– Santo Dios…, cuídate mucho. No soportaría que te pasara algo.

Se apretó contra ella como a una tabla de salvación durante los últimos momentos que pasaron juntos.

– No me pasará nada, te lo prometo. Sólo tienes que venir a Nueva York tan pronto como puedas.

– Así lo haré, posiblemente el próximo martes -dijo él con tristeza.

Sarah le sonrió, con los ojos llenos de lágrimas y William volvió a besarla.

– Voy a echarte tanto de menos… -dijo ella en voz baja.

– Yo también -añadió él abrazándola.

En ese momento, uno de los oficiales se les acercó con actitud de respeto.

– Le ruego que me disculpe por la intrusión, Su Gracia, pero me temo que… iniciamos la travesía dentro de muy poco. Debería desembarcar ahora mismo.

– Sí, lo siento -respondió, dirigiéndole una sonrisa de disculpa-. Ocúpese de cuidar de mi esposa y mi familia, ¿quiere? Bueno, en realidad es mi futura esposa…

Bajó la mirada hacia el gran diamante ovalado que ella lucía en la mano izquierda, y que brillaba intensamente bajo el sol de septiembre.

– Desde luego, señor.

El oficial parecía impresionado y pensó en mencionárselo al capitán. La futura duquesa de Whitfield viajaba con ellos hasta Nueva York, y no cabía la menor duda de que debía recibir toda clase de cortesías y cuidados.

– Cuídate mucho, cariño.

La besó por última vez, estrechó la mano de su futuro suegro, besó cariñosamente a Victoria en la mejilla, le dio a Sarah un último abrazo de despedida y bajó por la pasarela. Sarah lloraba a su pesar, y hasta Victoria se secaba los ojos con un pañuelo. Era tan conmovedor verlos así. Desde la orilla, William estuvo saludando con el brazo en alto hasta que se perdió de vista, y Sarah permaneció en la cubierta durante dos horas más, escrutando el horizonte, como si todavía pudiera verlo con un esfuerzo.

– Vamos, Sarah, baja ya al camarote -le dijo su madre con suavidad.

Pero ahora ya no había nada que lamentar, sino que celebrar. Al entrar en su camarote, Sarah encontró un telegrama de William y un ramo de rosas tan grande que apenas debía haber cabido por la puerta del camarote. «No puedo soportarlo ni un momento más. Te amo. William», decía el cable. Su madre sonrió, observando de nuevo el hermoso anillo de compromiso. Resultaba extraño pensar en lo que les había ocurrido durante aquellos dos cortos meses. Apenas si podía creerlo.

– Eres una mujer muy afortunada, Sarah Thompson – sentenció su madre y ella no pudo sino mostrarse de acuerdo con sus palabras, mientras se repetía para sus adentros su nuevo nombre, Sarah Whitfield.

Le gustaba oírlo, tenía un acento maravilloso. «Duquesa de Whitfield», susurró para sus adentros y se echó a reír a pesar de sí misma, acercándose a las rosas para olerías.

Esta vez, la travesía del Queen Mary pareció insufriblemente lenta. Lo único que ella deseaba era llegar a casa y encargarse de todo lo relacionado con la boda. Una vez se hubo extendido el rumor de que ella era la futura duquesa de Whitfield, se vio agasajada por todo el mundo. Los invitaron en varias ocasiones a cenar en la mesa del capitán y, en esta ocasión, Sarah sintió que debía tener una deferencia ante aquella cortesía. Ahora tenía una responsabilidad que cumplir para con William, y a sus padres les agradó comprobar el cambio que se había producido en ella. William había obrado verdaderos milagros con su hija.

Al llegar a Nueva York, Peter y Jane estaban esperándoles, y esta vez no trajeron a los niños. Jane estaba fuera de sí con todas las noticias, y hablaba a gritos, incapaz de creer en lo hermoso que era el anillo que lucía Sarah. Ya en el coche, le mostraron fotografías de William, y Peter y Edward hablaron sin cesar sobre los acontecimientos que ocurrían en Europa.

De hecho, había transcurrido exactamente una semana desde que se interrumpieron las emisiones normales de radio para retransmitir a los norteamericanos el discurso que pronunció Hitler ante el congreso nazi celebrado en Nuremberg. Fue un discurso terrible, capaz de asustar a cualquiera, y todo aquel que lo escuchó comprendió con claridad las amenazas lanzadas contra Checoslovaquia. Declaró que los alemanes no seguirían tolerando la opresión de los sudetes alemanes por parte de los checos, y reveló que se habían destinado más de trescientos mil soldados para reforzar la frontera. Los peligros eran evidentes, pero seguía pendiente la cuestión de saber qué haría Hitler, y cómo reaccionaría el mundo si se atrevía a hacer algo. El veneno, la furia y el odio que emanaron de él durante su discurso conmocionó profundamente a todos los estadounidenses que lo escucharon y, por vez primera, la amenaza de que estallara una guerra en Europa pareció algo muy real. Era evidente que, aunque no sucediera nada más, los checos serían devorados por los alemanes. Y nadie que lo escuchó pensó que fuera una buena noticia.

