a lord Swynford por seducir a una de mis pupilas.

– ¿Qué diablos quieres decir?

– Creo, Miranda, que será mejor que me digas exactamente lo que sabes. -Habían llegado a una preciosa charca de agua dulce. Allí se detuvieron; Jared desmontó y la ayudó a bajar-. Deja que los caballos pasten un poco y daremos la vuelta al estanque mientras hablamos -sugirió, tomándola de la mano.

– Me haces sentirme torpe como una colegiala -protestó.

– No quiero que te sientas incómoda, fierecilla, pero eres como una colegiala y estamos empezando a confiar el uno en el otro. Si no te tratara bien ahora podría perder esta confianza. Dentro de unas semanas estaremos casados y, oh Miranda, hay más en un matrimonio de lo que te imaginas. Pero la confianza es la parte más importante.

– Me figuro que sé muy poco acerca de lo que ocurre entre un hombre y una mujer -confesó ella con cierta timidez.

– Seguro que alguno de los caballeros que conociste en Londres, en las fiestas, intentó seducirte.

– No.

– ¿No? ¡Increíble! ¿Estaban todos ciegos?

Miranda volvió la cabeza. En voz baja contestó:

– Yo no tuve éxito en Londres. Soy demasiado alta, como ya te he dicho, y mi color no está de acuerdo con la moda. Mandy, con su tez de crema y melocotón, su cabello de oro puro y sus preciosos ojos azules, robaba todos los corazones. Era redondita, menuda y muy atractiva. Los pocos que me buscaron lo hicieron con la esperanza de que yo los ayudara con Mandy.

A Jared no se le escapó el dolor en su voz.

– ¡Qué tontos! Tu tez es como el marfil y las rosas silvestres, un perfecto complemento para tus ojos verde mar y tu cabello platino, que me recuerda la luna llena de abril. No te encuentro demasiado alta. -Se detuvo y para demostrárselo la acercó a él-. Me llegas al hombro, Miranda. Creo que eres absolutamente perfecta. Aunque Amanda no hubiera estado comprometida, yo te hubiera elegido a ti.

Sobresaltada, Miranda alzó los ojos hacia él, buscando indicios de burla. No los había. Los ojos verde botella se fijaron en los de ella, reflejando una expresión que Miranda no supo cómo interpretar. De pronto, ruborizándose, apartó la cabeza, pero Jared le cogió la barbilla, le alzó la cabeza, y buscó sus labios.

– ¡No! -musitó sobresaltada, con el corazón desbocado.

– ¡Sí! -respondió con voz ronca, reteniéndole el rostro con ambas manos-. ¡Oh, sí, Miranda, mi amor!

Su boca cubrió la de Miranda en un beso apasionado que la dejó locamente estremecida. Los labios de Jared la consumieron como nada hasta entonces. Ya no le sujetaba el rostro pero los labios permanecían unidos. Muy despacio, Jared deslizó un brazo y le rodeó su cintura, la otra mano le enredó el pelo. Jadeando, Miranda apartó la boca y echó la cabeza hacia atrás, pero ante su asombro la boca de Jared marcó una línea de besos ardientes por su garganta hasta llegar al suave hueco del cuello con su pulso enloquecido.

– Por favor -suplicó Miranda, y a través de la bruma de su deseo percibió el miedo y la confusión de su voz. Levantó la cabeza poco a poco, sin ganas.

– Está bien, fierecilla. Bien sabe Dios que me has tentado, pero te prometo portarme como es debido.

Los ojos de la ¡oven eran enormes y se tocaba los labios magullados con dedos temblorosos, asombrada.

– ¿Es esto lo que los hombres hacen a las mujeres?

– A veces. Generalmente se les empuja a ello. Si te he asustado, Miranda, te pido perdón. No he podido resistirme.

– ¿Es todo lo que hacen los hombres?

– No. Hay otras cosas.

– ¿Qué otras cosas?

– ¡Por el amor de Dios! Cosas que te explicaré cuando estemos casados.

– ¿No crees que debería saberlo antes de casarme?

– ¡Por supuesto que no! -rió Jared.

– ¿Por qué no? -Ahora la expresión de sus ojos amenazaba tormenta; en ellos brillaba la rebeldía.

– Debes confiar en mi juicio, fierecilla, porque yo tengo experiencia y tú no. Recuerda, mi amor, que dentro de pocas semanas jurarás ante Dios y ante los hombres obedecerme.

