– No puedes prescindir de tu hígado -replicó él con el ceño fruncido.
Pese a la tristeza y la amenaza del llanto, ella sonrió.
– Ahora se utilizan donantes vivos. Tomarían un trozo de mi hígado. Pero da igual, no puedo donarlo. Mi madre podría, pero bebió tanto durante tanto tiempo que casi no le queda hígado -Lori se soltó la mano y retrocedió-. Es muy típico de Madeline tener un grupo sanguíneo singular. Es perfecta en todos los demás sentidos, pero ¿por qué no puede tener O positivo, como la mayoría de la gente?
Era más fácil bromear que reconocer el verdadero problema. Su problema y el de Madeline no tenían una solución fácil. Lori nunca había sabido qué decir ni qué hacer. Vivía con remordimiento porque, aunque adoraba a su hermana, también había sentido resquemor hacia ella en la misma medida. Lo que la convertía en una persona espantosa.
– Lo siento muchísimo -dijo Reid-. Sé que no sirve de nada, pero no sé qué decir.
Lori, mientras lo miraba a los ojos, pensó que parecía sincero. Ninguno sabía qué hacer y eso era algo interesante para compartir.
– Gracias -dijo por fin-. Yo también lo siento, me derrumbé y nunca me pasa. Suelo mantenerme firme.
– No te preocupes, le pasaría a cualquier en esas circunstancias.
Lori tragó saliva y se obligo a decir la verdad.
– Me has ayudado.
– Algo es algo -Reid esbozó una levísima sonrisa.
Él se fue de la cocina y ella se quedó mirándolo. ¿Habían vivido un momento con cierta sensibilidad? Prefería que sólo fuera una cara bonita. Lo demás lo convertía en alguien mucho más peligroso para su frágil tranquilidad de espíritu. Sin embargo, no dependía de ella.
Reid entró en la pequeña habitación que había convertido en su despacho provisional. Que la gente pensara que era una nulidad en la cama no era nada comparado con una hermana que se moría. Naturalmente, también estaban los niños defraudados; desdeñados por alguien que debería ser un héroe. Decir que no había sido culpa suya ya no servía de nada.
Miró el montón de cartas. Las cosas habían salido mal. ¿Podía solucionarlo? Hizo una mueca de disgusto al acordarse de la llorosa madre de Frankie. Si pudiera…
No, no podía solucionarlo, pero podía evitar que volviera a pasar. Podía tomar medidas y cerciorarse de que las personas adecuadas recibieran lo que necesitaban. Vio la carpeta de los niños que intentó que fueran a la final del campeonato estatal: los que se quedaron sin billete de vuelta. Leyó las cartas acusadoras y airadas. Sintió un nudo en el estómago. No había sido culpa de él. No tuvo nada que ver con la organización del viaje, pero eso daba igual. La oferta se hizo en su nombre. Leyó la carta del entrenador. Sin saber muy bien qué iba a decir, descolgó el teléfono y marcó un número. Después de hablar con dos personas, le pasaron con el entrenador Roberts.
– Siento el embrollo con los billetes de vuelta -empezó Reid después de presentarse-. No supe nada de lo ocurrido hasta dos días después. La agencia de viajes que contrató mi representante metió la pata. Dije que les mandaran un cheque para reembolsarles los gastos, ¿les llegó?
– Sí, claro -confirmó el entrenador-. No cubrió casi nada, pero lo importante es el gesto, ¿no?
– ¿De qué me está hablando? -preguntó Reid perplejo.
– ¿De verdad cree que mil dólares cubren los gastos de diecisiete niños y sus familias?
– No. Tiene que haber un error. Tenía que cubrirlo todo.
– No sé a qué cree que está jugando, Buchanan. Es usted un majadero de la peor especie. Éste es un pueblo pobre en la zona más pobre del Estado. Los niños son de familias trabajadoras. Ni siquiera pueden permitirse un billete de autobús. Embargaron el coche de una de las familias porque tuvieron que elegir entre pagar la letra o que los niños volvieran a casa. Eligieron a los niños. Usted manda un cheque de mil dólares y cree que eso significa algo…
– Tenía que ser… más -balbució Reid.
¿Qué había hecho Seth? ¿Por qué había mandado tan poco?
– Esos chicos lo admiraban -siguió el entrenador-. Lo idolatraban. Usted hizo que sus sueños se hicieran realidad para luego estamparlos contra el suelo.
– Lo siento -insistió Reid.
– Seguro… Seguro que no duerme por las noches. Usted representa todo lo que no quiero que sean esos niños.
