Aquella noche, durante el trayecto de regreso al hotel, Edward se maravillaba de lo afortunada que sería su hija al tener un esposo al que amaba tanto y que, evidentemente, la adoraba a ella de una forma tan apasionada, así como una suegra que se preocupaba hasta el detalle por su comodidad y felicidad.
– Gracias a Dios -exclamó aquella noche, agradecido, mientras el matrimonio se preparaba para acostarse.
– Es una muchacha muy afortunada -asintió Victoria.
Ella también se sentía muy feliz y besó a su esposo con ternura, pensando en su propia boda, en su luna de miel y en lo felices que habían sido durante todos aquellos años. Era feliz al saber que ahora Sarah también gozaría de esa alegría. Había sido tan desdichada con Freddie que la pobrecita no se había merecido nada de todo lo que le había sucedido. Ahora, sin embargo, el destino la recompensaba con creces. William era algo más importante que la vida misma, y una gracia para toda la vida.
Durante el último día que pasaron en Londres, Sarah se mostró muy inquieta y agitada. Tenía miles de cosas que hacer, y William quería que conociera su casa de Londres, que había comprado cuando apenas contaba dieciocho años. Constituía un alojamiento ideal para un hombre soltero, pero no se imaginaba que su esposa viviera feliz en ella. Ahora, quería saber si ella deseaba que buscara algo más grande, o preferiría esperar a que ambos regresaran de la luna de miel en Francia, después de Navidades.
– Cariño, me encanta -exclamó Sarah tras examinar las bien diseñadas estancias, amuebladas con gusto. No era una casa grande pero tampoco era más pequeña que el apartamento que había con partido con Freddie-. Creo que es perfecta, al menos por ahora.
No se imaginaba que pudieran necesitar más espacio, al menos hasta que tuvieran hijos. En la planta baja había un salón grande y soleado, una pequeña biblioteca con los viejos libros hermosamente encuadernados que William se había traído años antes de Whitfield, una cocina muy agradable y un pequeño comedor, pero suficiente para organizar cenas. El primer piso lo componía un dormitorio grande y muy elegante, de aspecto bastante masculino. Había dos cuartos de baño, uno que utilizaba él y otro para los invitados. A Sarah le pareció perfecto.
– ¿Y armarios? -apuntó él, que trataba de pensar en todo, lo que era una novedad; pero, por encima de todo, deseaba que ella se sintiera feliz-. Te dejaré la mitad del mío. Puedo trasladar la mayoría de mis cosas a Whitfield.
Se mostraba increíblemente considerado para ser un hombre que había vivido siempre solo y que nunca se había casado.
– No traeré mucha ropa.
– Se me ocurre una idea mejor: pasaremos la mayor parte del tiempo desnudos.
Ahora se mostraba cada vez más atrevido, dado que pronto sería su esposa. En cualquier caso, a Sarah le satisfizo la casa y le aseguró que no había necesidad de buscar otra.
– Eres muy fácil de contentar -dijo él.
– Espera y verás -replicó ella con una mirada maliciosa-. Quizá me convierta en una mujer exigente cuando nos hayamos casado.
– Sí lo haces así, te pegaré y se acabarán los problemas.
– Eso me parece excitante -dijo ella enarcando una ceja y haciéndole reír.
Apenas si podía esperar a quitarse las ropas y hacerle el amor interminablemente. Menos mal que se marchaba a la mañana siguiente. De haber seguido más tiempo a su lado, no lo habría podido resistir.
Aquella noche cenaron a solas y William la acompañó de mala gana al hotel. Habría preferido llevarla a su casa para pasar allí aquella última noche, pero estaba decidido a portarse como un hombre de honor, sin que importara lo mucho que pudiera costarle. Y le costó mucho, sobre todo cuando se encontraron allí de pie, ante el hotel.
– Esto no es fácil, y lo sabes -se quejó William-. Me refiero a todas esas tonterías sobre la respetabilidad. Es muy posible que aparezca por Nueva York la semana que viene y te rapte. Esperar hasta diciembre empieza a parecerme inhumano.
– Lo es, ¿verdad? -musitó ella.
