– Eres un jugador de béisbol famoso, ¿no? -preguntó ella antes de probar la quesadilla, que estaba deliciosa.

– Lo fui.

– Entonces puedes influir más que la mayoría de la gente. La cosas salieron mal, pero puedes arreglarlo. El periódico hablaba de unos niños que se quedaron abandonados sin billete de vuelta. Devuélveles el dinero. Llama a ese niño y vete a verlo. Ocúpate del correo de tus admiradores. Riñe a tu representante o despídelo. Participa.

Reid miró fijamente a la ventana que había encima del fregadero.

– No es tan fácil.

En ese momento, zarandearlo era más importante que sentir lástima.

– Puede serlo. Ya sé que antes estabas demasiado ocupado con tu apasionante vida, pero ya no te sirve de excusa. Tienes una responsabilidad. Sé la persona que todo el mundo espera que seas. Madura. Podrías sorprenderte a ti mismo.

– No tienes un concepto muy bueno de mí. ¿verdad?

– No.

Él sonrió lenta y sensualmente. Una sonrisa que la cautivó. Si hubiera mostrado el más mínimo interés, ella se habría arrancado la ropa y lo habrían hecho allí mismo, en la mesa de la cocina. Aunque, según Cassie, no era gran cosa en la cama. A ella, sin embargo, le daba la sensación de que Cassie mentía. Todo él, su forma de moverse, de coquetear y de hablar, dejaba muy claro que le encantaban las mujeres. Todas las mujeres. Todas las mujeres, menos ella.

La realidad le cayó como un jarro de agua fría. Fin de la fantasía. Ella no era su tipo. Él nunca la vería atractiva. Si llegara a saber cuánto la había trastornado, sentiría lástima por ella. La idea le avergonzó y empezó a hablar antes de poder evitarlo.

– Las cosas claras. No me interesas -aseguró ella sin inmutarse-. Ni tú ni ninguno como tú. No podrías gustarme ni te respetaría.

Las palabras se quedaron flotando en el aire y ella quiso recuperarlas como fuera. ¿En qué estaba pensando? Era Reid Buchanan y podía despedazarla con un par de palabras bien elegidas. Se preparó para el ataque cuando él se levantó y la miró desde las alturas.

– Creía que eras distinta -dijo con tranquilidad-. No creía que fueras a hacer leña del árbol caído. Pero me he equivocado.

Él desapareció y ella se quedó sola. Volvió a sentir vergüenza, pero no por desear a un hombre que nunca conseguiría sino por hacer daño a alguien que no se lo merecía. Había intentado consolarse pensando que sólo era una fachada bonita y no una persona, pero se había equivocado. Reid era de verdad. Había sido despectiva y desconsiderada, como había esperado que se comportara él. Como otros se habían comportado con ella. Se había convertido en alguien que no le gustaba y no sabía cómo arreglarlo.

Capítulo4

El teléfono sonó y Lori se quedó mirándolo.

– ¿Vas a contestar? -preguntó.

Gloria siguió mirando la revista de DVDs.

– No quiero hablar con nadie.

– Entontes hablaré yo -Lori descolgó-. Diga…

– Soy Cal Buchanan, tú eres, ah…

– Lori Johnston. Hablamos cuando llamaste antes. Hola, ¿qué tal?

– Bien. Llamo para saber qué tal está mi abuela. He pensado que luego podría ir a visitarla.

– Me parece muy bien -Lori tapó el auricular con la mano-. Es Cal. Quiere venir a visitarte.

– No -Gloria no levantó la mirada de la revista-. Dile que me deje en paz.

– Está encantada y deseando verte.

– ¿Puedo oírselo a ella? -Cal se rió.

– No. No dice siempre lo que piensa. Hay que leer entre líneas.

– Cuelga inmediatamente -le ordenó Gloria tajantemente-. No volverás contestar el teléfono ni a hablar en mi nombre.

Lori se alejó un poco para ponerse fuera del alcance de su paciente.

– Tu abuela está mejorando, avanza día a día. Hasta el fisioterapeuta está impresionado y es un hueso duro de roer. Ha engordado un poco. No tanto como yo quisiera, pero soy muy exigente.

– Estás molestándome -Gloria frunció el ceño-. Cuelga o dile a Cal que puede visitarme, pero él solo, sin esa ramera con la que se casó ni ese espantoso bebé.

Lori hizo una mueca de horror. No había tapado el teléfono y, a juzgar por los juramentos de Cal, había oído cada una de las palabras.

– ¿Por qué me molestaré…? -dijo él antes de colgar.

Lori también colgó.

– ¿Qué mosca te ha picado? -preguntó Lori-. ¿Por qué has dicho eso? Es tu nieto. Era la segunda vez que llamaba para venir a visitarte. Eso me demuestra un interés impresionante. Si sólo quería ser cortés, habría bastado con una llamada.

