– Lo siento -se disculpó Sarah ruborizándose intensamente, pero todavía conmocionada por la información que acababa de recibir sobre William, su nuevo amigo. Entonces, de pronto, se preguntó si no habría dado algún terrible faux pas con él-. ¿Se supone que debo llamarlo de alguna forma especial…, quiero decir, con un título o algo así?
Belinda la miró, sonriente. Era una mujer tan joven, y tan bonita.
– El tratamiento es Su Gracia, pero si lo haces supongo que nos gritaría a las dos. Yo, de ti, no le comentaría nada al respecto, a menos que lo dijera él.
Sarah asintió con un gesto y, poco después, William se unió a ellos, justo cuando su anfitriona ya se disponía a marcharse para atender a otros invitados.
– ¿Qué tal el caballo? -le preguntó Sarah con el tono de voz un tanto apagado, aunque trató de que sonara normal, mientras sus padres se volvían hacia otro lado, para dejarlos a sus anchas.
– No me ha parecido tan impresionante como el precio que George ha pagado por él. Es el peor experto en caballos que he conocido jamás. No me sorprendería nada que el pobre animal fuese estéril. -La miró con una expresión de culpabilidad-. Lo siento, supongo que no debería haber dicho ese comentario.
– No te preocupes -aconsejó ella, con una sonrisa, preguntándose por un momento cómo reaccionaría él si lo llamara «Su Gracia»-. Creo que, probablemente, he oído en alguna ocasión cosas peores.
– Espero que no. -Y luego, con una mueca, añadió-: Oh…, claro, los tontos. Sólo Dios sabe lo que ésos habrán sido capaces de decir.
Sarah se echó a reír, sin dejar de preguntarse qué estaba haciendo. William era un duque, que ocupaba un lugar en la línea de sucesión al trono, y ella actuaba como si fueran viejos amigos. Sin embargo, así se sentía después de haber pasado las tres últimas horas en su compañía, y ahora no deseaba regresar a Londres.
– ¿Dónde se alojan? -le oyó preguntar a su padre mientras paseaban hacia la salida del castillo con su puente levadizo tendido sobre el foso.
– En el Claridge. ¿Querría reunirse con nosotros allí, uno de estos días? Quizá para tomar una copa, o incluso a cenar -preguntó su padre con naturalidad.
A William pareció encantarle la invitación.
– Me agradaría mucho. ¿Le parece que le llame por la mañana?
Le hizo la pregunta a Edward, no a Sarah.
– Desde luego. Esperaremos su llamada -contestó Edward tendiéndole la mano.
Luego, William se volvió hacia Sarah, mientras sus padres pasaban de largo, dirigiéndose hacia el chófer que esperaba junto al coche.
– He pasado un rato maravilloso. Realmente, no me lo esperaba. Había estado a punto de no venir, pero tu presencia ha sido una sorpresa encantadora, Sarah.
– Gracias -dijo con un brillo en los ojos-. Yo también me lo he pasado muy bien. -Y entonces no pudo evitar decir algo sobre lo que Belinda les había comentado-. ¿Por qué no me dijiste nada?
– ¿Sobre qué?
– Su Gracia -se limitó a contestar ella con una tímida sonrisa.
Por un momento, temió que él se enojara, pero, tras un instante de vacilación, se echó a reír.
– Seguro que eso es obra de la querida Belinda -dijo, para preguntar sin afectación-: ¿Importa acaso?
– No, no, en absoluto. ¿Debería importar?
– Podría. Al menos para algunos y, desde luego, por razones equivocadas. -Pero él ya sabía, gracias al largo rato que habían pasado charlando juntos, que ella no pertenecía a aquella clase de personas. Entonces, la miró con una expresión a un tiempo seria y burlona-. Ahora ya conoces mi secreto, Sarah…, ¡pero cuidado!
– ¿Por qué? -preguntó ella extrañada al tiempo que William se le acercaba un poco más.
– Porque si conoces mi secreto, quizá llegue el momento en que te pida que compartas el tuyo conmigo.
– ¿Y qué te hace pensar que yo guardo un secreto?
– Los dos lo sabemos, ¿verdad? -replicó él distendido. Ella asintió en silencio y William extendió una mano y rozó la suya levemente. No quería asustarla-. No te preocupes, pequeña…, no me cuentes nunca nada que no quieras contarme.