– Quiero compensarlos -Reid estaba aturdido-. ¿Puedo mandarlos a Disney World o algo así?
– Sería maravilloso. Como todo el mundo puede pagarse el billete de vuelta desde Florida… Limítese a hacer lo que sabe hacer: acostarse con mujeres. Aunque, al parecer, tampoco lo hace muy bien. Aquí nadie quiere saber nada de usted. No podemos permitirnos su caridad.
El exterior del restaurante asiático era muy elegante. Dani aparcó cerca de la puerta y entró. Tenía una entrevista con Jim Brace, el dueño. La decoración era sobria, pero preciosa, y el gigantesco comedor era el doble de grande que el de The Waterfront.
Todavía faltaban dos horas para que abrieran y había poca gente. Se acercó a un hombre que estaba poniendo las mesas y preguntó por Jim.
– ¿Sabe él que ha venido? -preguntó mirándola fijamente.
A ella no le asombró la pregunta sino la preocupación que reflejaba su mirada.
– Tengo una cita con él.
– Muy bien. Iré a buscarlo -se alejó un poco y se dio la vuelta-. No se mueva de ahí y no toque nada.
– Se lo prometo -aseguró Dani sin saber qué no podía tocar.
Volvió al mostrador de recepción y tomó aliento. Era su primera entrevista y era una muy importante. El restaurante de Jim Brace era uno de los mejores de Seattle. Los críticos no se ponían de acuerdo en qué era más exquisito si la comida o el servicio. Se recordó que tenía suficiente experiencia y que, evidentemente, Jim se había quedado impresionado con su currículo. Si no conseguía el empleo, por lo menos tendría la experiencia de la entrevista.
Un hombre alto y delgado se acercó a ella. Reconoció a Jim por las fotos de los periódicos y sonrió.
– Señor Brace, soy Dani Buchanan.
– Llámame Jim, por favor, y yo le llamaré Dani -se estrecharon las manos y él la llevó hacia un rincón del restaurante-. ¿Has comido alguna vez aquí?
– Un par de veces. La comida es increíble.
– Recetas secretas -bromeo él-. Mi madre es medio china y el hermano de mi padre pasó algunos años en Japón. Me crié en los dos sitios y aprendí los idiomas, pero, lo que es más importante, estudié la cocina. Veraneaba aquí, en Seattle, y por eso también tengo influencias estadounidenses. La mezcla de todo ello me ha permitido tener tanto éxito.
Hizo una pausa cuando una joven con uniforme de cocinera se acercó a él con una bandeja. Jim miró la bandeja y la tomó.
– Puedes irte -le dijo sin darle las gracias.
La mujer hizo una leve inclinación y se marchó. Él empezó a poner platos en la mesa.
– Sé que querrás volver a probar la comida. Es excelente. Nuestro cocinero jefe, Park, lleva seis meses con nosotros. No me gustaron todos los cambios que quería hacer, pero le permití hacer algunos.
– A The Waterfront le pasó algo parecido cuando reabrió -comentó Dani con una sonrisa-, Penny Jackson estaba decidida a salirse con la suya, pero ¿quién puede discutir contra la brillantez?
– Yo sí puedo -afirmó Jim-. Es mi labor. Se hace lo que digo.
Él, sin molestarse en preguntar, sirvió la comida en dos platos. Dani tomó el suyo y observó el contenido. Había distintos tipos buñuelos, tempura y un guiso que olía maravillosamente. Jim sirvió té con un poco de azúcar. Quizá estuviera susceptible, pero a Dani le pareció un hombre que disfrutaba un poco demasiado llevando las riendas. Sería afortunada si no le cortaba la comida y se la metía en la boca.
– Llevo tiempo buscando un director -le explicó él-. Necesito a alguien que pueda respetar mi concepto. Este restaurante y yo somos lo mismo -se encogió de hombros-. Me han dicho que soy complicado.
Dani se acordó de todo lo que había hecho Gloria, de que la dejó trabajar hasta la extenuación y le hizo creer que tenía alguna oportunidad dentro de la empresa para al final reconocer que no pasaría de Burger Heaven.
– Puedo con las complicaciones siempre que los objetivos y las metas estén bien definidos.
– Eso puedo hacerlo -Jim empezó a comer y apremió a Dani para que hiciera lo mismo-. ¿No te parece maravillosa?
Ella probó varios platos y tuvo que mostrarse de acuerdo. Jim se levantó y la invitó a recorrer el restaurante con él. Le explicó la disposición concreta de las mesas y que los clientes habituales, que gastaban mucho dinero, tenían sitios especiales. Prefería el exceso de reservas y tener que rechazar a otros clientes.