Gloria, en vez de contestar, volvió a hojear el catálogo. Lori se lo quitó y lo tiró al suelo.

– Estoy hablándote.

– Esta conversación no me interesa. Tienes que tener cuidado. Estás a punto de pasarte de la raya.

– Mira cómo tiemblo de miedo. ¿Qué mosca te ha picado? -volvió a preguntarle-. ¿Por qué te comportas así? No tiene sentido. Sé que te sientes sola; sé que sientes dolor y sabes que la muerte está cerca. Es normal después de lo que has pasado. Puedes superarlo con ayuda de la gente, pero tú la rehúyes. Hablamos de tu familia y tu te empeñas en ahuyentarla. ¿Por qué?

– No voy a hablar de esto contigo.

– Mala suerte, porque no voy a marcharme hasta que lo entienda.

Gloria se cruzó de brazos y miró fijamente por la ventana. Lori la miró a ella.

– Creí que tenías los nietos más egoístas del mundo -dijo Lori lentamente-. Perdiste a tu único hijo, los prohijaste, los criaste y sacaste la empresa adelante. Creí que ellos eran unos desagradecidos que te habían dejado de lado. Sin embargo, no es así, ¿verdad? Los rehúyes. ¿Qué intentas demostrar?

– No te metas en esto -le advirtió Gloria, roja de ira-. No es de tu incumbencia. Déjalo ahora mismo.

– ¿Quién va a obligarme? ¿Tú? Crees que eres muy dura, pero no te tengo miedo.

– Muy madura -replicó Gloria con una levísima sonrisa.

Lori tuvo que contener su sonrisa. ¿Había sido una grieta en la armadura? ¿Una señal de humanidad? Era imposible.

– Me da igual la madurez -contestó Lori-. Hago lo que da resultado. ¿Qué pasa con Cal? ¿Por qué no quieres verlo?

Gloria volvió a mirar hacia la ventana, pero esa vez lo hizo con cierta pena.

– Nunca me ha respetado.

– Lo dudo.

– No puedes saberlo. Además, se casó con esa mujer… cuando estaba embarazada de otro hombre. El hijo que está criando no es suyo.

– ¿Lo engañó?

– No. Estaba embarazada cuando empezaron a salir.

– Entonces, en realidad, ella no hizo nada incorrecto.

– Ésa no es la cuestión.

– Es la cuestión que importa. ¿Es feliz Cal?

– Cualquier necio puede ser feliz.

– Lo tomaré como un sí -Lori se apoyó en el costado de la cama-. Deberías tener cuidado con rehuir a la gente demasiadas veces. Al final, dejan de intentar acercarse.

– Debes de saberlo por experiencia -Gloria se volvió para mirarla.

– ¿Cómo dices? -Lori parpadeó-. No sé qué quieres decir.

– Claro que lo sabes, pero no es agradable que otra persona te analice, ¿verdad? -Gloria la miró de arriba abajo-. ¿Cuánto tiempo llevas descuidando tu aspecto? Podría decirse que incluso lo empeoras.

Lori hizo un esfuerzo para no reaccionar ni sonrojarse.

– Llevo la bata de enfermera porque me parece apropiada para mi trabajo.

– Es fea y sin formas. Tu pelo no es feo, pero te lo recoges en una trenza ridícula. No llevas maquillaje y esas gafas…

– Me ayudan a ver -reaccionó Lori-. Las enfermeras ciegas encuentran pocos trabajos.

– Utilizas el humor como un arma. Diría que no soy la única que rehúye a la gente. ¿Cuál es tu excusa? ¿Cuándo tiraste la toalla?

Hacía mucho tiempo, pensó Lori sombríamente. Cuando se dio cuenta de que su hermana mayor era perfecta y que ella nunca estaría a su altura.

– Vaya, ahora no tienes nada que decir -insistió Gloria.

– Prefiero decirles a los demás lo que les pasa, pero puedo asimilar las críticas. Me recojo el pelo porque es más cómodo. Visto así porque es lo apropiado. No llevo maquillaje porque tengo poco tiempo por las mañanas y prefiero correr un rato a pintarme la cara.

– Magníficas excusas. ¿Las habías utilizado antes o acaban de ocurrírsete?

Lori la miró fijamente. La buena noticia era que Gloria mostraba interés por la vida, aunque un poco retorcido. La mala era que, al mostrar ese interés, le había arrojado algunas verdades como puños a la cara.

– ¿Qué quieres de mí? -preguntó Lori-. ¿Tus comentarios tiene alguna intención o sólo son una diversión?

– Quiero que lleves ropa normal. Vaqueros y jerséis. Verte con esa… ¿Cómo la has llamado?

