– ¿Sarah? ¿Te apetece un paseo por la cubierta principal? Las tiendas son fabulosas -arguyó Victoria Thompson, resuelta a mostrarse persistente.
– Quizá más tarde -contestó, sin apartar los ojos del libro. Al oír cerrarse la puerta, supuso que su madre se había marchado del camarote. En ese instante alzó la mirada suspirando y se sobresaltó al verla-. ¡Oh! Creí que te habías ido.
– Ya lo sé. Sarah, quiero que vengas conmigo a dar un paseo. No me voy a pasar todo el santo viaje rogándote que salgas del camarote. Ya que has decidido venir, muestra un poco más de alegría o acabarás por destrozarnos a todos, sobre todo a tu padre.
A Sarah siempre le agradó que sus padres fueran tan considerados el uno con el otro, pero en ese momento le molestó.
– ¿Por qué? ¿Qué más da dónde esté? Me gusta estar sola. ¿Por qué os molesta tanto?
– Porque no es normal. No es bueno que una chica de tu edad pase tanto tiempo sola. Necesitas ver gente, un poco de vida, un poco de diversión.
– ¿Por qué? ¿Quién lo ha decidido por mí? ¿Quién ha dicho que si tienes 22 años necesitas divertirte? Yo no lo necesito. Ya tuve mucha diversión, y no quiero más en lo que me queda de vida. ¿Es que nadie puede entenderlo?
– Sí, yo lo entiendo, tesoro. Pero lo que tú viviste no fue diversión sino decepción, una profanación de todo lo decente y lo bueno, de todo en lo que tú siempre habías creído. Fue una experiencia terrible, y nunca permitiremos que te vuelva a suceder. Nunca. Pero debes abrirte de nuevo al mundo. Tienes que hacerlo, o tu interior se marchitará, se morirá, y el espíritu de una persona es lo más importante.
– ¿Y cómo puedes saberlo?
A Sarah le causaban dolor las palabras de su madre.
– Porque lo veo en tus ojos -le contestó Victoria con sabiduría-. Veo alguien ahí dentro que se está muriendo, alguien que sufre, triste y solitario. Alguien que pide ayuda, y esa persona no podrá salir sí tú no le ayudas a hacerlo. -Al oír esas palabras se le saltaron las lágrimas; su madre se acercó y la estrechó tiernamente entre sus brazos-. Te quiero tanto, Sarah. Por favor, trata de…, trata de sobreponerte. Confía en nosotros, no permitiremos que te vuelvan a herir.
– Pero tú no sabes qué mal lo pasé. -Sarah comenzó a hacer mohines como una niña, avergonzada de sus sentimientos y de su incapacidad para controlarlos-. Fue todo tan espantoso…, tan horrible. Nunca estaba en casa, y cuando venía…
No pudo continuar; se limitó a llorar al tiempo que meneaba la cabeza, incapaz de encontrar palabras para expresar sus sentimientos. Mientras la consolaba en su regazo, su madre le acariciaba su largo y sedoso cabello.
– Ya lo sé, tesoro, ya lo sé. Tan sólo puedo hacerme una idea. Sé que ha sido horrible, pero ya ha terminado. Y tú no. Acabas de nacer. No desistas antes de que la vida te brinde otra oportunidad. Mira a tu alrededor, siente el aroma de la brisa, de las flores, vuelve a la vida. Por favor…
Sarah se quedó sujeta a ella mientras escuchaba sus palabras y, sin dejar de llorar, le explicó cómo se sentía.
– Ya no puedo más…, tengo mucho miedo…
– Estoy aquí… contigo.
Nunca supieron cómo ayudarla. Al menos hasta el final, cuando la rescataron de la pesadilla en la que estaba inmersa. Pero no pudieron conseguir que Freddie se comportara como un buen marido, que regresara a casa por la noche, que abandonara a los amigos y las prostitutas, como tampoco pudieron salvar la vida de su hijo. Aprendió que la vida tiene momentos muy duros en los que nadie te puede echar una mano, ni siquiera los padres de una.
– Debes intentarlo de nuevo, corazón mío. Poquito a poco, aunque te cueste. Tu padre y yo siempre estaremos a tu lado. -Entonces la separó de sí y la miró fijamente a los ojos-. Te queremos mucho, Sarah, muchísimo, y no queremos que vuelvas a sufrir por nada.
Sarah cerró los ojos y respiró hondo.
– Lo intentaré. -Los abrió de nuevo y miró a su madre-. Lo intentaré, puedes creerme. -De pronto pareció asustarse-. ¿Y que ocurrirá si no lo consigo?
