– No -contestó él con expresión amable-. No es nada de eso.
Una mujer de unos cuarenta años se acercó a la mesa, se paró y lo miró con los ojos muy abiertos.
– ¿Es usted el padre Halaran?
Dani se quedó petrificada. Su cabeza empezó a dar vueltas como un torbellino. ¿«Padre Halaran»?
– Hola, Wendy -él asintió con la cabeza-. Ahora soy Gary. ¿Te acuerdas?
– ¡Ah, claro! -Wendy miró a Dani y volvió a mirar a Gary-. ¿Qué tal está? Hace mucho que no lo veía.
– Hace un par de años. Estoy bien.
– Me alegro. Me alegro de verlo, padre… Gary.
La mujer se marchó y Dani parpadeó varias veces para ordenar las ideas.
– Ya… -dijo ella como si no hubiera pasado nada, cuando quería gritar-. Ha sido interesante.
– Fui sacerdote.
– Eso me ha parecido.
– Bueno… -Gary sonrió-. Lo dejé hace dos años. Entonces empecé a dar clases. Vivía a unas manzanas de aquí y me gustaba este restaurante. Seguramente, debería haberte llevado a otro sitio.
¿Acaso creía él que ése era el mayor problema que tenían?
– No. Este sitio me encanta. De verdad.
– ¿Te pasa algo? -preguntó él.
– No lo sé. Intento asimilar que fueras sacerdote.
– No eres católica -replicó él-. No debería importarte gran cosa.
– Eso crees, pero me importa -dijo ella aunque no sabía el motivo.
Un sacerdote. El celibato, la Iglesia… Un buen punto de partida para una conversación. ¿Habría estado con una mujer desde entonces? Si no, ¿querría estar con una? ¿Quería ella pasar por eso?
– Di algo -le pidió él-. ¿Qué estás pensando?
– No me extraña que escuches tan bien.
– ¿Va a suponer esto un inconveniente? -él tomó la carta y volvió a dejarla-. Quería decírtelo, Dani, pero no encontraba el momento adecuado. Tampoco voy a presentarme como «Gary, el ex sacerdote».
– Eso habría sido un poco aterrador -Dani sonrió.
Ella lo miró y se fijó en la amabilidad de sus ojos y en esa sonrisa que ya le era tan conocida. Él le agradaba. Confiaba en él. Era un hombre bueno.
– Dejarlo también fue alegrador. Había tenido una sola cita antes de meterme cura. Nunca había tenido un empleo, no había vivido solo… Todavía estoy adaptándome, pero me gusta. Me encuentro donde quiero estar. ¿Satisfecha?
Dani abrió la boca para decirle que sí, pero volvió a cerrarla. Todavía notaba el nudo en el estómago.
– Tengo la desagradable sensación de que Dios está mandándome un mensaje importante. Está diciéndome que en estos momentos no debería estar con nadie -le explicó ella-. Por una vez, voy a hacerle caso. Lo siento, Gary.
Dani agarró el bolso y se levantó. Él también se levantó, pero no intentó detenerla. La decepción empañaba sus ojos claros.
– Quizá, si te dieras un poco de tiempo, podrías acostumbrarte a la idea… -empezó a decir él.
– No lo creo. Me gustaría que siguiésemos siendo amigos, pero entendería que tú no quisieras. Si esperabas más…
– Lo esperaba -reconoció él.
Ella se sintió dominada por el remordimiento. No quería hacerle daño, pero tampoco podía pasar por alto cómo se sentía.
– Lo siento -se disculpó Dani antes de marcharse precipitadamente.
El Downtown Sports Bar estaba a rebosar para ser jueves: retransmitían partido de los Seahawks y había mucha gente y ruido. Reid estaba detrás de la barra y se inclino hacia Mandy, una de las camareras, para oír el pedido. Llevaba semanas sin trabajar, desde el artículo dichoso. Sus visitas al bar habían sido discretas y a horas intempestivas. Sin embargo, esa noche estaba sustituyendo a alguien que se había puesto enfermo. Estaba aguantando muchas tonterías de los clientes, pero podía soportarlo.
Sirvió dos cervezas y tomó las botellas para hacer un martini de manzana. Puso las cantidades indicadas de licor, las revolvió con hielo, sirvió las copas de martini y las dejó en la bandeja de Mandy.
– ¡Eh, Reid! -le gritó un tipo.
Reid se dio la vuelta, pero no pudo saber quién lo había llamado entre el gentío.
– ¿Es verdad que eres un desastre en la cama?
Hasta ese momento, todos los comentarios habían sido en broma y amistosos. Ése fue el primer ataque directo. Se preguntó si ese tipo tendría agallas para dejarse ver. Entonces, unas personas se movieron y apareció un hombre de treinta y tantos años, bajo y calvo.