Durante la siguiente semana, la gente no habló de otra cosa. Los periódicos anunciaron que los ejércitos europeos se estaban movilizando, que las flotas ya estaban preparadas y que Europa esperaba a ver cuál sería el próximo paso de Hitler.

El 21 de septiembre, a las ocho y cuarto, hora de Nueva York, los acontecimientos alcanzaron su punto de mayor tensión en Praga. Los primeros ministros francés e inglés anunciaron que no ordenarían la movilización de sus tropas para defender a los checos, porque era arriesgarse a concitar las iras de Hitler. No ofrecieron a Checoslovaquia otra alternativa que la capitulación y la entrega a las fuerzas nazis de Hitler. A las once de la mañana, hora de Nueva York, cinco de la tarde hora de Praga, el Gobierno llegó a la conclusión de que no le quedaba alternativa. Praga capituló ante las fuerzas alemanas, al mismo tiempo que quienes la apoyaban en todo el mundo lloraban de alegría al enterarse de la noticia.

En ese momento estaba lloviendo en Nueva York, como si Dios también llorase por los checos, como le sucedía a Sarah mientras oía las noticias. La emisión que llegaba hasta Nueva York siguió un extraño camino alrededor del mundo, debido al mal tiempo sobre el Atlántico, de modo que para soslayar el problema la emisión llegó a Nueva York vía Ciudad de El Cabo y Buenos Aires. Y gracias a esto se pudo oír con toda claridad. Pero al mediodía ya no quedaba nada más que escuchar. Para entonces eran las seis de la tarde en Checoslovaquia y la lucha ya había terminado para ellos. Sarah apagó la radio, como hizo casi todo el mundo, y no escuchó las advertencias que se hicieron a la una de la tarde, que anunciaban que una tormenta desencadenada sobre el Atlántico podía alcanzar Long Island. Para entonces, el viento había arreciado, y Sarah comentó con su madre la idea de dirigirse a Southampton para empezar a organizar los preparativos de la boda. Tenía mil cosas que hacer, y la casa de Long Island les pareció un lugar tranquilo donde hacerlo.

– No querrás ir allí con este tiempo tan horrible, querida -le dijo su madre.

Pero, en realidad, el tiempo que hacía no le importaba. Le gustaba la playa cuando llovía, la encontraba solitaria y relajante. Pero también sabía que a su madre le preocupaba mucho conducir con mal tiempo, de modo que se quedó en casa para ayudarla. Su padre ya había llamado al propietario de la granja por la que ella había pagado una entrada, explicándole que su hija iba a casarse y se trasladaría a vivir a Inglaterra. El hombre se mostró muy comprensivo y le devolvió a Sarah su dinero, a pesar de lo cual su padre no dejó de regañarla por haber hecho algo tan tonto, asegurándole que jamás le habría dejado vivir allí sola, encerrada en una apartada granja de Long Island. Ella recibió el dinero, y presentando sus disculpas, lo depositó en el banco. Se trataba de los mil dólares que había obtenido con la venta del anillo de boda que había recibido de Freddie, un objeto inútil que nunca había echado de menos.

Pero esa tarde, mientras la lluvia arreciaba sobre Nueva York, ya no pensaba en la granja, ni siquiera en la boda. Sólo podía pensar en Praga y en la terrible situación que se vivía allí. Entonces, de repente, oyó un furioso repiqueteo sobre las ventanas de su dormitorio. Eran las dos de la tarde, pero estaba todo tan oscuro que casi parecía medianoche. Los árboles situados frente al apartamento de sus padres se inclinaban por el viento, y por un momento pensó que nunca había visto una tormenta tan furiosa sobre Nueva York. En ese preciso instante, su padre llegó a casa, un poco temprano.

– ¿Ocurre algo? -le preguntó Victoria preocupada.

– ¿Has visto qué tormenta? -replicó él-. Apenas si he podido salir del coche y entrar en el edificio. Tuve que sostenerme en los postes y dos hombres que pasaban por la calle tuvieron que ayudarme. -Se volvió entonces hacia su hija, con cierta inquietud-. ¿Has oído las noticias?

Sabía lo bien informada que acostumbraba estar su hija, y que a menudo oía los boletines de noticias si se encontraba en casa con su madre.

