– Estoy encantado de que hables conmigo. Dani. Me gusta escucharte.

Lo decía de una forma…, como si lo dijera en serio.

– Pero no te conozco.

– A veces captamos la afinidad con otra persona -contestó él.

Si otro hombre hubiera intentado una aproximación así, le habría dado un puñetazo en el estómago. Gary, sin embargo, hablaba como si fuera sincero.

– Aun así, no suelo soltar el rollo a desconocidos.

– Me alegro de haber sido la excepción -él miró el reloj-. Pero tengo cuarenta y cinco alumnos aburridos que esperan oír algo sobre teología comparada. Tengo que irme.

Lo dijo como si lo lamentara. Ella, en cierto modo, también lo lamentaba.

– Gracias por escucharme.

– Me alegro de haberme topado contigo.

– Yo también.

Se miraron un segundo y él se marchó. Dani salió y fue a buscar su coche. Pensó que había estado bien, que encontrarse con Gary le había recordado que había hombres que no eran unas comadrejas voluptuosas y farsantes.


Reid echó una ojeada a las cartas de admiradores que tenía delante. Algunas estaban mecanografiadas y parecían de camioneros, pero otras lo conmovieron. Repasó una y otra vez la de Frankie, un niño que estaba muriéndose de cáncer. El niño que había pedido ver a Reid como último deseo.

– ¡Maldita sea!

Reid descolgó el teléfono, marcó el número que el niño había escrito en la carta y se dejó caer contra el respaldo de la butaca.

– Diga… -contestó una mujer.

– Hola, soy… -Reid vaciló. La carta era de hacía tres meses y quizá debería esperar a decir quién era-. ¿Está Frankie?

– Dios mío…

La mujer lo dijo con un sollozo y Reid se puso tenso.

– Señora…

– Disculpe. Es que… -la mujer volvió a sollozar-. Frankie… murió hace dos semanas. Sabía que iba a pasar, era inevitable. Todos lo sabíamos. Esperaba sentirme triste, pero estoy conmocionada. ¿Por qué sigo esperando volver a verlo? Sólo era un niño. Era muy pequeño y ahora estará solo.

Reid se sintió como si una pelota de béisbol le hubiera alcanzado en el estómago a ciento cincuenta kilómetros por hora. Se quedó sin respiración y no pudo decir nada. Seguramente, fuera mejor así porque no sabía qué decir.

– Lo siento… -consiguió decir-. Lo siento mucho.

– Gracias -la mujer se aclaró la garganta-. Debería contenerme, pero no consigo asimilarlo -tomó aliento-. No he entendido su nombre. ¿Por qué ha llamado?

– Da igual -contestó Reid-. No volveré a molestarla.

Reid colgó y dejó caer la carta al suelo. Dos semanas. Dos malditas semanas. Si se hubiera molestado en leer esa carta hacía dos semanas, habría podido ver al niño. Su visita no habría servido de nada, pero Frankie no habría pensado que su último deseo no importaba a nadie.

Leyó otra carta de un niño muy enfadado que lo increpaba por no haber asistido a un acto benéfico. Había docenas de cartas como ésa. Reid cerró los ojos e hizo un esfuerzo por olvidarlo. No era una mala persona. Tendría defectos, pero trabajaba mucho y no hacía daño a nadie intencionadamente. Al menos, eso era lo que se decía a sí mismo, pero lo cierto era que no tenía un verdadero trabajo, lo que hacía en el bar no lo era, y, en realidad, había hecho daño a bastante gente. Sonó su teléfono móvil, miró la pantalla y vio que era Seth, el que se decía su representante.

– ¿Qué? -preguntó a modo de saludo.

– Pon la CNN y prepárate.

Reid agarró el mando a distancia y encendió el canal. Estaban entrevistando a dos gemelas idénticas.

– Entonces ¿es un libro de autoayuda? -preguntó el periodista que casi no podía dejar de mirar sus pechos.

– Bueno… -contestó una de las rubias con tono agudo.

La voz hizo que Reid se quedara petrificado y se acordara de un par de noches en Cincinnati, de una cama gigantesca y de mucho servicio de habitaciones.

– Hemos tenido muchas relaciones -siguió la rubia.

– Hemos conocido a muchos hombres -añadió la otra rubia con una risita.

– Eso -la primera sonrió a la cámara-. Por eso hemos decidido transmitir nuestra experiencia a otras mujeres. Ya sabes, a las que no son tan guapas y sexys y no salen tanto como nosotras.

– Pueden hacer algunas cosas -intervino su hermana-. Pueden ser más sexys. No sólo en la forma de vestirse, sino en lo que dicen y en lo que hacen.

