La última semana fue agotadora para ella. Había que atender montones de detalles de última hora, así como preparar las maletas. Ya habían enviado con antelación los baúles que contenían toda su ropa. Y quería ver a algunas antiguas amigas, aunque la verdad era que se hallaba dispuesta para partir en cualquier momento. El día antes de la boda lo pasó con él, y dieron juntos un largo paseo por Sutton Place, cerca del East River.

– ¿Te entristece la idea de marcharte, cariño?

Le agradaba mucho la familia de Sarah y se imaginaba que a ella le resultaría difícil abandonarlas, pero la respuesta que le dio le dejó sorprendido.

– En realidad, no. En cierto sentido, ya me había separado de ellos durante este último año, e incluso antes de eso. En el fondo de mi corazón no abrigaba la menor intención de volver aquí, sino que quería instalarme en Long Island.

– Lo sé -asintió él sonriendo-. En tu granja.

Pero ahora, incluso eso había desaparecido. Todos los edificios y parte de las tierras habían sido destruidos, arrastrados por la tormenta que se había cernido sobre Long Island durante el mes de septiembre. Ella podría haberlo perdido todo, incluso la vida, como le había sucedido a Charles. Y William sentía un profundo agradecimiento porque no hubiera ocurrido así. Ella levantó la mirada y le sonrió.

– Lo único que ansío ahora es nuestra vida en común.

Deseaba vivir siempre a su lado, conocerlo mejor, conocer su corazón, su vida, sus amigos, lo que le gustaba y le disgustaba, lo más profundo de su alma…, y su cuerpo. Quería tener hijos con él, compartir un hogar, ser suya y estar siempre presente, cada vez que él la necesitara.

– Yo también -confesó William-. Ha parecido una larga espera, ¿verdad?

Y últimamente se habían visto rodeados de tanta gente que les distraía. Pero eso ya casi se había terminado. Al día siguiente, a esa misma hora, ya serían marido y mujer, el duque y la duquesa de Whitfield.

Permanecieron contemplando el río durante un rato y él la apretó contra su cuerpo y, con expresión seria, dijo:

– Que nuestra vida se deslice siempre con la misma suavidad que este río…, y cuando no sea así, que seamos valientes para afrontarlo, tanto el uno como el otro. -Se volvió a mirarla con una expresión de amor inconmensurable, algo mucho más importante para ella que cualquier título-. Y que nunca te desilusione.

– O yo a ti -susurró ella tiernamente mientras miraba el discurrir de las aguas.


10

Aquella tarde se presentaron noventa y tres amigos en casa de sus padres, para cuando Sarah bajó la escalera cogida del brazo de su padre, con un aspecto radiante y solemne. Llevaba su pelo largo y moreno recogido en un moño, amén de un hermoso sombrero beige de satén y encaje, del que caía un pequeño velo que no parecía sino añadirle un toque de misterio. El vestido también era de satén y encaje beige, y llevaba un pequeño ramillete de orquídeas, con zapatos a juego. Parecía alta y elegante, de pie en el comedor adornado de flores, junto al duque. Habían convertido el comedor en una especie de capilla para la ocasión. Jane llevaba un vestido de organdí, color azul marino, y Victoria un brillante traje de satén verde, diseñado especialmente para ella por Elsa Schiaparelli, de París. Los invitados eran una selección de los personajes más distinguidos de Nueva York y, comprensiblemente, no asistió ningún miembro de la familia Van Deering.

Después de la ceremonia, cuando William besó discretamente a la novia y ella le miró con el rostro encendido, pues sabía que su vida había cambiado para siempre, los invitados se fueron instalando para la cena, en mesas que se habían colocado en el gran salón, para así habilitar el comedor como sala de baile. Fue una velada perfecta para todos ellos, refinada, discreta, hermosa, a todo el mundo le pareció una boda deliciosa, y no dejaron de admirar a la encantadora pareja. Bailaron casi hasta el final. Luego, Sarah bailó una última pieza con su padre, mientras William lo hacía con su flamante suegra, asegurándole lo mucho que había disfrutado con la boda.

– Gracias por todo, papá -susurró Sarah junto a la oreja de su padre, mientras bailaban-. Ha sido todo perfecto.

Siempre habían sido buenos y amables con ella, y si el verano anterior no hubieran insistido tanto en llevarla a Europa, no habría conocido a William. Durante el baile, intentó decirle todo eso a su padre, pero su voz se entrecortaba por las lágrimas y, por un momento, él también temió echarse a llorar, cosa que no deseaba hacer delante de sus amigos.

– Todo está bien, Sarah. -La apretó cariñosamente por un instante y luego le sonrió, pensando en lo mucho que quería a su hija-. Todos te queremos mucho. Ven a vernos siempre que puedas. Y nosotros también iremos a visitarte.

– ¡Será mejor que lo hagáis! -exclamó ella como quien hace pucheros.

Siguieron bailando aquella última pieza. Era la última oportunidad que le quedaba de ser su niña, aunque sólo fuera por unos minutos. Luego, William los interrumpió con amabilidad, miró a Sarah y no vio en ella a la niña, sino a la mujer.

– ¿Está preparada Su Gracia para partir? -le preguntó con ironía, ante lo que ella se echó a reír.

– ¿Crees que la gente me va a llamar así durante el resto de mi vida?