Se inclinó entonces hacia ella y la besó en la mejilla. Después, la acompañó hasta el coche, devolviéndola junto a sus padres. Sarah levantó la mirada hacia él, admirada de su alta figura y estuvo despidiéndose con la mano hasta que el coche se alejó. Durante el trayecto de regreso a Londres se preguntó una y otra vez si él los llamaría para confirmar la invitación.
5
A la mañana siguiente, mientras Edward Thompson tomaba el desayuno con su esposa, en el salón de la suite que ocupaban en el hotel Claridge, sonó el teléfono y la voz de la telefonista anunció una llamada del duque de Whitfield. Se produjo un momento de pausa desconcertada y entonces se oyó la voz cálida y alegre de William, que saludaba de forma amistosa.
– Espero no haber llamado demasiado temprano, señor, pero temía que hubieran decidido salir muy pronto, antes de poder contactar con ustedes.
– Nada de eso -dijo Edward mirando a su esposa, que tenía una expresión encantada y asentía con gestos vehementes mientras él seguía hablando. Victoria había comprendido en seguida la situación-. Estamos desayunando, a excepción de Sarah, porque ella no come nunca. No sé cómo se las arregla.
– En tal caso, tendremos que ocuparnos de eso -dijo William tomando nota para encargarle a su secretaria que le enviara un ramo de flores esa misma mañana-. ¿Tienen algún rato libre esta tarde? He pensado que a las damas les gustaría contemplar las joyas de la Corona, en la Torre de Londres. Uno de los pocos privilegios de mi rango consiste precisamente en poder hacer esa clase de visitas en momentos intempestivos. Puede resultar entretenido para Sarah y la señora Thompson. Ya sabe a qué me refiero…
Esta mañana sonaba un tanto distante y muy británico. Pero a Edward le había caído muy bien. Le consideraba un verdadero hombre y era evidente que se había despertado en él un interés considerable por Sarah.
– Estoy seguro de que les encantará. Y eso permitirá mantenerlas alejadas de las tiendas, aunque sólo sea durante una o dos horas. Le quedo muy agradecido.
Los dos hombres se echaron a reír y William dijo que pasaría a recogerles por el hotel a las dos de la tarde. Edward le aseguró que le estarían esperando. Algo más tarde, cuando Sarah salió de su habitación para tomar una taza de té, su padre mencionó con naturalidad que el duque de Whitfield había llamado por teléfono y que acudiría a las dos a recogerlos para ir a ver las joyas de la Corona, en la Torre de Londres.
– Pensé que eso te gustaría -le dijo.
No estaba seguro si su hija se interesaría más por las joyas o por el hombre, pero una simple mirada a su rostro fue suficiente para conocer la respuesta.
– ¿Ha llamado William? -preguntó ella, sorprendida, como si no hubiera esperado volver a tener noticias suyas. De hecho, se había pasado la mayor parte de la noche despierta, diciéndose una y otra vez que él no llamaría-. ¿A las dos de la tarde?
Parecía como si su padre hubiera sugerido algo terrible, lo que no hizo sino sorprender a éste.
– ¿Tienes alguna otra cosa que hacer?
Podía imaginar el qué, como no fuera ir de compras a Harrods o Hardy Amies.
– No, no se trata de eso, sólo que… -Se sentó, ya sin acordarse de la taza de té que quería tomar-. No esperaba que me llamara.
– No te ha llamado a ti -bromeó su padre-, sino a mí. Y ha sido a mí a quien ha invitado, aunque, desde luego, no tengo ningún inconveniente en llevarte conmigo.
Ella le dirigió una mirada de recriminación y cruzó la estancia en dirección a la ventana. Deseaba decirles que se marcharan sin ella, pero sabía lo ridícula que les parecería su respuesta. Sin embargo, ¿de qué serviría volver a ver a William? ¿Qué podía suceder entre ellos dos?
– ¿Qué sucede ahora? -preguntó su padre observando su rostro, mientras ella seguía ante la ventana. Realmente, sería una mujer imposible si estaba dispuesta a perder esta oportunidad tan extraordinaria. William era un hombre muy interesante, y verse con él no le haría daño a nadie. Su padre, al menos, no haría la menor objeción. Sarah se volvió lentamente a mirarle.
– No veo la necesidad -dijo con expresión triste.
– Es un hombre muy agradable. Y le gustas. Aunque no sea por nada más, podéis ser buenos amigos. ¿Te parece algo tan horroroso? ¿No hay en tu vida un sitio para la amistad?