– Sólo he oído lo de Checoslovaquia -contestó, comunicándole las últimas noticias al respecto, ante lo que él sacudió la cabeza con pesar.

– Ésta no es una tormenta normal -presagió, dirigiéndose a su dormitorio para cambiarse de ropa.

Regresó cinco minutos más tarde, vestido con ropas más toscas.

– ¿Qué haces? -le preguntó Victoria, nerviosa.

Él tenía la costumbre de hacer cosas que ya no se correspondían con sus habilidades o su edad, como para demostrarse a sí mismo que seguía siendo capaz de hacerlas, aunque no las hubiera hecho antes. Era un hombre fuerte pero, desde luego, no tan joven como hace años.

– Quiero conducir hasta Southampton para asegurarme de que todo anda bien por allí. He llamado a Charles hace una hora y nadie me ha contestado al teléfono.

Sarah miró a su padre a los ojos durante un breve instante y luego habló con firmeza.

– Iré contigo.

– No, no vendrás -se opuso él, mientras Victoria les miraba enojada a ambos.

– Os estáis portando de un modo ridículo. Sólo se trata de una tormenta y si allí ha pasado algo, ninguno de vosotros podéis hacer nada por evitarlo.

Un viejo y una joven no podrían hacer nada contra las fuerzas de la naturaleza. Pero ninguno de ellos compartía esa opinión. En el momento en que su padre se ponía el impermeable, Sarah salió de su habitación. Se había cambiado, poniéndose unas ropas viejas que había llevado durante su año de soledad en Long Island. Llevaba unas pesadas botas de goma, unos pantalones caqui, un suéter grueso de pescador y un impermeable largo.

– Voy contigo -se reafirmó.

Su padre vaciló por un momento y finalmente se encogió de hombros. Se sentía demasiado preocupado como para ponerse a discutir.

– Está bien, vámonos. No te preocupes, Victoria. Te llamaremos por teléfono.

Ella seguía furiosa cuando los dos se marcharon. Puso la radio mientras, subían al coche. Se dirigían hacia la autopista Sunrise, camino de Southampton. Sarah se había ofrecido para conducir, pero su padre se echó a reír.

– Puede que a tus ojos sea un hombre viejo y débil, pero no estoy loco.

Ella rió al oír sus palabras y le recordó que conducía muy bien. Después de eso, apenas hablaron. La fuerza del viento dificultaba mucho mantener el coche en la carretera y en más de una ocasión el viento desplazó lateralmente el pesado Buick.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó ella en un par de ocasiones, ante lo que él se limitó a asentir con un gruñido, con los labios apretados y los ojos entrecerrados para ver a través de la fuerte lluvia.

Todavía se encontraban en la autopista Sunrise cuando vieron una extraña y alta niebla que, procedente del mar, se instalaba sobre la línea costera. Apenas unos instantes después se dieron cuenta, consternados, que aquello no era niebla, sino una ola de proporciones gigantescas. Un muro de agua de unos quince metros de altura avanzaba implacable contra la costa y, mientras lo contemplaban horrorizados, vieron desaparecer casas enteras arrancadas de cuajo, y algo más de medio metro de agua se abalanzó burbujeante sobre la carretera, rodeando el coche.

Tardaron cuatro horas a través de la furiosa lluvia en llegar a Southampton. Al aproximarse a la casa que tanto amaban, los dos guardaron silencio, y Sarah se dio cuenta entonces de que el paisaje había cambiado brutalmente. Casas que conocía desde toda la vida habían desaparecido por completo, propiedades enteras estaban desoladas y la mayor parte de Westhampton parecía haberse desvanecido. Algunas de aquellas casas eran enormes. Sólo más tarde se enteraron de que J. P. Morgan, un buen amigo de toda la vida, había perdido su mansión en Glen Cove. Pero, por el momento, lo único que pudieron ver fue la interminable desolación que les rodeaba. Había árboles arrancados por todas partes, casas reducidas a escombros, si es que quedaba algo de ellas. En algunos casos se había anegado todo un segmento de tierra, así como las docenas de casas construidas sobre esas tierras a lo largo de cientos de años. Había coches volcados por todas partes y, de pronto, Sarah se dio cuenta de la extraordinaria habilidad que había tenido que emplear su padre para conseguir llegar hasta allí. Mientras miraban a su alrededor y él seguía conduciendo, se dieron cuenta de que Westhampton parecía haber desaparecido literalmente de la faz de la Tierra. Más tarde se enterarían de la desaparición completa de 153 de las 179 casas que antes se alzaban allí; y el terreno sobre el que estaban construidas se había deslizado al mar. De las que aún se mantenían en pie, todas quedaron demasiado afectadas como para reconstruirlas o vivir en ellas.