– Y tú, Jared Dunham, Jurarás no separarte de mí. Considero que si vamos a casarnos deberíamos averiguar si congeniamos en todos los aspectos.

– Hace un instante estabas medio loca de miedo -le recordó con cariño.

Miranda se ruborizó, pero insistió-Me has dicho que había más. ¿Qué más? ¿Quieres aterrorizarme en nuestra noche de bodas, cuando yo ya no pueda hacer nada? Quizás eres el tipo de hombre que ansia encontrar una novia temblorosa y asustada.

– ¿Acaso deseas que te seduzca, mi amor?

– No, no quiero ser seducida. Una cosa que a mamá le encanta decirnos es que nadie va a comprar la vaca si puede obtener la leche gratis.

Jared rió. Era muy propio de Dorothea Dunham.

– Entonces, ¿qué quieres, fierecilla?

– Quiero saber qué más forma parte del acto del amor, ¿Cómo puedo aprender si no sé lo que hay que hacer? ¿Cómo puedo saber si me gustará?

La cogió de la mano y la llevó a la ribera musgosa que bordeaba el estanque.

– Debo de estar loco -murmuró-. Ahora soy un maestro dando clases de amor. Muy bien, fierecilla, acércate. Terminaremos lo que dejamos a medias. -Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo. Los dedos de su otra mano recorrieron dulcemente la línea de la mandíbula, provocándole pequeños estremecimientos-. Confías mucho en mi capacidad de controlar lo que generalmente se llaman las bajas pasiones.

– Confío en ti, Jared -respondió con dulzura.

– ¿De veras, mi amor? No sé si es prudente. -Y su boca cubrió la de ella en un beso ardiente. Ante su encantada sorpresa, Miranda le devolvió el beso con una pasión incierta que fue floreciendo cuando aquel beso se fundió en otro. Miranda empezó a sentirse mareada por la dulzura que la iba embargando. Sintió que la envolvía una deliciosa languidez y alzó los brazos para rodear el cuello de su prometido.

Momentos más tarde, Jared le levantó los brazos por encima de la cabeza y le hizo apoyar la espalda contra el ribazo. Tenía los ojos cerrados y sus oscuras pestañas batían las pálidas mejillas. La contempló unos instantes pensando en lo hermosa e inocente que era. Ya se disponía a iniciarla a su propia naturaleza sensual, una naturaleza que probablemente Miranda ni siquiera sospechaba que existiera. Apoyó la oscura cabeza sobre el pecho cubierto de batista y oyó el desbocado latido de su corazón.

Por un instante permaneció inmóvil para que Miranda se acostumbrara a el, luego levantó la cabeza y le besó el pezón. Apretó la cara contra ella. Los botones de la camisola se soltaron de pronto y su boca caliente y ansiosa se posó sobre su carne. Miranda gimió a media voz y le agarró el cabello con sus finas manos.

– ¡Jared!

El se incorporó y la miró burlón.

– ¿Has aprendido suficiente por ahora, Miranda?

La joven se debatía entre sentimientos contradictorios. Se oyó responder valerosamente:

– No… no.

Jared volvió a abrazarla mientras sus largos dedos acariciaban perezosamente los senos tiernos y redondos. La piel era sedosa y cálida al tacto y entre tanto Miranda lo contemplaba a través de sus ojos entornados, respirando entrecortadamente. Con dulzura, Jared le cogió un seno y con el pulgar empezó a frotar el gran pezón rosado, sintiendo el estremecimiento en lo más profundo de ella.

– Los senos de una mujer -explicó- forman parte de sus muchos encantos. ¡Qué bella eres, mi amor!

– ¿Y no hay más? -preguntó Miranda sin aliento.

– ¡Qué curiosa fierecilla estás resultando! -rió Jared-. Creo que debería poseerte ahora mismo y aquí, sobre este blando ribazo…-Y qué fácil resultaría, pensó, dolorido-. Pero soy demasiado viejo para desflorar a una virgen en un bosque umbrío. Prefiero una estancia hermosa a la luz de las velas, una cama cómoda y una botella de buen vino blanco junto con mi seducción. -La sentó, le abrochó la camisa, la besó ligeramente y se levantó.

– ¡Me has enseñado muy poco! -protestó Miranda.

