Los cuatro se echaron a reír y subieron la escalera, charlando amigablemente sobre adónde irían a cenar aquella noche. Y mientras caminaban, William apretaba con suavidad la mano de Sarah, sin dejar de pensar en el futuro.
9
El tiempo en Roma pareció pasar volando, dedicados a visitar catedrales, museos, la colina Palatina y visitando a algunos de los amigos de William, que vivían en villas encantadoras. Fueron a la playa, en Ostia, y cenaron en restaurantes elegantes, con algunas escapadas ocasionales a alguna trattoria popular.
Al final de la semana se trasladaron a Florencia para seguir haciendo lo mismo. Hasta que, finalmente, durante la tercera semana, fueron a Venecia. Para entonces, William y Sarah se sentían muy cerca el uno del otro, cada vez más enamorados. Parecían moverse y pensar como un solo ser. A las personas que les observaban y que no les conocían les habría sido difícil creer que no estuvieran casados.
– Ha sido todo tan agradable -dijo Sarah, sentados ante la piscina del Royal Danieli, a últimas horas de la tarde-. Me encanta Venecia.
Todo el viaje había sido como una verdadera luna de miel, a excepción de la presencia de sus padres, y a pesar de que ella y William no hicieron nada indebido, lo que por otra parte no les habría resultado nada fácil. Pero se habían prometido desde el principio que ambos se comportarían correctamente.
– Te amo desesperadamente -dijo él, con una expresión de felicidad, a la vez que trataba de absorber todo aquel sol. Jamás se había sentido tan feliz en toda su vida, y ahora estaba seguro de que nunca la dejaría-. Creo que no deberías regresar a Nueva York con tus padres -añadió medio en broma, aunque abrió un ojo para observar la reacción de ella.
– ¿Y qué sugieres que haga? ¿Instalarme con tu madre, en Whitfield?
– Eso es una buena idea. Pero, francamente, preferiría que te instalaras conmigo, en mi casa de Londres.
Ella le sonrió. Nada le habría gustado más, pero se trataba de un sueño que jamás se convertiría en realidad.
– Desearía poder hacerlo, William -dijo gentilmente, al tiempo que se giraba y se apoyaba sobre los codos para seguir la conversación.
– ¿Y por qué no puedes hacerlo? Recuérdamelo.
Ella tenía una larga lista de objeciones que él siempre se encargaba de rechazar. La primera de ellas era la del divorcio, y la segunda lo de su sucesión al trono.
– Ya sabes por qué. -Pero él no quería saberlo. Finalmente, ella le besó, rogándole que se sintiera agradecido por lo que tenían en aquellos momentos -. Es mucho más de lo que algunos consiguen en una vida.
Ella se sentía infinitamente agradecida por cada uno de los momentos que compartían. Sabía muy bien que aquellos momentos eran extraordinariamente preciosos y raros, y que tal vez no volverían a repetirse nunca.
Entonces, él se sentó a su lado y contemplaron los botes y las góndolas en la distancia, con las agujas de la catedral de San Marcos elevándose hacia el cielo.
– Sarah… -dijo, tomándola de la mano-. No estoy jugando.
– Lo sé.
Se inclinó sobre ella y la besó con suavidad en los labios y entonces dijo algo que hasta entonces nunca le había dicho de una forma tan directa.
– Quiero casarme contigo.
La volvió a besar de una forma con la que quiso darle a entender que hablaba muy en serio, pero ella se apartó al cabo de un instante y sacudió la cabeza, con una expresión angustiada.
– Sabes que no podemos hacer eso -susurró.
– Claro que podemos. No voy a permitir que nos lo impida ni el lugar que ocupo en la línea de sucesión al trono, ni tu divorcio. Eso sería algo absolutamente absurdo. En Inglaterra, a nadie le importa lo más mínimo lo que yo haga o deje de hacer. La única persona que me importa es mi madre, y ella te adora. Le dije que quería casarme contigo, incluso antes de presentártela, y una vez que te hubo conocido me comentó que le parecía una idea razonable, ante la que se muestra totalmente de acuerdo.
– ¿Le dijiste eso antes de que me llevaras a almorzar a Whitfield? -preguntó Sarah incrédula mientras él sonreía con expresión traviesa.
– Pensé que ella debía saber lo importante que eras para mí. Nunca le había dicho nada similar hasta entonces, y me expresó lo agradecida que estaba por haber vivido el tiempo suficiente para verme enamorado de una mujer tan agradable como tú.
– De haber sabido que ibas a llevarme allí, me habría bajado del coche y regresado a pie a Londres. ¿Cómo pudiste hacerle eso a tu madre? ¿Se ha enterado ella de lo de mi divorcio?
– Ahora ya lo sabe -contestó él con seriedad-. Se lo dije después. Mantuvimos una seria conversación antes de que tú partieras de Londres, y está completamente de acuerdo conmigo. Dijo que esta clase de sentimientos sólo aparecen una vez en la vida, y que, en nuestro caso, deben de ser ciertos. Ya tengo casi treinta y seis años, y nunca había sentido nada por nadie, excepto algún deseo ocasional y un frecuente aburrimiento.
Sarah se echó a reír ante estas palabras y sacudió la cabeza, aturdida, pensando en lo impredecible, en lo maravillosa y extraña que era la vida a veces.
– ¿Y si te conviertes en un marginado por mí causa?
Sentía que tenía una responsabilidad por él, aunque experimentaba también un gran alivio al saber la reacción de su madre.
