– Así que conoces a Jack de toda la vida, más o menos -le preguntó con un tono casual mientras Donna recogía sus cosas.

– Sí, nos conocemos desde pequeños -respondió Donna, con una gran sonrisa que le dijo entender claramente su pregunta. Se detuvo y miró a Karina-. Escucha, es normal que te guste Jack. A todas las mujeres les gusta. Es encantador y guapo.

– ¿A ti también te gusta?

– ¿A mí? -Donna se rio-.Jack es como un hermano para mí. ¿Tú tienes hermanos?

– Tres.

– Entonces sabes exactamente a qué me refiero. En algunos aspectos somos demasiado próximos, no hay misterio. Lo adoro, pero no de ese modo.

Por algún motivo Karina la creyó.

Antes de que se marchara, se volvió a mirar al espejo y le gustó lo que veía Aquel nuevo estilo era mucho más acorde a su personalidad y a su edad.

– Espero que puedas venir otra vez -le dijo a Donna-. Quiero decir, yo adoro a madame Batalli, pero…

– No te preocupes por ella. Va de camino al Caribe.

Karina frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir?

– Jack le ha conseguido un trabajo temporal en un crucero. Al parecer siempre quiso viajar y esta era su oportunidad. No volverá hasta el otoño.

Karina miró a Donna, confusa.

– ¿Por qué Jack ha hecho algo…?

Donna se encogió de hombros y sonrió.

– Verás, Jack me contó que tienes riqueza y poder, pero que lo que jamás has tenido es una amiga. Así que me dijo que queria que yo intentara serlo. Me envió para probar suerte, para ver si tú y yo somos compatibles y, por lo que a mí respecta, me pareces fabulosa. Por eso estoy aquí. Si tú quieres que vuelva, lo haré. Tú decides.

Karina no sabía qué pensar. Pocas veces se encontraba con gente tan clara y directa.

– ¿Se trata de alquilarte como amiga?

Donna soltó una sonora carcajada.

– No, se trata de contratarme como peluquera. Lo de la amiga viene como añadido -Donna se aproximó a Karina y le dio un impulsivo abrazo-. Me encantaría ser tu amiga y tu peluquera. Pero si a ti te resulta difícil, lo comprendo perfectamente – se dio la vuelta y se dispuso a marcharse-. Recuerda que todo cuanto me cuentes será estrictamente confidencial. Es parte del código ético de las peluqueras.

Donna se rio abiertamente antes de salir.

Karina se preguntó cuál era la causa que había impulsado a Jack a hacer aquello. Le provocaba serias dudas. Hasta que, de pronto, tuvo una intuición: a través de Donna él podría sentir que la tenía más cerca.

Sonrió para sí.

– Es un hombre maravilloso.

Capítulo 8

LA duquesa detestó desde el primer momento el peinado de Karina. Había llegado de su corto viaje y se había encontrado con que madame Batalli había partido en un largo viaje y que una intrusa estaba en su lugar. Sabía exactamente a quien culpar.

– Jack Santini se tiene que ir de aquí -dijo la mujer-. He sospechado de él desde el primer momento. No deberíamos haberlo contratado. Quiero que lo despidan de inmediato. Karina respondió sin dudar y con autoridad. -No -la palabra resonó con fuerza en la habitación. Tim Blodnick, que también estaba presente, alzó la cabeza desconcertado-. No quiero que se lo despida. Está haciendo un trabajo estupendo y exijo que se quedé.

La duquesa recuperó la compostura rápidamente.

– Mi querida sobrina, no sabes lo que dices. Los mayores somos los que debemos decidir. Solo pensamos en tu bien.

Karina negó con la cabeza.

– Lo siento, tía, pero no voy a admitir tu opinión en este caso. Soy mayor de edad y puedo tomar mis propias decisiones. Jack Santini se queda.

La duquesa protestó unos instantes, pero su tono no fue en absoluto convincente. La rebeldía de Karina la había sorprendido. No obstante, era algo que sabía llegaría a ocurrir algún día. Karina era la princesa y su palabra tenía más autoridad que la de ella. Solo era cuestión de tiempo que se diera cuenta de ello.

Sin duda, aquello dejaba patente también que Jack Santini significaba para Karina más de lo que ella misma habría llegado a pensar.

De algún modo, la velada fue similar a la de la semana anterior. Había un nuevo grupo de caracteres pero las circunstancias fueron similares y la conversación casi idéntica.