– Te guste o no, tendrás que aceptar que yo sé más que tú en este asunto. -La hizo ponerse en pie-. Ahora, muestra al señor de la mansión el resto de sus dominios.

Furiosa, Miranda corrió a su caballo, con la intención de huir al galope. Que se las compusiera solo. Con suerte, se metería en un marjal salado. Pero él, riendo, la alcanzó. Le hizo dar media vuelta y besó su boca rabiosa.

– ¡Te odio! -le gritó Miranda-. Eres odioso y demasiado superior para convenirme. ¡Nuestro matrimonio será terrible! ¡He cambiado de idea!

– Pero yo no. Después de que el recuerdo de tu adorable trasero me haya tentado estos últimos días, no me echaría atrás ni por mil islas con mansión.

A Miranda se le fue la mano. Le pegó con todas sus fuerzas, y la mano fina chocó con su mejilla con un ruido seco y fuerte. Después se lanzó sobre Sea Breeze y huyó galopando a través del bosque.

– Maldición -juró Jared entre dientes.

No había pretendido molestarla. Pero ahora la había ofendido. Era una criatura bastante más complicada de lo que había creído, y tan arisca como un pequeño erizo. Se frotó la mejilla sonriendo. Pese a su aire de seguridad, era sumamente vulnerable debido, sospechaba Jared, a su temporada londinense.

Le sorprendió que aquellos jovenzuelos perfumados de Londres hubieran preferido a la gatita bonita que era Amanda a su encantadora hermana. La belleza de Miranda era insólita y cuando madurara y aprendiera a vestirse se convertiría en una mujer elegante y formidable. Algún día volvería a llevarla a Londres y contemplaría cómo la sociedad la aclamaba.

Pero ahora, sin embargo, su tarea consistía en llevarlas al altar y ponerlas a salvo en el matrimonio. ¡La vida! ¿Quién podía predecirla? Pocos días atrás apenas conocía la existencia de Miranda Dunham y ahora faltaban pocas semanas para que se convirtieran en marido y mujer. Era tan joven… quizá demasiado joven… y excesivamente voluntariosa. No obstante, la deseaba y eso, de por sí, lo intrigaba.

Ya en su adolescencia, a Jared nunca le habían faltado mujeres. Él y su hermano mayor, Jonathan, con sólo dos años de diferencia, habían tenido juntos infinidad de aventuras amorosas hasta que, a los veinte años, Jonathan conoció a la señorita Charity Cabot, se enamoró perdidamente y -con la satisfecha aprobación de su padre- se casó con ella. Jared, no obstante, continuó con sus breves amoríos, aunque nunca se enamoraba muy profundamente de las mujeres implicadas.

Pero a Jared también le había llegado el amor, como a su hermano. Había llegado a él puños en alto, cabello platino alborotado, de un modo muy poco convencional, dado que el cadáver de su padre estaba entre ellos. Se había enamorado a primera vista de la fierecilla, pero la pequeña Amanda tenía razón al advenirle que no alardeara de su amor. Hasta que Miranda estuviera dispuesta a declarar sus sentimientos, él no debía exponer los suyos.

A través del estanque vio aparecer un gran gamo saltando entre los árboles para ir a beber. Jared se quedó quieto, sin apenas moverse, cuando el animal bajó la cabeza de magnífica cornamenta. Era un macho de por lo menos dieciocho puntas, marrón oscuro y precioso.

Jared pensó en cuánto se parecía esta hermosa criatura salvaje a Wyndsong y a Miranda. El gamo terminó de beber y, alzando la cabeza, emitió una especie de respingo. Inmediatamente, de entre las matas apareció una delicada hembra y dos crías, que se adelantaron y se acercaron al agua. Cuando hubieron terminado de beber, los cuatro volvieron al bosque dejando a Jared Dunham con una extraña sensación de pérdida.

Montó a caballo y volvió por el camino que había tomado en la ida, siguiendo Hill Brook, que desembocaba al estanque, y luego Short Creek, que empezaba a dos colinas de la mansión. Solamente había visto una tercera parte de la isla, pero tendría tiempo de sobra para explorar Wyndsong cuando estuvieran casados. Se hacía tarde, el sol anaranjado se hundía por momentos y de pronto el aire se hizo frío. Sin embargo, se detuvo un momento en la cresta de la colina que dominaba la casa para mirar a su alrededor.