– ¿De dónde es usted? -preguntó el joven.
Era un hombre muy alto y rubio y, a juzgar por su acento, inglés.
– De Nueva York.
– ¿Y va a Londres?
Parecía estar pasándoselo muy bien con ella. Había observado a Sarah desde hacía varios días, pero le pareció en exceso distante y un tanto esquiva, ya que no le había dado el menor pie para acercarse, lo que a él le había resultado descorazonador.
Sarah se mostró intencionadamente vaga. No tenía el menor interés en permitir que nadie la cortejara y, de una forma extraña, aquel joven le recordaba un poco a Freddie.
– ¿Dónde se alojará?
– Con unos amigos de mis padres -mintió, a sabiendas de que ya tenían reservas hechas en el hotel Claridge, y que permanecerían en Londres por lo menos dos semanas.
Pero no tenía el menor deseo de volverlo a ver y, por suerte para ella, el baile fue breve. Más tarde, el joven intentó rondarla, pero Sarah hizo lo posible por desanimarlo y, al cabo de unos minutos, el hombre comprendió el significado de su actitud y regresó a su mesa.
– Por lo que veo, el joven lord Winthrop no es de su agrado – comentó el capitán en tono de broma.
Aquel joven había sido el varón más codiciado en todo el barco, y la mayoría de las jovencitas casaderas parecía decidida a perseguirlo. Todas, excepto la extremadamente esquiva señorita Thompson.
– De ningún modo. Lo que sucede es que no le conozco -replicó Sarah con frialdad.
– ¿Quiere que haga una presentación formal? -se ofreció el capitán, pero Sarah se limitó a dirigirle una amable sonrisa y negar con un ademán.
– No, capitán, muchas gracias.
Luego, bailó con su padre y el capitán comentó con Victoria la inteligencia y la belleza de su hija.
– Es una joven muy notable -afirmó, demostrando una clara admiración por ella. Había disfrutado conversando con ella casi tanto como su padre durante la travesía de cinco días-. Y es tan bonita. Parece muy conveniente para algún joven agraciado. No me puedo imaginar que tengan ustedes ningún problema con ella.
– No -dijo Victoria sonriendo, orgullosa de su hija menor-, excepto que quizá se comporta demasiado bien. -Victoria sonrió a su pesar, desconcertada ante la total indiferencia con la que su hija había tratado a lord Winthrop-. Ha experimentado una gran desilusión en su vida -le confió al capitán-, y me temo que ha permanecido un tanto apartada de todo el mundo durante algún tiempo. Confiamos en sacarla un poco de sí misma con este viaje a Europa.
– Entiendo -se limitó a decir el capitán, al comprender mejor la situación. Eso explicaba su total falta de interés por Phillip Winthrop-. En tal caso, no será fácil encontrarle un hombre adecuado -sentenció-. Es una mujer demasiado inteligente, y sensata, y no parece interesarse por tonterías. Quizá sea un hombre más maduro el que tenga la suerte de atraerla. -Le gustaba aquella joven y, por un momento, se encontró planteándose la cuestión, hasta que finalmente le sonrió a su madre-. Es usted muy afortunada. Tiene una hija muy hermosa y confío en que pueda encontrar el marido que se merece.
Victoria se preguntó si era ésa la imagen que daban: que viajaban a Europa para encontrarle un esposo a su hija. Sarah se enfurecería si llegara siquiera a imaginarlo. Victoria le dio las gracias al capitán, luego bailó un último baile con él y al acabar se reunió con su esposo e hija.
– Creo que deberíamos acostarnos esta noche a una hora decente. Mañana será un gran día.
Desembarcarían en Cherburgo y luego viajarían directamente a París. Sarah nunca había estado y tenían un apretado programa de visitas turísticas para el que ya habían contratado con el hotel el tener a su disposición un coche con chófer. Se alojarían en el hotel Ritz y después de pasar una semana en París irían a Deauville y luego bajarían hasta Biarritz, a ver a unos amigos. Luego tenían prevista una estancia de una semana en la Riviera, en concreto Cannes, y a continuación se llegarían a Montecarlo, para visitar a un viejo amigo de sus padres. Después, se dirigirían a Londres.
El barco atracó en Cherburgo a las ocho de la mañana tal como estaba previsto y los Thompson subieron muy animados al tren. Edward compartió con ellas una lista de lugares que, en su opinión, debía ver Sarah, entre los que se encontraban el Louvre, el jardín de las Tullerías, Versalles, la Malmaison, el Jeu de Paume, la torre Eiffel y, desde luego, la tumba de Napoleón. Después de la exposición del programa de visitas, Victoria Thompson frunció el ceño.