Esa maravillosa oferta a las mujeres estadounidenses llegaba de dos gemelas recién salidas de la peluquería con unos tops y unos pantalones muy ceñidos y a juego.

– También habláis de algunos de los hombres que habéis conocido…

– Bueno… -dijo la de la izquierda entre risitas-. Sabemos que no se debe hablar de estas cosas, pero no hemos podido resistimos.

Reid sintió que se le helaban las entrañas.

– Me ha llamado la atención un nombre -dijo el periodista-. Reid Buchanan.

Las gemelas se miraron y suspiraron.

– No queríamos comentar nada en el libro -contestó la primera-. Sería de mal gusto. Pero, sinceramente, no fue nada del otro mundo. La mayoría de los hombres tienen dificultades con dos mujeres y por eso nos lo esperábamos. Claro, tienen esa fantasía, pero cuando se encuentran con nosotras dos desnudas, pueden verse desbordados.

– ¡No me vi desbordado! -bramó Reid a la televisión-. Fue sensacional.

– La tierra no tembló -añadió la otra en voz baja-. Suele pasar.

– ¿Fue una cuestión de tamaño? -preguntó el periodista acercándose a ella.

Reid apagó la televisión y se levantó de un salto. Fue de un lado a otro de la habitación entre maldiciones. No se merecía aquello, no era tan mal bicho. Necesitaba una tregua, pero nadie parecía dispuesto a dársela. Siguió yendo de un lado a otro, pero la habitación era demasiado pequeña y no podía sofocar tanta energía. Tenía que salir de allí, pero no tenía a donde ir. Bajó al piso de abajo, donde estaba la única persona que podía distraerlo. Tenía que hablar de tonterías, pensó mientras entraba en la cocina.

Sin embargo, Lori le había dejado muy claro lo que opinaba de él. ¿Quería que lo humillara un poco más? Aun así, por muy rotundamente que ella le hubiera dicho que no lo deseaba, no podía dejar de pensar que la atraía. Si era así, ella no lo soportaría. Lo cual, en cierto modo, le alegraba. Incordiarla le parecía interesante.

Lori no estaba en la cocina ni en la sala. Fue hacia el dormitorio provisional de Gloria.

– ¿Dónde está Lori? -preguntó al ver que no estaba allí-. No estará esquivándome…

Su abuela se quitó las gafas, dejó el libro y lo miró fijamente.

– Aunque sea increíble, el mundo no gira alrededor de ti, Reid. La hermana de Lori está enferma y la ha llevado al médico. Volverá dentro de una hora o así. ¿Podrás sobrevivir solo hasta entonces o llamo al servicio de emergencias?

Capítulo5

Lori volvió un poco antes de las dos de la tarde, entró en la casa y se encontró con Reid esperándola. Lo primero que pensó fue darse la vuelta y esconderse en el coche. Se sentía cohibida por la conversación que habían mantenido, cuando le había dicho que no lo deseaba; y porque ya no llevaba la bata. Que llevara vaqueros y un jersey podía ser casual, pero también podría interpretarse como un intento lastimoso de atraerlo. Recapacitó, Reid nunca pensaría en ella, estaba demasiado ocupado con el porno. Cerró los ojos un instante. Eso no era justo. Él no tenía la culpa de que estuviera cautivada. Quizá debiera volver a plantearse el asunto del libro de autoayuda. Tenía que hacer algo para volver a ser una persona normal. La última visita a Seattle Chocolate había sido deliciosa, pero no la había curado del todo.

– Te habías ido -saludo Reid mientras ella dejaba el bolso en una balda de la despensa.

– Sí, me había ido y he vuelto.

Lo miró fijamente. ¿Por qué tenía que ser tan guapo? ¿Por qué no podía ser feo o, por lo menos, normal? ¿Por qué sus ojos hacían que quisiera sumergirse en lo que decía y por qué su boca le inspiraba algunos actos sexuales que podrían estar prohibidos en los Estados más conservadores? Intentó pasar de largo, pero él se lo impidió.

– Tengo que ir a ver cómo está Gloria -dijo ella.

– Ya lo he hecho yo. Está dormida. Quiero hablar contigo.

Ella se sintió presa del pánico. No quería tener ninguna conversación.

– Tengo muchas cosas que hacer.

– ¿Muchas cosas? ¿Qué? -preguntó él con las cejas arqueadas.

– Cosas. Cosas… importantes -balbució ella.

No podía lidiar con él en ese momento. Seguía turbada por la última vez que se habían visto y se sentía vulnerable por lo que le estaba pasando a Madeline.

Pensar en su hermana la dejó sin fuerzas, se encogió de hombros y lo miró fijamente.