Durante la cena, Karina se encargó de que le sirvieran a Jack uno de los rollos que había hecho ella. Esperó atenta a que él levantara el pulgar en señal de aprobación y sonrió orgullosa.

El grupo de aspirantes de aquella noche era mayor y más aburrido que el de la fiesta anterior, lo que restó emoción a la velada.

Decepcionada, no hacía sino pensar en lo joven que era y en su necesidad de vivir un poco más antes de enterrarse en vida.

Lo que necesitaba era un hombre como…

No, no iba a decirlo, ni siquiera a sí misma. Pero su mirada la traicionó dirigiéndose hacia Jack. Estaba de pie en el otro extremo de la habitación, hablando con su tío, como solía hacer. Él levantó la vista y le regaló un casi imperceptible guiño que la encandiló. Era un hombre tan hermoso como una estatua de Miguel Ángel. Al mirarlo la embargaba una dulce y cálida sensación que llenaba el alma.

«Estoy enamorada», se dijo a sí misma con el consiguiente desconcierto.

No, no podía estarlo, no podía permitirse algo así.

Pero, lo quisiera o no, tenía que reconocer la realidad. Estaba enamorada de aquel hombre que agitaba su cuerpo y sus pensamientos y que vivía solo para protegerla.

Aquella misma tarde le había dicho que no se enamoraría de él. Pero ¿qué otra cosa podría haberle dicho? Si le contaba la verdad, se preocuparía. Porque estaba claro como el agua que ella acabaría cumpliendo con su obligación y casándose por deber. Enamorarse no iba a cambiar nada.

La fiesta le resultó larga y aburrida y prestó poca atención a los invitados. Su tía se percató rápidamente de lo que estaba ocurriendo. Pero, por primera vez, a Karina le dio igual. Era como si hubiera descubierto una nueva parte de sí misma, un nuevo mundo de posibilidades, y quería explorarlo.

Jack captó su mirada justo después de acabar la cena. Era curioso el modo en que podía leer su pensamiento algunas veces. Karina pensaba que estaba enamorada de él. Aquello se había estado germinando desde hacía algún tiempo y él temía el momento en que se hiciera patente. Y lo peor era que aquel amor era mutuo. Nunca antes había sentido nada parecido por ninguna mujer. Se preocupaba por ella y pensaba que su felicidad era más importante que nada.

Aquella noche, Karina lo sorprendió con otra visita a su apartamento. Se presentó ante su puerta con los perros a su lado.

– Te presento a Marcus y a Octavio -le dijo ella, al ver la sorpresa en el rostro de Jack-. Son grandes amigos míos desde que eran cachorros.

Él no pudo evitar sonreír.

– No lo sabía.

– Pues ahora lo sabes -respondió ella con otra sonrisa-. Pero supongo que no importa. Al fin y al cabo es a mí a quien tienen que guardar.

– Digamos que verlos lamiéndote los tobillos y con ese aspecto tan manso no dice mucho a favor de ellos. ¡Vamos, chicos, que se supone que sois guerreros!

Ella se rio.

– Déjalos, se quedarán en la puerta velando por mi seguridad.

Él negó con la cabeza.

– De eso nada, porque no vas a entrar.

– Sí, claro que voy a entrar -le dio un ligero empujón y pasó sin que se atreviera a detenerla.

– ¿Cómo has burlado a Greg? -le preguntó mientras la miraba con cierto reparo.

– Diciéndole que venía aquí. Sencillo. La verdad es que me empieza a gustar esto de ser adulta. La princesita está a punto de desaparecer de mi vida.

– Pues a mí me parecía encantadora.

Ella sonrió de un modo que le alteró las pulsaciones.

– Adulta o no-continuó él-, no deberías estar aquí.

– Lo sé. Pero tenía que venir. Quería darte las gracias por haberme enviado a Donna. Creo que nos vamos a hacer buenas amigas -cambió de tono-. Sobre todo quiero agradecerte que te preocupes por mí.

Sus palabras conjuraron un montón de nuevas emociones dentro de él, emociones agradables pero que le provocaban un miedo también desconocido.

– ¿Cómo podría no hacerlo? -dijo él suavemente.

Estaba tan cerca de él, que su perfume lo embriagaba.

– ¡Oh, Jack! -dijo ella-. Ojalá…

– Sí -dijo él, controlando la emoción del momento-. Ojalá.

A Karina se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Vete a la cama, princesa -le rogó él-. Necesitas dormir.

Ella asintió y se secó las mejillas.