– ¿Qué quieres decir? -replicó su madre-. ¿No puedes dar un paseo con tu padre y conmigo? ¿No puedes comer con nosotros? ¿Ni conocer a algunos de nuestros amigos? A mí me parece que sí puedes. No te pedimos gran cosa; sí ves que de verdad no puedes hacerlo, entonces nos lo dices. -Hablaba como si se hubiera vuelto inválida aunque, en cierto modo, así era. Freddie la había paralizado, y ella lo sabía. La cuestión era cómo ayudarla, cómo podía recuperarse. Su madre no soportaba la idea de que quizá no podría-. ¿Damos un paseo?
– Estoy horrible. Debo tener los ojos hinchados y la nariz roja de tanto llorar.
Su madre puso una cara graciosa y Sarah esbozó una sonrisa entre las lágrimas.
– Es la mayor tontería que he oído en mi vida. No tienes la nariz roja.
Sarah se levantó de un brinco para mirarse en el espejo y dio un grito de disgusto.
– ¡Sí que lo está! ¡Mira, parece una patata colorada!
– Déjame ver… -Victoria achinó un poco los ojos y contempló la nariz de Sarah, a la vez que negaba con la cabeza-. Debe tratarse de una patata muy, muy pequeña. No creo que nadie note nada si te lavas la cara con agua fría, te peinas como es debido, e incluso te pintas los labios.
No se había maquillado desde hacía meses y no le preocupaba lo más mínimo y, hasta ahora, Victoria nunca le había dicho nada en ese sentido.
– Es que no he traído nada para pintarme -dijo, con deliberada indiferencia.
No estaba segura de querer intentarlo, pero lo que le había dicho su madre la había sensibilizado, y quería que viera su intención de cooperar, aunque ello significara que tuviera que pintarse los labios.
– Te prestaré el mío. Tienes suerte de estar guapa sin necesidad de maquillarte. Yo, si no me pinto, parezco una cuartilla de papel.
– No es cierto -replicó Sarah, mientras su madre se dirigía a su compartimento en busca del pintalabios.
Regresó en el acto y se lo ofreció, después de que Sarah se hubo lavado la cara con agua fría y arreglado el cabello. Con aquel jersey y aquellos pantalones, con el pelo suelto que le caía por debajo de los hombros, volvió a parecer una mujer joven. Su madre sonreía al salir del camarote. Se cogieron del brazo, y fueron al encuentro del padre de Sarah.
Lo divisaron en cubierta, tomando el sol en una hamaca, mientras cerca de él dos atractivos jóvenes se entretenían jugando al tejo. Había colocado la hamaca cerca de ellos exprofeso, esperando que Victoria pudiera aparecer en cualquier momento con Sarah. Al verlas, respiró satisfecho.
– ¿Qué habéis estado haciendo? ¿De compras?
– Todavía no. -La cara de Victoria irradiaba felicidad y Sarah sonreía, sin enterarse de la presencia de aquellos dos jóvenes que su padre había elegido-. Primero hemos pensado dar un paseo, tomar el té contigo, y después vaciar las tiendas con todo tu dinero.
– Tendré que arrojarme por la borda si me dejáis sin blanca.
Las dos mujeres se echaron a reír y los dos jóvenes que estaban cerca se giraron para mirar a Sarah; uno de ellos con una expresión de considerable interés. Pero ella se volvió y echó a caminar por el puente, en compañía de su padre. Mientras conversaban, Edward Thompson quedó impresionado por lo mucho que su hija parecía saber de política internacional. Por lo visto, las horas que se pasaba despierta hasta muy tarde las ocupaba leyendo los periódicos y revistas, aprendiendo todo lo que podía sobre la situación en Europa. Su padre recordó ahora lo inteligente que era, lo perspicaz, y quedó gratamente sorprendido al darse cuenta de las muchas cosas que sabía. No se trataba de una joven corriente, y durante toda la temporada en la que había permanecido oculta no había perdido el tiempo. Habló con soltura de la guerra civil española, de la anexión de Austria por Hitler, que había ocurrido en el mes de marzo, así como de sus implicaciones y del comportamiento mostrado por Hitler dos años antes, en Renania.
– ¿Cómo sabes todo eso? -preguntó su padre, impresionado, con la sensación de que era muy agradable hablar con ella.
– Leo mucho -contestó ella sonriéndole tímidamente-. Tampoco tengo grandes cosas que hacer, ¿sabes? -Intercambiaron una cálida mirada-. Y me parece algo fascinante. ¿Qué te parece que sucederá, papá? ¿Crees que Hitler declarará la guerra? Desde luego, parece prepararse para eso, y creo que el pacto entre Roma y Berlín podría llegar a ser muy peligroso, sobre todo si tenemos en cuenta lo que está haciendo Mussolini.