– ¿Quieres comprobarlo en carne propia?
Se hizo un silencio seguido de una carcajada general.
– No… -balbució el otro antes de alejarse abochornado.
– ¿Hay alguien interesado? -preguntó Reid-. Aquí me tenéis, estoy trabajando. Aprovechad la ocasión. Podré soportarlo.
– Si la mujer del periódico lo dijo… -se oyó.
– ¿Quieres que lo confirme tu mujer? -preguntó Reid con una sonrisa-. Puede hacerlo.
El tipo farfulló algo, pero no se dejó ver.
– ¿Alguien más? Seguro que hay algo más interesante que lo que he oído. Adelante, lanzad vuestros dardos.
– ¿Por qué no estás furioso? -le preguntó una mujer que estaba acodada en la barra-. Los hombres que conozco querrían arrancarle el corazón a esa periodista.
Reid sirvió unas cervezas que le habían pedido.
– Al principio, me sacó de mis casillas y me abochornó -reconoció él-, pero luego me di cuenta de que daba igual. Fui pitcher durante muchos años. Todo el mundo que veía un partido tenía una opinión de lo que hacía y cómo lo hacía. Sin embargo, nadie hizo nada ni remotamente parecido a lo que hice yo. Aprendí que siempre hay algún majadero que es muy bueno desde la barra de un bar o con un micrófono, pero que no dura ni un segundo cuando juega un partido. Con el sexo pasa lo mismo.
La mujer sonrió y los hombres que estaban cerca se rieron.
– La cuestión es que si he estado con tantas mujeres, algo habré aprendido, ¿no? -siguió Reid.
– A mí me consta, cariño -le dijo la mujer con una sonrisa muy elocuente.
Él no recordaba nada de lo que pasó con ella. ¿Qué indicaba eso de él? Se imaginó lo que diría Lori si se enterara de que no se acordaba de nada de lo que había pasado con algunas mujeres. Ni siquiera las reconocería entre varias.
Siguió sirviendo bebidas y charlando con los clientes. Nadie hizo más chistes sobre él, pero casi ni se dio cuenta. Sólo le importaba una opinión y la única forma de conservarla a ella era siendo el tipo de hombre con el que querría pasar el resto de su vida.
Viernes por la tarde. Reid había vuelto a casa de Gloria hacia las cuatro y media. Subió las escaleras de dos en dos. Lori trabajaría hasta las seis y después se reuniría con él en sus habitaciones. Tenía grandes planes para esa noche. Había pedido una cena fantástica y luego la seduciría tres o cuatro veces y tomarían el postre.
Como había estado en el gimnasio, quería darse una ducha antes de que llegara ella. Entró en el dormitorio mientras se quitaba la camiseta y no pudo ver la sorpresa que le esperaba.
– Hola, Reid -le saludo una voz desconocida.
Se quedó paralizado, soltó un juramento entre dientes y volvió a ponerse la camiseta. Tomó aliento y miró hacia la cama.
Vio a dos mujeres tumbadas. Dos mujeres jóvenes, guapas y rubias. Retiraron la colcha, ahuecaron las almohadas y se quedaron desnudas sobre las sábanas. Completamente desnudas.
Él casi ni vio los cuerpos y se fijo en las caras. Reconoció a las gemelas. Los tres habían pasado un fin de semana juntos y, luego, ellas habían pasado por la CNN para promocionar un libro. También lo calumniaron un poco.
La de la derecha se irguió y fue a gatas hacia el borde de la cama.
– ¿Estás enfadado con nosotras, cariño? Fuimos malas. Muy malas. Puedes castigarnos…
Sus pechos grandes y perfectos oscilaban con cada movimiento. Tenía la piel muy blanca y los pezones casi rojos.
La de la izquierda sonrió.
– Puedes darnos unos azotes. Sería divertido.
Él sintió muchas cosas distintas, pero dominó el pánico absoluto. ¿Qué pasaría si entraba Lori en ese momento? ¿Qué pensaría? No podría explicarlo de ninguna manera. No quería explicarlo, quería que se fueran.
– Vamos a divertirnos, Reid -susurró la primera mientras se mordía el labio inferior-. Desnudos y ardientes… Lo pasarás muy bien. Te lo prometo.
– Yo también -añadió su hermana.
Reid, sin importarle si parecía un idiota, se dio la vuelta y salió corriendo. Bajó las escaleras de tres en tres y encontró a Lori con su abuela. Le pidió hablar con ella. Lori lo acompañó al pasillo.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella-. Tienes una cara muy rara. ¿Estás enfermo? ¿Te duele algo?