– ¿No se molestarán y no volverán? -preguntó ella.
– Algunos, pero la experiencia me dice que la gente quiere lo que no consigue y, para muchos de ellos, eso es cenar en mi restaurante.
Dani arrugó la nariz. Ella era una directora a la que le gustaba agradar al cliente como fuera.
Cruzaron unas puertas batientes y, mientras entraban en la inmaculada cocina, se preparó para oír todo tipo de exabruptos en varios idiomas. Sin embargo, reinaba un silencio antinatural. Miró fijamente a los hombres que trabajaban sin parar. El más alto del grupo se acercó a ellos, el nombre bordado en la chaqueta le identificaba como jefe de cocina.
– Park, te presento a Dani Buchanan. Aspira a ser la directora.
Park la miró e inclinó levemente la cabeza, pero no dijo nada. Dani había trabajado con jefes de cocina muy brillantes y esperaba energía, opinión y un tono de voz que abrumarían a los inexpertos.
– Hola -lo saludo ella jovialmente-. Me ha encantado el menú degustación. Sería fácil hacer recomendaciones en este sitio.
El atractivo rostro de Park no se inmutó, pero parpadeó lentamente.
Antes de que a ella se le ocurriera algo más que decir, se oyó un estruendo en el fondo de la cocina porque dos cuencos de metal habían caído en el fregadero, también metálico. Jim se dio la vuelta inmediatamente y dijo algo muy áspero en un idioma que no entendió. Todo el mundo se quedó petrificado, incluso Park. Jim se volvió hacia ella y se encogió de hombros.
– Hay que mantener a los chicos en vereda.
– Claro -dijo ella con un amago de sonrisa.
Había algo en esa cocina que era un error muy grave. Todo era demasiado silencioso, demasiado perfecto. ¿Dónde estaba el controlado caos de la creatividad?
Jim la acompañó a su enorme despacho y le hizo un gesto para que se sentara en la silla que había ante el escritorio.
– Prefiero tener bastantes camareros que atiendan las mesas -dijo-. Es posible que me guste que los clientes esperen su mesa, pero una vez que están sentados, todo va como la seda. Te gustará el equipo. Trabajan mucho, son puntuales y perfectos en su trabajo; si no, los despido.
¿Perfectos? ¿Quién podía garantizar la perfección todo el tiempo?
– ¿Tienes mucha rotación de personal? -preguntó ella.
– Se tarda en encontrar a la persona idónea, pero cuando encontramos a una que trabaja, se queda mucho tiempo. Aquí se gana mucho dinero.
A juzgar por las reservas que tenían todas las noches, Dani no lo dudó. El restaurante lo tenía todo a favor: una situación magnífica, una comida aún mejor, categoría y un servicio impecable. Sólo había un problema de casi dos metros de altura.
Jim siguió hablando del restaurante, de su concepto, de sus expectativas y de la necesidad de ser puntual, de trabajar muchas horas y de dar el cien por cien todos los días. Dani lo escuchó con atención aunque, no sabía por qué, tenía un nudo en el estómago.
– Me gustas -dijo Jim inesperadamente-. Conozco a tu abuela. No mucho, pero lo suficiente para saber que si dirigiste uno de sus restaurantes, tienes madera y no tienes miedo de trabajar duro. Para ser sincero, llevo mucho tiempo buscando el director o directora adecuado. Creo que tú lo eres. Te haré una oferta por escrito y luego volveremos a hablar.
– ¿Lo dices en serio? -Dani parpadeó.
– Sé que estás emocionada.
Él siguió hablando, pero Dani no lo escuchaba. El nudo que tenía en el estómago era algo más que emoción. Era una oportunidad fantástica. Jim sería complicado, pero nadie podía ser peor que Gloria, y ella la había soportado. Entonces ¿por qué no estaba más alterada? ¿Tenía una sensación que no le gustaba o estaba sucumbiendo al autosabotaje? ¿Creería íntimamente que, como afirmaba Gloria, no tenía lo necesario y nunca podría apañárselas sola?
Lori entró en la cocina y comprobó que Sandy ya estaba allí.
– Has llegado pronto…
Sandy se sirvió una taza de café.
– Sé cómo te sientes después de una jornada interminable. Yo, naturalmente, estoy despertándome.
Sandy sonrió y Lori se dio cuenta de que la otra enfermera empezaba a caerle bien. Sandy le señaló la cafetera y Lori sacudió la cabeza.
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