– En tal caso, vendremos aquí y nos instalaremos a vivir en Venecia. De hecho, puede tratarse de una buena idea.
No parecía afectarle ninguna de sus objeciones. No le preocupaban lo más mínimo.
– William, tu padre fue un hombre importante en la Cámara de los Lores. Piensa en la desgracia que producirías a tu familia y que también caería sobre tus antepasados.
– No seas absurda. De todos modos, no me quitarán mi escaño. Querida, lo único que sucederá es que no podré llegar a ser rey. Permíteme asegurarte que, gracias a Dios, antes de conocerte tampoco existía la más remota posibilidad de que sucediera algo semejante. No hay nada que pudiera disgustarme más. Si creyera que había una posibilidad, yo mismo habría renunciado a ella desde hacía tiempo. Ocupar el decimocuarto puesto en la línea de sucesión no es más que una cuestión de prestigio, y ni siquiera eso, te lo aseguro. Se trata de algo sin lo que puedo vivir muy feliz.
Ella, sin embargo, no quería que el amor entre ambos pudiera costarle algo que fuera importante para él, o para su familia.
– ¿No te sentirás incómodo cuando la gente murmure que tu esposa ya había estado casada antes?
– Sinceramente, no. Eso no me importa. Por otra parte, no sé cómo podrían enterarse, a menos que tú lo comentes. Afortunadamente, tú no eres Wallis Simpson, a pesar de todo lo que te empeñes en pensar. ¿Contesta eso todas tus ridículas objeciones, cariño?
– Yo…, tú… -balbuceó, sin que le acabaran de salir las palabras, haciendo un esfuerzo por escuchar la voz de la razón, aunque en realidad le amaba con locura-. Te amo tanto.
Le besó con fuerza y él la sostuvo durante largo rato hasta que finalmente la apartó, esta vez para amenazarla.
– No permitiré que te alejes de mí hasta que hayas consentido en convertirte en la próxima duquesa de Whitfield -le susurró-. Y si no consientes, le diré a todos los que encuentre en esta piscina que eres Wallis Simpson… Disculpa, la duquesa de Windsor. -Aquel título seguía atragantándosele en la garganta, contento de que no le hubieran concedido el derecho a que la llamara Su Alteza Real, algo que habría enfurecido a David-. ¿Estás de acuerdo? -le susurró con decisión antes de besarla-. ¿Lo harás, Sarah?
Pero no tuvo necesidad de volver a preguntárselo. Ella le indicó que sí con un gesto, las lágrimas llenaron sus ojos y él la besó con una exquisita ternura. Transcurrió largo rato antes de soltarla y, al apartarse, le sonrió, se levantó y se envolvió rápidamente con una toalla.
– Entonces ya está arreglado -concluyó, tendiéndole una mano-. ¿Cuándo celebramos la boda?
Sarah, asombrada al oírle hablar así, no acababa de creer que fueran a casarse. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se atrevían? ¿Qué diría el rey? ¿Y los padres de ella? ¿Y Jane? ¿Y todos sus amigos…?
– Hablas en serio, ¿verdad? -preguntó mirándole, todavía desconcertada, pero feliz.
– Me temo que sí, querida. Te espera toda una vida a mí lado. -Una vida llena de amor por él-. Lo único que quiero saber ahora es la fecha de la boda.
Los ojos de Sarah se nublaron por un instante, sin dejar de mirarle, y cuando se decidió a contestar, lo hizo en voz baja.
– Mi divorcio será definitivo el diecinueve de noviembre. La fecha de la boda podría ser en cualquier momento después.
– ¿Dispones de tiempo al día siguiente? -preguntó medio en broma, haciéndola reír, emocionada ante lo que le oía decir.
– Creo que podría ser el día de Acción de Gracias.
– Muy bien. ¿Qué soléis comer para esa fecha? ¿Pavo? Pues entonces serviremos pavo en la boda.
Ella pensó en los muchos preparativos que tendría que hacer, y en el trabajo que tendría su madre para esa fecha. Le miró y sonrió tímidamente.
– ¿No sería mejor el primero de diciembre? De ese modo podríamos pasar el día de Acción de Gracias con mi familia y dispondrías de más tiempo para conocerlos a todos antes de la boda.
Pero ambos sabían que, en esta ocasión, serían pocos los invitados. Después del horror de su fiesta de aniversario ella no tenía el menor deseo de celebrar ninguna gran fiesta.
– El primero de diciembre entonces -asintió, atrayéndola hacia sí, con el espléndido paisaje de Venecia al fondo-. En tal caso, señorita Thompson, creo que acabamos de prometernos. ¿Cuándo se lo comunicamos a tus padres?
Parecía un muchacho feliz y ella le contestó con una mueca burlona.
– ¿Te parece bien esta noche, durante la cena?
– Excelente.
Después de haberla acompañado hasta su habitación, William llamó por teléfono a la recepción del hotel y envió un telegrama a su madre, en Whitfield. Decía: «El momento más feliz de mi vida. He querido compartirlo contigo inmediatamente. Sarah y yo nos casaremos en Nueva York el primero de diciembre. Espero que te sientas con ánimos para emprender el viaje. Que Dios te bendiga. Con devoción, William».
Aquella misma noche, en el comedor del hotel, pidió que sirvieran el mejor champaña a modo de aperitivo, a pesar de que normalmente preferían tomarlo a los postres.
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