Él no supo qué contestar. ¿Cómo podía decirle la verdad? Ella no lo entendería. Lori tenía principios. Unos los entendía y otros no, pero los tenía.
– Eres importante para mi -Reid la acarició la mejilla-. Lo sabes, ¿verdad?
– ¿Qué has hecho? -preguntó ella con los ojos entrecerrados.
– No he hecho nada. Lo juro. No he sido yo. No ha sido culpa mía.
– La eterna letanía del hombre irresponsable.
– No lo es. Lori, me conoces. Sabes que soy un hombre íntegro. Nunca te haría daño.
– Cuéntamelo -Lori se cruzó de brazos.
– Te deseo -Reid supo que estaba complicándolo todo, pero no sabía qué decir-. Significas mucho para mí. Más que mucho. Me gusta nuestra relación y a ti también le gusta. Nunca haría nada que lo estropeara.
– Pero…
– Llegué a casa y subí a ducharme porque tú también ibas a subir. Entré en el dormitorio y ellas estaban allí. Yo no las dejé entrar. Yo no estaba. Lo sabes, ¿verdad? Estaba en el gimnasio. Ellas ya estaban allí.
Reid se calló y se preparó para la explosión.
– ¿Quién estaba allí?
– Esas dos mujeres. Las gemelas. Quería que se fueran, pero no he sabido cómo sacarlas. Me ha dado miedo de que si decía algo lo tomaran como una insinuación.
Él no pudo interpretar su expresión. Algo destelló en sus ojos, pero desapareció antes de que pudiera reconocerlo.
– ¿Están arriba? -preguntó ella.
– En mi cama. Desnudas.
– ¿Hay dos mujeres desnudas en tu cama? -preguntó ella con los ojos como platos.
Él asintió con la cabeza vehementemente y la agarró del brazo.
– Tienes que ayudarme. No las he tocado, lo juro. No quiero que estén ahí. No quiero nada de esto.
– ¿El jugador de béisbol granuja y grandullón tiene miedo? -preguntó ella con una leve sonrisa.
– Terror.
– ¿Esperas que suba y las eche a patadas?
– Sería fantástico.
– Doy por supuesto que te acostaste eon ellas.
– Fue hace mucho tiempo -reconoció Reid con la mirada clavada en el suelo.
– ¿Con las dos a la vez?
Él asintió con la cabeza y con un gesto sombrío.
– Impresionante.
Reid la miró. Quizá no fuera el mejor analizando a las mujeres, pero habría dicho que ella no estaba furiosa con él.
– ¿Qué quieres que les diga? -preguntó ella con otra leve sonrisa.
– Que estamos juntos. Que no soportas esas cosas. Si quieres, puedes decirles que no me interesan. Es verdad. Eres la única mujer que me interesa en mi vida.
– Muy bien.
Se dio la vuelta y subió las escaleras. Él la siguió sin saber cómo iba a acabar todo aquello, pero aliviado porque Lori había tomado las riendas. Ella cruzó la sala y entró en el dormitorio. Las gemelas estaban desnudas y tumbadas en la cama. La de la derecha sonrió al ver a Lori.
– Hola. Nunca habíamos sido cuatro. Puede ser divertido.
Lori miró alrededor, vio la ropa impecablemente doblada sobre la cómoda y fue a por ella.
– ¿No sois un poco mayorcitas para estos juegos? Meterse desnudas en la cama de un hombre es impropio de vosotras. Sois atractivas. Haced algo de provecho. Id a la universidad, buscaos una profesión. Sed algo más que unos buenos pechos.
Las gemelas se miraron y luego miraron a Lori.
– Pero nos gusta esto.
Lori les tiró la ropa.
– ¿De verdad? ¿Estáis orgullosas? ¿Podéis decirle a vuestra abuela lo que hacéis? Cuando erais pequeñas, ¿queríais dedicaros a esto?
La gemela de la izquierda parpadeó.
– A mí siempre me gustaron los animales, pensé que trabajaría en una clínica veterinaria.
– Muy bien. Hazlo. Haz algo. Dentro de unos diez años, ya no seréis tan guapas. Pensad en vuestro porvenir. Haceos un plan de pensiones, pensad en la realidad. Madurad. Entretanto, vestíos y largaos de aquí. Estoy con Reid y él no me engaña.
Las gemelas volvieron a mirarse y se encogieron de hombros.
– Muy bien -dijo la de la derecha.
Se levantaron y se vistieron.
– Sentimos habernos colado. No sabíamos que Reid estuviera saliendo en serio con alguien.
Reid se mantuvo en silencio durante la conversación y con el convencimiento de que todo iría mejor si se ocupaba Lori. Se acercó a ella y le rodeó los hombros con un brazo.
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