– Bata.

– Eso. Verte con eso es deprimente. Ya estoy bastante cerca de la muerte, no hace falta acelerar el proceso viéndote con esa ropa espantosa.

Lori se levantó el borde de la bata como si buscara alguna etiqueta.

– No hay ninguna advertencia de que una bata puede ser un arma mortífera.

– Niña insolente.

– Vieja arpía.

Gloria apretó los labios como si intentara contener una sonrisa.

– A partir de mañana llevarás ropa normal.

– No puedes obligarme.

– A cambio, existe la remota posibilidad de que acceda a ver a alguno de mis nietos.

Era una victoria y compensaba ponerse vaqueros.

– Trato hecho.

– También tenemos que hacer algo con tu pelo -Gloria le miró la cabeza.

– No creo. El precio de eso es que cantes karaoke.


Dani esperaba que le sirvieran su espresso en el Daily Grind, rebosante de gente. Ese local, situado en pleno centro de Seattle, siempre había sido su Daily Grind favorito, porque fue el primero que abrió su hermano Cal. Se puso en la fila el primer día, mientras Cal trabajaba en la barra y esperaba para ver si su negocio despegaría. Despegó. En ese momento había Daily Grinds por toda la Costa Oeste.

Naturalmente, pensar en el triunfo de Cal hacía que su vida pareciera aún más lúgubre. Tenía que tomar decisiones. Mejor dicho, ya había tomado las decisiones, sólo faltaba ponerse en marcha.

Le llegó el turno y agarró su café. Era el momento de despedirse de The Waterfront y buscar un trabajo. Un trabajo donde el éxito o el fracaso dependiera de su rendimiento y no de la familia. Se dio la vuelta y chocó con alguien. Levantó la mirada y vio a un hombre bastante atractivo que retrocedía.

– Perdón -se disculpó él-. Estaba distraído.

– No importa.

– ¿Te has manchado?

A ella le gustó que se limitara a mirarle el abrigo en vez de aprovechar la ocasión para tocarla.

– No, estás perfecta -él retrocedió otro paso-. Perdona, no quería decir eso. No quiero decir que no estés bien. Lo estás, pero no era un piropo. No quiero decir que no te merezcas un piropo, pero…

Se quedó tan turbado que ella se olvidó de su costumbre de no hablar con ningún hombre desconocido menor de setenta y cinco años.

– No te preocupes -lo tranquilizó con una sonrisa-. Sé perfectamente lo que quieres decir. No tengo ninguna mancha de café en el abrigo.

– Exactamente -dijo él con un brillo de alivio en los ojos grises-. No te he tirado el café.

– Perfecto -ella, impulsivamente, extendió una mano-. Me llamo Dani.

– Gary.

Se estrecharon las manos y ella no sintió nada. Ni un chispazo ni nada parecido. Gracias a Dios.

– Hay mucha gente -comentó ella-. He intentado evitar la hora punta, pero no sé cuál es.

– Yo tampoco -él se acercó empujado por una pareja-. Vengo varias veces a la semana para tomar mi dosis estimulante de café.

Ella fue hacia un rincón con menos gente.

– ¿El café te levanta el ánimo?

– La cafeína. Doy clases aquí cerca y los alumnos de la tarde son unos gamberros. Esto me mantiene alerta -Gary levantó la taza de café.

Era el tipo de hombre que pasaría desapercibido, se dijo Dani. Pelo castaño, ojos claros, piel clara, delgado, bien vestido, pero sin llamar la atención. Parecía más sincero que seductor; más intelectual que físico. Todo eran virtudes.

– ¿De qué das clases? -preguntó.

– De teología y matemáticas en el colegio universitario del distrito. La mayoría de los alumnos estudian teología para cumplir algún requisito y todo el mundo sabe que la gente odia las matemáticas. Debería buscar alguna materia que gustara a todos.

– ¿Hay alguna?

– ¿Qué te gustaba en la universidad?

– No las matemáticas -contestó ella con una sonrisa-. Lo habrás oído muchas veces.

– Puedo asimilarlo.

– Di muchas clases de gestión de restaurantes. Me dedico a eso, trabajo en un restaurante. Fui ayudante de jefe de cocina durante algún tiempo. Dirigí un sitio en Renton, el Burger Heaven.

– He estado -él asintió con la cabeza-. Unos batidos muy buenos. ¿Te gusta ser ayudante de jefe de cocina?

– Me encanta trabajar con Penny, pero ha llegado el momento de dar un cambio. Estaba pensando en eso cuando nos chocamos. Tengo que arriesgarme, pero me da miedo. ¿Qué pasaría si sale mal? ¿Qué pasaría si sale bien? No puedo… -se calló y lo miró fijamente-. Me parece increíble que te esté contando todo esto.