Pero ambos se hallaban convencidos de que había que esperar, aunque ella ya no estaba tan segura de saber por qué les había parecido algo tan importante hasta entonces. Sin razón aparente, por muy triste que se pusiera cada vez que lo pensaba, ahora adoptaba una actitud más filosófica con respecto a su aborto. De no haber sucedido, tendría un hijo de Freddie, o quizá seguiría casada con él. Ahora, en cambio, era libre de empezar una nueva vida, desde el principio, y confiaba fervientemente en tener muchos hijos con William. Hablaron de tener cinco o seis, o por lo menos cuatro y, no hace falta decirlo, la perspectiva le encantaba sobremanera. Todo lo relacionado con su vida en común le excitaba, y apenas si podían esperar. La acompañó hasta su habitación y se quedó de pie ante la puerta.
– ¿Quieres entrar un momento? -sugirió ella y él asintió.
Sus padres se habían acostado ya hacía rato y deseaba estar a su lado durante todo el tiempo que pudieran compartir hasta que ella partiera por la mañana siguiente.
La siguió dentro de la habitación, y ella dejó el chal y el bolso de mano sobre una silla y le ofreció una copa de coñac, que él rechazó. Había algo que había estado esperando a entregarle durante toda la noche.
– Vamos, siéntate conmigo, Sarah.
– ¿Te comportarás como es debido? -interrogó Sarah burlona.
– No, si me miras de ese modo, y probablemente, no lo haré en cualquier caso, pero ven y siéntate un momento a mi lado. Al menos puedes confiar en mí durante unos minutos, aunque no mucho más tiempo.
Se acomodó en el sofá, ella se sentó a su lado y él buscó algo en el bolsillo de la chaqueta.
– Cierra los ojos -le dijo con una sonrisa.
– ¿Qué me vas a hacer? -preguntó riendo, aunque hizo lo que le pedía.
– Te voy a pintar un bigote, patito… ¿Qué imaginas que puedo hacerte?
Antes de que pudiera contestar, la besó y, al hacerlo, le tomó la mano izquierda y deslizó un anillo sobre su dedo. Al notar el frío del metal sobre su dedo, bajó la mirada y se miró la mano, nerviosa, y se quedó con la boca abierta al contemplar lo que le había puesto en el dedo. Incluso a la débil luz de la habitación observó que se trataba de una piedra soberbia, de corte antiguo, tal como a ella le gustaba. Era una sortija con un diamante perfectamente pulido, de veinte kilates, sin la menor imperfección.
– Mi padre lo encargó para mi madre en Garrard's cuando se comprometieron. Es una piedra muy valiosa y bastante antigua. Y ella ha querido que te la entregara a ti.
– ¿Es el anillo de compromiso de tu madre? -inquirió asombrada, mirándole con los ojos llenos de lágrimas.
– En efecto. Quiere que lo lleves tú. Hablamos de esto un buen rato cuando supo que me disponía a comprarte uno, pero ella quiso que te regalara éste. De todos modos, ahora ya no puede ponérselo, tiene artritis en las manos.
– Oh, William.
Era la piedra más hermosa que hubiera visto jamás y, al extender la mano para contemplarla, relució a la débil luz de la estancia. Se trataba de un anillo de compromiso fabuloso y Sarah nunca se había sentido más feliz en toda su vida.
– Esto sólo es para recordarte a quién perteneces cuando subas mañana a ese condenado barco y te alejes tanto de mí que no pueda ni soportar pensar en ello. Creo que voy a llamarte a Nueva York a cada hora que pase, hasta que yo mismo acuda allí.
– ¿Por qué no vienes antes de lo previsto? -propuso, sin dejar de mirar la sortija.
Él sonrió. Le agradaba comprobar que le gustaba, y sabía que a su madre también le agradaría saberlo. Había sido un gesto increíblemente generoso por parte de la anciana.
– En realidad, es muy posible que lo haga. Pensaba ir en octubre, a pesar de que tengo muchas cosas que hacer aquí. Para entonces tendré que ocuparme de la granja. -Se habían presentado algunos problemas que todavía tenía que solucionar, y antes de marcharse de Londres tenía que asistir a una sesión de la Cámara de los Lores-. Sea cómo fuere, estaré allí a primeros de noviembre sin falta. Seguro que para entonces andarás medio loca con todos los planes para la boda. No podré pasar más tiempo sin verte. -La besó entonces con pasión y, por un momento, ambos se olvidaron de sí mismos y se tumbaron sobre el sofá, mientras él recorría su delicado cuerpo con sus ávidos dedos-. Oh, Sarah… Dios mío.