– Muy bien. ¿De qué quieres hablar?

– No puedes ceder a la primera -le reprochó él-. No es justo.

– ¿Te quejas porque te dejo que te salgas con la tuya? No sabes lo que quieres.

– Te pasa algo. ¿Qué te pasa? -preguntó él.

– Nada -contestó ella mientras se daba la vuelta.

– Conozco lo suficiente a las mujeres para saber que eso significa algo, pero tendré que sonsacártelo -la agarró del brazo-. Dímelo.

No pensaba decirle nada. Era un asunto sólo suyo. No podía comentarlo con nadie. Desde luego, no podía hablarlo con Madeline, que bastante tenía consigo misma, y menos aún con su madre, que era un cero a la izquierda.

Detestaba sentirse tentada, pero detestaba más todavía que, a pesar de todo, sintiera de aquella manera el contado de sus dedos en el brazo. Notaba, a través del jersey, su calor, sentía anhelo y muchos otros deseos que nunca satisfaría.

– Márchate -le dijo dándose cuenta de que empezaba a parecerse mucho a Gloria.

– A lo mejor puedo ayudarte.

– ¿Como ayudaste a todos esos niños que te escribieron? -preguntó ella mientras se soltaba el brazo y lo miraba con rabia-. No lo creo. Sin embargo, si tanto quieres saberlo, le lo diré. Mi hermana está muriéndose. ¿Contento? Tiene una hepatitis C grave que le contagiaron hace años en una transfusión. Podría salvarse con un trasplante de hígado, pero su grupo sanguíneo es muy especial y tiene pocas posibilidades. Por eso creo que vas a ser de poca ayuda, a no ser que seas AB negativo y estés dispuesto a donar tu hígado por una buena causa.

Fue hacia la cocina, pero antes de haber dado cinco pasos, se sintió abrumada. Quizá Reid fuera un majadero, pero nunca lo había sido directamente con ella. No tenía derecho a maltratarlo. A su modo, seguramente había intentado ayudarla. Lo miró y vio su expresión atónita.

– Perdóname. No debería haberte dicho eso. El médico no tenía buenas noticias y he estallado.

Entonces, para sorpresa suya y de Reid, se echó a llorar. Intentó dominarse pese a las lágrimas que le caían por las mejillas. Nunca lloraba. No se lo permitía. Era una mujer juiciosa, lógica y abnegada. No se permitía la debilidad y no la respetaba en los demás. Sin embargo, no podía dejar de llorar.

Súbitamente, Reid apareció ante ella y la rodeó con sus brazos. Sin dejar de llorar, se dejó abrazar y consolar. Era alto y fuerte, pero, por una vez, pensó que a él no le interesaba el sexo. Tuvo la extraña sensación de que podía confiar en Reid. Lo cual era un disparate. Ese hombre era tan fiable como unas arenas movedizas.

Aun así, sentirse abrazada era muy agradable. Cedió a la flaqueza hasta que se le secaron las lágrimas. Entonces, tomó aire, retrocedió un paso y se limpió la cara con la manga.

– Lo siento -se disculpó con la mirada clavada en el suelo.

– ¿Qué pasó en la visita al médico? -preguntó él con calma.

Ella lo miró y sólo vio compasión en su mirada. Se encogió de hombros.

– Desde que le dieron el diagnóstico supe que era malo. Soy enfermera y pude imaginarme lo que iba a pasar, pero supongo que creí que a mi hermana no podía pasarle nada malo. Hasta ahora, ha llevado una vida casi perfecta. El médico habló del tiempo que le quedaba y de que teníamos que pensar en ingresarla en cuidados paliativos. Eso me impresionó. Hablaba del final.

Reid la agarró de la mano.

– ¿Cuál es el plazo?

– Alrededor de un año. Se mudó a vivir conmigo hace unos meses. Empieza a tener días muy malos. Trabaja a tiempo parcial, pero eso no durará mucho. Acepté este trabajo porque el horario me permite estar más tiempo con ella y el sueldo es muy bueno. Estoy ahorrando todo lo que puedo para poder pasar los últimos meses con ella -Lori le estrechó con fuerza la mano y contuvo las lágrimas-. Madeline quería hablar hoy de eso. De vuelta a casa me dijo que no quería que alterara mi vida por ella: que le parecía muy bien ingresar en cuidados paliativos. Pero yo no quiero dejarla, puedo cuidarla.

– ¿La única forma de salvarla es con un trasplante de hígado?

– Sí. A no ser que encuentren un tratamiento milagroso, y es poco probable que ocurra a tiempo. Me he hecho las pruebas, pero no soy compatible.