– Me temo que sí, querida. Ya te lo advertí, a veces resulta una carga insoportable -dijo medio en broma-. Aunque debo añadir que Su Gracia, duquesa de Whitfield, te sienta muy bien.

Ella tenía un aspecto perfectamente aristocrático. La miró cuando dejaron de bailar, y observó los magníficos pendientes de diamantes en forma de perlas que le había entregado como regalo de bodas, junto con un collar, también de diamantes, que completaba el conjunto.

Se despidieron con rapidez y, antes de marchar, ella arrojó el ramillete de flores desde lo alto de la escalera. Besó a sus padres, les dio las gracias por todo, sabiendo que volvería a verlos antes de partir en el barco. Besó a Peter y a Jane y entró corriendo por última vez en la cocina, para darles las gracias a los sirvientes. Y luego, a la carrera, bajo una lluvia de arroz y flores, subieron al Bentley prestado y se marcharon para pasar la noche de bodas en el hotel Waldorf Astoria. Al dejar atrás a su familia, unas lágrimas aparecieron por un momento en los ojos de Sarah. A partir de ahora, su vida iba a ser otra. En esta ocasión, todo era muy diferente. Amaba mucho a William, pero tendrían que irse a vivir muy lejos, a Inglaterra. Por un instante, sintió nostalgia de su antiguo hogar y la idea de separarse de su familia la puso melancólica. Permaneció serena en el coche, abrumada por sus propias emociones.

– Mi pobre amor -exclamó de pronto William, como si le hubiera leído el pensamiento-. Te alejo de todas esas personas a las que tanto quieres. Pero yo también te quiero, te lo prometo. Y también te prometo que haré siempre todo lo posible por hacerte feliz, estemos donde estemos.

La atrajo hacia él y Sarah se sintió segura a su lado y le dijo al oído:

– Yo también lo haré así.

Recorrieron el resto del trayecto hasta el hotel el uno muy cerca del otro, sintiéndose cansados y en paz consigo mismos. Había sido un día maravilloso, pero también agotador.

Al llegar al Waldorf Astoria, en Park Avenue, el director del hotel ya les esperaba. Se inclinó ante ellos y les expresó su devoción incondicional. A Sarah le divirtió la situación. Le parecía tan ridícula. Cuando llegaron a la enorme suite que les habían reservado en la torre, aún seguía riéndose y su ánimo se había reavivado.

– No te da vergüenza -la reprendió William, aunque no lo dijo en serio-. Se supone que debes aceptar esa clase de cosas muy en serio. Pobre hombre, habría sido capaz de besarte los pies sí tú se lo hubieras permitido. Y hasta deberías habérselo permitido -bromeó William.

Estaba acostumbrado a esa clase de situaciones, aunque sabía que ella no.

– Se portó de un modo tan tonto. No pude evitar echarme a reír.

– Pues será mejor que te acostumbres, cariño. Esto no es más que el principio, y será así durante mucho tiempo, e incluso me temo que más del que quisiéramos.

Era el principio de muchas cosas y William había pensado en todo para iniciar su nueva vida de una manera feliz y agradable. Aquella misma mañana les habían traído el equipaje, y el camisón de encaje blanco de Sarah, así como su batín, que se hallaban perfectamente extendidos sobre la cama, junto con las zapatillas de encaje blanco. Él había pedido champaña, que ya les habían servido en la habitación. Poco después de su llegada, mientras todavía estaban conversando sobre la boda y tomando una copa de champaña en el salón de la suite, llegaron dos camareros para traerles la cena. William había pedido caviar y salmón ahumado, unos huevos revueltos por si ella se había sentido demasiado nerviosa como para comer algo antes, como así era, aunque no había querido admitir que tenía mucho apetito. También había un pequeño pastel de bodas, incluyendo las figuras de mazapán del novio y la novia, como cortesía de la dirección del hotel y del cocinero jefe.

– ¡Realmente, piensas en todo! -exclamó ella, dando palmadas con las manos, como si fuera una niña alta y grácil, mirando el pastel y el caviar.

Los camareros desaparecieron en seguida. William se le acercó y la besó.

– Pensé que podrías tener apetito.

– Me conoces muy bien.

Se echó a reír y se dedicó a comer caviar, a lo que William se sumó. A medianoche todavía estaban charlando, a pesar de que para entonces ya habían terminado de cenar. De pronto, parecía haber una fuente infinita de intereses comunes, de temas fascinantes sobre los que hablar, y esta noche más que ninguna. Pero él pensaba en otras cosas y finalmente bostezó y se desperezó, tratando de hacerle comprender la indirecta con discreción.

– ¿Te aburro? -preguntó ella, repentinamente preocupada, ante lo que él se echó a reír.

En cierto modo, Sarah seguía siendo todavía muy joven, y eso le encantaba.

– No, cariño, pero este viejo está cansado hasta los huesos. ¿No podríamos continuar mañana esta conversación tan estimulante?

Habían hablado de literatura rusa, relacionándola con la música rusa, un tema que no parecía nada urgente de discutir precisamente en su noche de bodas.

– Lo siento.

Ella también estaba cansada, pero era tan feliz de estar a solas con él que no le habría importado quedarse despierta toda la noche, hablando. Y, en efecto, era muy joven. A sus 22 años había algunas cosas en las que apenas si era una niña.