– Pues en esa lista no he oído decir nada de la casa Chanel, Dior o Balenciaga, o el mismo Schiaparelli. ¿Las habías olvidado, querido?
Ese año, los colores de moda en París eran el violeta y el malva y Victoria tenía muchas ganas de ir de compras con Sarah.
– Lo intentaba, querida -contestó él con una sonrisa benevolente-, pero estaba seguro de que tú no permitirías que lo olvidara.
Disfrutaba consintiendo a su esposa, y también esperaba hacer lo mismo con su hija. Pero no por ello quería dejar de enseñarle los monumentos más destacados, algunos de los cuales ya le comentó cuando el tren hizo su entrada en París.
Las habitaciones que les asignaron en el Ritz eran realmente maravillosas. En esta ocasión, Sarah disponía de una suite para ella sola, separada de la de sus padres, con una vista que daba a la plaza Vendôme. Al encontrarse en su habitación, a solas, tuvo que admitir que en su resolución de permanecer inmersa en la soledad tenía un sabor agridulce, y que todo habría podido ser mucho más maravilloso si hubiera tenido la posibilidad de encontrarse aquí en compañía de su esposo.
Suspiró y se acostó en la enorme cama con dosel. A la mañana siguiente fueron al Louvre y se pasaron allí varias horas. Fue un día muy gratificante para sus padres, como también lo fue el resto del viaje. Ella ya no se mostraba arisca ni se resistía. En París sólo conocían a una vieja amiga de la madre de Edward Thompson, que les invitó a tomar el té en su casa de la calle Jacob, por lo que Sarah no se vio obligada a evitar ningún acontecimiento social. Pudo dedicarse por entero a disfrutar de los museos, las catedrales y las tiendas, así como a pasar el tiempo en compañía de sus padres.
Deauville ya representó para ella un poco más de esfuerzo, porque la gente a la que visitaron allí insistió en que Sarah conociera a su hijo, e hicieron todo lo posible para provocar que surgiera algo entre ellos. El joven se mostró realmente interesado por ella, pero a Sarah no le pareció atractivo, y tuvo la impresión de que se trataba de una persona muy poco informada y bastante aburrida. Se pasó la mayor parte de su estancia allí tratando de evitarlo. Lo mismo sucedió con los dos hermanos que le presentaron una vez hubieron llegado a Biarritz, y con el nieto de su anfitrión en Cannes, por no mencionar a los dos jóvenes «encantadores» que le presentaron los amigos de sus padres en Montecarlo. Al final de su estancia en la Riviera, Sarah se encontraba de mal humor, y apenas si les dirigía la palabra a sus padres.
– ¿Has disfrutado en la Riviera, querida? -le preguntó Victoria con aire inocente mientras se dedicaban a preparar las maletas, ya que partían para Londres al día siguiente.
– No, no he disfrutado nada -le contestó Sarah con toda franqueza-. Nada en absoluto.
– ¿De veras? -Su madre se volvió a mirarla, sorprendida, pues había tenido la impresión de que su hija se lo había pasado muy bien. Habían estado en varios yates, pasó bastante tiempo en la playa y acudió a varias fiestas realmente espléndidas-. ¡Qué desilusión!
– Quiero que sepas algo, mamá -dijo Sarah mirándola directamente a los ojos y dejando sobre la cama la blusa blanca que se disponía a guardar en la maleta-. No he venido a Europa para encontrar otro marido. Debo recordarte, de todos modos, que sigo estando casada, al menos hasta noviembre. Además, espero no volver a casarme nunca. Me dan náuseas y me aburren todas esas personas que tratan de obligar a sus hijos medio idiotas a que me cortejen, o a sus nietos casi analfabetos, o a sus primos tremendamente aburridos. Todavía no he podido encontrar a ningún hombre con quien mantener una buena conversación, y mucho menos con quien desee pasar una hora en su compañía. No quiero que haya ningún otro hombre en mi vida, y tampoco quiero que me arrastréis por toda Europa, mostrándome ante los demás como una jovencita un tanto retraída, desesperada por encontrar un marido. ¿Lo he dicho con suficiente claridad? -Su madre la miró asombrada, y mostró su conformidad con un gesto de la cabeza-. Y a propósito, ¿saben todas esas personas que ya he estado casada antes?
– No, no creo que lo sepan – contestó Victoria.
– Pues bien, quizá debas decírselo. Estoy segura de que, si supieran que soy una mujer divorciada, tendrían menos interés en empujar hacía mí a sus queridos y pequeños idiotas.