Ella se sintió estúpida al oírselo decir de aquel modo, pero le dio la razón. Su padre estaba en lo cierto. Era una tontería darle tanta importancia, pero la verdad es que el día anterior se había sentido embelesada por William. En esta ocasión, debía recordar no comportarse de un modo tan tonto e impulsivo.
– Tienes razón. No lo había pensado así. Sólo que…, bueno, quizá sea diferente porque se trata de un duque. Antes de enterarme de eso fue todo tan…
No supo cómo decirlo, pero su padre lo comprendió.
– Eso no debería tener importancia. Es un hombre agradable. A mí me ha caído muy bien.
– A mí también -reconoció Sarah tomando la taza de té que le tendía su madre, quien le pidió que comiera al menos una tostada antes de salir de compras-. Pero no quiero verme metida en una situación desagradable.
– Es poco probable, si se tiene en cuenta que sólo pasaremos aquí algunas semanas, ¿no te parece?
– Pero yo todavía estoy en trámites para obtener el divorcio -dijo ella sombríamente-. Y eso podría ser desagradable para él.
– No, a menos que quieras casarte con él, y creo que pensar así sería prematuro, ¿no te parece? -replicó su padre, contento de que, al menos, hubiera pensado en William como hombre.
A Sarah le sentaría bien coquetear un poco. Ella sonrió al oír las palabras de su padre, se encogió de hombros y pasó a su habitación para terminar de arreglarse. Salió media hora más tarde con un hermoso traje de seda roja de Chanel que había comprado en París la semana anterior. Parecía una princesa. Se había puesto también alguno de los últimos diseños de Chanel; algunas piezas que simulaban perlas y otras rubíes, así como dos hermosas pulseras, que habían pertenecido a la propia madame Chanel, esmaltadas en negro, con joyas multicolores engarzadas. Eran de fantasía, claro está, pero su aspecto resultaba muy chic, y en Sarah parecían más deslumbrantes aún.
Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en una larga cola de caballo, enlazada con una cinta de satén negro, y como último detalle se puso los pendientes de perlas que le habían regalado sus padres para el día de su boda.
– Estás muy bonita con esas joyas, querida -le comentó su padre en el momento de abandonar el hotel, con lo que le arrancó una sonrisa-. Deberías ponértelas más a menudo.
En realidad, no tenía muchas joyas: un collar de perlas de su abuela, los pendientes de perlas que llevaba ahora y unas pocas sortijas. Había devuelto su anillo de compromiso, así como el collar de diamantes rivière de la abuela de Freddie.
– Quizá me las ponga esta tarde -bromeó, y Victoria dirigió una mirada de satisfacción a su marido.
Al mediodía almorzaron en un pub, pasaron por Lock's, en la calle Jame's, donde encargaron un sombrero para su padre, y regresaron al hotel a las dos menos diez. Encontraron a William sentado en el vestíbulo, esperándoles. Paseaba con nerviosismo y cuando entraban estaba mirando su reloj. Pero su rostro se iluminó en cuanto vio a Sarah.
– ¡Tienes un aspecto espléndido! -dijo, sonriéndole alegremente-. Siempre deberías ponerte algo de color rojo. -Sarah incluso había aceptado pintarse un poco los labios, y sus padres, que entraron tras ella, acababan de comentar lo hermosa que estaba-. Siento mucho haber llegado tan temprano… -se disculpó William ante ellos-. Siempre me ha parecido igual de descortés llegar demasiado pronto como demasiado tarde, pero no quería que te escaparas.
Sarah le sonrió serenamente, mirándole a los ojos. El hecho de hallarse a su lado era suficiente para que se sintiera bien.
– Me alegro de verte… -hizo una breve pausa, le regaló una caída de ojos maliciosa y musitó-: Su Gracia.
William parpadeó, sorprendido.
– Creo que la próxima vez que vea a Belinda le voy a dar unos buenos azotes. Si vuelves a decirme eso otra vez, te rompo la nariz, señorita Thompson, ¿o quieres que te llame Su Alteza?
– Pues no suena nada mal… Su Alteza… Su Opulencia… Su Vulgaridad… ¡Me encantan esa clase de títulos! -exclamó, pronunciando las palabras con un deliberado y fuerte acento estadounidense, parpadeando con falso aire de inocencia, mientras él le tiraba de la cola de caballo que le caía sobre la espalda, con su cinta de satén negro.
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