– Sarah, me sorprendes -dijo su padre, contemplándola con gesto impresionado.
– Gracias.
Pasearon durante un rato, profundamente enfrascados en la conversación sobre los peligros de guerra en Europa, y una hora más tarde interrumpieron el paseo, con mucho pesar por su parte. Su hija tenía una parte desconocida para él, algo que ella había malgastado a todas luces durante su matrimonio con Van Deering. Siguieron conversando animadamente a la hora del té, mientras Edward exponía su teoría de que Estados Unidos jamás se dejaría arrastrar a una guerra en Europa, y expresando el mismo punto de vista que el embajador Kennedy ya había compartido con sus íntimos, según el cual Inglaterra no se encontraba en una posición para involucrarse en una guerra en Europa.
– Es una pena que no vayamos a Alemania -dijo Sarah, sorprendiendo a su padre con ese comentario-. Me encantaría percibir lo que está sucediendo allí, e incluso hablar con la gente.
Al escucharla, su padre se alegró de haber decidido no ir. En sus planes para Sarah no entraban precisamente el permitir que su hija entrara en política. Una cosa era interesarse por lo que ocurría en el mundo, estar bien informada, incluso en la medida en que lo estaba ella, lo que ya resultaba raro, y más para una mujer, y otra muy diferente era ir allí para comprobar cómo estaban las cosas, lo que implicaba un peligro con el que él nunca estaría de acuerdo.
– Creo que será mejor que nos quedemos en Inglaterra y Francia. Ni siquiera estoy seguro de si deberíamos ir a Roma o no. Me pareció mejor decidirlo una vez que nos encontremos en Europa.
– ¿Dónde está tu espíritu de aventura, papá? -preguntó ella en tono de broma, pero él sacudió la cabeza, con una actitud mucho más prudente que la de su hija.
– Ya soy demasiado viejo para eso, hija mía. Y, en cuanto a ti, deberías preocuparte de llevar bonitos vestidos y acudir a hermosas fiestas.
– Qué aburrido -replicó Sarah afectando una expresión de aburrimiento que hizo reír a su padre.
– Desde luego, eres una mujer insólita, Sarah.
No era nada extraño que su matrimonio con Van Deering hubiera sido un desastre, o que ella hubiese decidido ocultarse durante todo aquel tiempo en Long Island. Era demasiado inteligente para él y para la mayoría de los jóvenes que integraban su círculo de amistades. Ahora, a medida que ambos se conocían mejor, durante el viaje en barco, su padre empezó a ir comprendiéndola.
Al tercer día Sarah parecía sentirse completamente a sus anchas, y deambulaba por el barco con naturalidad. Seguía mostrándose reservada, y sin ningún interés por los jóvenes que viajaban en el barco, pero comía con sus padres en el comedor y durante la última noche de la travesía cenó con ellos en la mesa del capitán.
– ¿No está usted prometida con nadie, señorita Thompson? -le preguntó el capitán Irving guiñándole un ojo.
La madre de Sarah contuvo la respiración, preguntándose qué contestaría ella a esa pregunta.
– No, no lo estoy -contestó ella fríamente, con un ligero rubor en las mejillas y una mano que tembló casi imperceptiblemente al dejar la copa de vino sobre la mesa.
– Los jóvenes de Europa están de suerte.
Sarah sonrió con recato, pero aquellas palabras fueron como un cuchillo que le penetrara en el corazón. No, no estaba prometida, sino que esperaba a obtener el divorcio en noviembre, un año después de celebrado el juicio. El divorcio. Se sentía como si todas sus esperanzas de mujer hubieran quedado arruinadas para siempre. Pero eso era algo que, al menos aquí, no sabía nadie, lo que constituía una pequeña bendición por la que se sentía agradecida. Y, con un poco de suerte, nadie lo sabría en Europa.
El capitán la invitó a bailar y ella tenía un aspecto muy hermoso entre sus brazos, con su vestido de satén de color azul pálido que su madre le había encargado poco antes de su boda con Freddie. Ese vestido pertenecía al ajuar de novia, y esta noche notó un nudo en la garganta al ponérselo. Y lo mismo sucedió cuando un joven desconocido la invitó a bailar, inmediatamente después de que hubiera terminado la pieza con el capitán. Ella pareció vacilar unos segundos antes de contestar, hasta que por último asintió amablemente con un gesto de cabeza.
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