Lo sentía palpitar por ella, pero quería esperar hasta el día de la boda. Deseaba que fuera ésa la primera vez, como si no hubiera existido ninguna otra boda, como si nunca hubiese conocido a Freddie. Si William hubiera sido el primer hombre en su vida, ambos habrían esperado hasta ese momento, y eso era lo que deseaba hacer ahora, a pesar de que había instantes como éste en que casi lo olvidaba. Separó las piernas hacia un lado, recibiéndole suavemente, y él se inclinó poderosamente sobre su cuerpo hasta que, haciendo un esfuerzo supremo, se incorporó y se levantó con un gemido de pena. Pero él también deseaba esperar, aunque sólo fuera por respeto hacia ella y su matrimonio.
– Quizá debería marcharme -dijo William con voz queda, caminando por la estancia, tratando de calmar sus sensaciones, mientras ella se levantaba, despeinada y apasionada, asintiendo ante sus palabras.
Y entonces, se echó a reír. Ambos parecían como dos jovenzuelos ardientes.
– ¿No te parece que somos terribles?
– No, no me lo parece. Apenas si puedo esperar -confesó él.
– Yo tampoco.
Y entonces él le preguntó algo que sabía no debía haberle preguntado.
– ¿Te ocurrió… lo mismo con él?
El tono de su voz fue profundo y sexual, pero hacía tiempo que deseaba saberlo. Sarah le había asegurado que no había amado a aquel otro hombre, pero él no dejaba de hacerse preguntas. Sarah negó la cabeza, con expresión entristecida.
– No, no lo fue. Se trató de algo vacío…, sin sentimientos. Querido, él nunca me amó, y ahora sé que yo tampoco le amé jamás. Nunca ha existido otro hombre en mi vida, excepto tú. Nunca he amado, ni vivido, ni siquiera existido hasta que me encontraste. Y a partir de ahora, y hasta que muera, tú serás mi único amor.
Esta vez, cuando William la besó, había lágrimas en sus ojos, pero no dejó que el beso se prolongara demasiado y, más feliz que nunca, se marchó, dejándola a solas hasta la mañana siguiente.
Sarah permaneció despierta casi toda la noche, pensando en él y admirando su anillo de compromiso en la oscuridad de su habitación. A primera hora, llamó a la duquesa de Whitfield para decirle lo mucho que significaba ese anillo para ella, lo muy agradecida que estaba por tenerlo y lo mucho que amaba a William.
– Eso es lo que importa, querida. Pero las joyas siempre constituyen un placer, ¿no te parece? Que tengas un buen viaje… y una boda muy hermosa.
Sarah le dio las gracias y colgó. Luego terminó de hacer las maletas y William acudió a encontrarse con ellos una hora más tarde, en el vestíbulo del hotel. Ella se había puesto un traje de lana blanca de Chanel, confeccionado especialmente para ella en París. Lucía su nuevo y deslumbrante anillo de compromiso, y William casi la devoró al besarla. No había olvidado el deseo que había despertado en él cuando estuvieron tumbados sobre el sofá la noche anterior y deseaba acompañarles en su viaje.
– Imagino que a tu padre le gustará saber que no os acompaño.
– Creo que ha quedado muy impresionado por tu ejemplar comportamiento.
– Bueno, no seguirá estándolo por mucho más tiempo -gruñó William en voz baja-. Creo que he llegado al límite.
Ella le sonrió con una mueca y, cogidos de la mano, siguieron a sus padres hacia el Bentley que esperaba. Él se había ofrecido para conducirlos a Southampton. Ya habían despachado previamente el equipaje. Pero el trayecto de dos horas transcurrió con excesiva rapidez. Sarah observó la familiar figura del Queen Mary, recordando qué diferentes habían sido las cosas cuando viajaron en ese mismo barco desde Nueva York, apenas dos meses atrás.
– Uno nunca sabe lo que nos tiene reservada la vida -comentó su padre con una sonrisa de benevolencia, a la vez que se ofrecía para enseñarle el barco a William.
Pero éste se hallaba mucho más interesado en estar con Sarah, y rechazó amablemente la invitación. En lugar de eso, les acompañó a los camarotes y luego salieron a cubierta. Permaneció allí, rodeándola con un brazo, y una expresión angustiada en el rostro, hasta que sonó el silbato que indicaba la última llamada de atención y, de repente, le asaltó el temor de que pudiera sucederles algo malo. Un primo suyo había viajado en el Titanic veintiún años atrás, y no podía soportar la idea de que a Sarah pudiera ocurrirle algo parecido.
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