– Eso no es ningún delito, Sarah -replicó su madre con serenidad, sabiendo muy bien cuál era el punto de vista de Sarah.
Para ella, lo de su divorcio era como una especie de delito, como un pecado imperdonable que no parecía dispuesta a perdonarse nunca, por lo que tampoco esperaba que lo hicieran los demás.
– No es nada de lo que una pueda sentirse orgullosa, y no creo que nadie lo considere como un valor añadido.
– No he sugerido nada de eso, pero tampoco se trata de una aflicción insuperable. Hay personas a las que conocerás y que lo sabrán, y a las que no les importará en absoluto. Y cuando llegue el momento de conocer a personas que no lo sepan, siempre estás a tiempo de decírselo tú misma, si lo consideras necesario.
– Sí, eso es lo que debo hacer, porque esto es como una enfermedad, y una debe advertírselo a la gente.
– Nada de eso. Sólo tienes que decirlo si así lo deseas.
– Quizá debiera colgarme un cartel, ya sabes, como si fuera una leprosa. -Su voz parecía enojada, amargada y triste, pero estaba harta de que la emparejaran con jóvenes que no tenían el menor interés por ella, excepto quizá el de quitarle las ropas-. ¿Sabes lo que hizo el hijo de los Saint Gilles en Deauville? Me quitó toda la ropa en el momento en que yo me estaba cambiando y luego entró y trató de quitarme la toalla con la que me cubría. A él le pareció algo increíblemente divertido.
– ¡Eso es terrible! -exclamó su madre, que pareció sentirse conmocionada por la noticia-. ¿Por qué no dijiste nada?
– Lo hice, se lo dije a él. Le advertí que si no me devolvía la ropa inmediatamente, acudiría directamente a ver a su padre. El pobre se asustó tanto que me lo devolvió todo en seguida y me rogó que no le dijera nada a nadie. Realmente, fue patético.
Aquello era algo que parecía propio de un adolescente, no de un hombre de 27 años. Y todos ellos se habían comportado de un modo tan inmaduro y consentido, y habían sido tan arrogantes, ignorantes y mal educados que casi no pudo soportarlo.
– Sólo quería que tú y papá supierais que yo no he venido a Europa para buscar un marido -volvió a recordarle a su madre, que se limitó a asentir con la cabeza mientras Sarah se dedicaba de nuevo a hacer las maletas.
Aquella noche, Victoria le mencionó el incidente a su esposo y le contó lo ocurrido con el joven en Deauville. A Edward, el comportamiento del hombre le pareció estúpido pero, sin lugar a dudas, totalmente inofensivo.
– El verdadero problema consiste en que ella es mucho más madura que todos ellos. También ha tenido que pasar por muchas más cosas. Necesita conocer a alguien de más edad, más maduro. Ninguno de esos jovenzuelos tiene ni la menor idea de cómo tratar a una mujer como ella. Y, si tenemos en cuenta qué opina sobre la idea de relacionarse de nuevo con un hombre, lo único que han conseguido ha sido fastidiarla. Una vez que lleguemos a Londres, debemos ir con cuidado a la hora de presentarle jóvenes.
Su intención era no dejar que se apartara por completo de los hombres, sino presentarle por lo menos a uno o dos en cuya compañía pudiera disfrutar, recordándole así que en la vida había algo más que la soledad. Lo sucedido hasta entonces no había hecho sino reforzar la sensación de que la soledad era más atractiva.
Regresaron a París y a la mañana siguiente cruzaron el canal en siete horas, con el tren Flecha Dorada y el ferry. Llegaron al Claridge a tiempo para la cena. En el mostrador de recepción salió a recibirles el director del hotel, que les mostró personalmente la suite de habitaciones, con la máxima formalidad y decoro. Sus padres disponían de un gran dormitorio con una vista del Big Ben y el Parlamento, por encima de los tejados de las casas. También tenían un salón, mientras que ella tenía una bonita habitación que parecía un boudoir, forrado de satén rosado y con rosas pintadas. Al mirar hacia la mesa, vio media docena de invitaciones, ninguna de las cuales le produjo el menor entusiasmo. Ni siquiera se molestó en abrirlas y aquella misma noche, durante la cena, su madre se las mencionó. Cenaron en la suite de sus padres, y Victoria le explicó que sus amigos les habían invitado a dos cenas y a un té, así como a pasar un día de merienda en el campo, en Leicester, y a un almuerzo que los Kennedy celebrarían en su honor en la embajada, en Grosvenor Square. A Sarah todo aquello le resultaba increíblemente aburrido.
"Joyas" отзывы
Отзывы читателей о книге "Joyas". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Joyas" друзьям в соцсетях.