– Hasta mañana -dijo ella y se marchó.

Jack cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre la pared. Iba a ser otra noche larga, muy larga…

El conde Boris llegó unos días más tarde y la duquesa recibió a su hermano pequeño con todos los honores.

La primera impresión que tuvo Karina de él fue buena. Era un hombre alto, guapo, rubio, la típica estampa del noble nabotavio. Era amigable y atento y Karina se sentía bien con él

– ¿Qué piensas del conde Boris? -le preguntó a Jack aquella noche en un encuentro casual.

Él la miró fijamente unos segundos y luego se encogió de hombros.

– Es el protagonista de todo este plan.

Ella parpadeó sorprendida por su tono cínico.

– ¿Qué quieres decir?

– Que es muy obvio que tu tía lo ha preparado todo para que sea el elegido.

– ¿Insinúas que quiere que me case con el conde Boris? ¡no creo! – Karina frunció el ceño-. ¿Para qué, entonces, habría organizado las fiestas con todos esos hombres?

– Para cubrir las apariencias.

Ella negó con la cabeza.

– Como siempre, sospechando de todos.

Él se encogió de hombros.

– Quizá. ¿Cuántos años tiene ese conde?

– Treinta y cinco. No es mayor -dijo ella-. ¿Por qué? ¿Es que piensas que me van a juntar con un viejo?

– Se me había ocurrido pensarlo, sí.

Ella se rio a carcajadas.

– ¡Antes me escaparía! -dijo impulsivamente.

– No me digas. ¿Y adonde te irías?

Ella suspiró.

– Como no sé nada sobre el mundo, tendrías que ayudarme.

El problema era que la idea le sonaba demasiado atractiva a Jack. Tenía la certeza de que todo estaba arreglado para que Karina se casara con aquel conde. El tipo parecía estar bien, pero no le gustaba el enredo, el modo de llevar a Karina al redil. No le habría importado echarle una mano para huir de allí.

Sabía, no obstante, que aquella clase de pensamiento era absurdo. El futuro de Karina le pertenecía a ella y nada más que a ella. No era asunto suyo lo que decidiera hacer con su vida. Había sido adoctrinada para cumplir con una serie de obligaciones y él no era quién para intervenir. Además, hacer algo tan descabellado como eso no haría sino agravar definitivamente su situación y garantizarle la expulsión del cuerpo de policía.

A pesar de todo, le importaba y mucho la felicidad de Karina. No podía negarlo. Simplemente no sabía cómo ayudarla.

La idea de que acabara casándose con aquel hombre lo hería. Claro que aún lo heriría más que ella acabara enamorándose del conde.

No entendía de dónde procedían aquellos celos. Nunca antes los había sentido. Tampoco nunca le había importado nadie de verdad. ¿Por qué en aquella ocasión tenía que ser diferente? Karina no era suya ni nunca podría serlo. A pesar de todo, sentía que se pertenecían el uno al otro.

La verdad era que aquel trabajo lo estaba llevando a confundir lo personal y lo profesional.

Quizá había llegado la hora de marcharse de allí, de buscar otro empleo.

¡Ojalá el juicio llegara pronto y pudiera solucionar su vida!

Mientras tanto, solo le quedaba admitir que Karina se casaría con alguien antes del final del verano, y no sería con él.

Durante las siguientes semanas las cenas, fiestas y meriendas se sucedieron una tras otra, con numerosos pretendientes que asistían esperanzados.

Al principio resultó divertido, pero poco a poco se fue haciendo agotador.

De todos los hombres que la cortejaban el único a considerar era el conde Boris. No obstante, no producía en ella la misma excitación que provocaba Jack.

Entretanto, seguía aprendiendo a cocinar y continuaba con la biografía de su madre, dedicando las dos últimas horas del día exclusivamente a esa tarea. Recopilaba datos que luego introducía en el ordenador. Sabía que la tarea le llevaría años, pero aquel verano habría de ser particularmente fructífero.

Su verdadero entretenimiento consistía en escaparse con Jack por las mañanas para que la llevara a diversas bibliotecas. Encargaba que les dejaran preparado un almuerzo el día anterior y salían a primera hora de la mañana, para evitar que su tía la detuviera con alguna excusa.

No hablaban mucho durante el trayecto en coche. Pero, en cuanto llegaban a su destino, pedía al señor Barbera que se marchara y no volviera hasta pasadas tres horas. Una la dedicaba a buscar documentación y dos a pasear tranquilamente con Jack por el parque.