La suite contaba con dos cuartos de baño y un momento más tarde él desapareció en uno de ellos. Sarah se metió en el otro, canturreando algo para sí misma, después de haber cogido el camisón de encaje, las zapatillas y su pequeño bolso de maquillaje. Parecieron transcurrir horas antes de que volviera a salir y él la esperó, tras haber apagado las luces discretamente, envuelto ya entre las sábanas. No obstante, a la débil luz que procedía del cuarto de baño observó lo hermosa que estaba con aquel camisón de encaje.
Ella avanzó de puntillas hacia la cama, indecisa, con su larga cabellera morena cayéndole sobre los hombros, e incluso a aquella corta distancia él pudo oler la magia del perfume que se había puesto, Chanel número 5, como siempre, que le hacía pensar en ella cada vez que lo olía. Permaneció quieto por un momento, observándola a la débil luz del cuarto de baño. Ella se quedó quieta, como un joven duendecillo, dubitativa, hasta que finalmente se acercó con lentitud hacia él.
– William -le susurró con una voz casi inaudible-. ¿Duermes…?
Entonces William la miró ávidamente, y ella no pudo evitar el echarse a reír. Había esperado este momento durante cinco largos meses y ella estaba convencida de que se había quedado dormido en su noche de bodas, antes de que se acostara a su lado. Le encantaba esa inocencia que demostraba a veces, y su absurdo sentido del humor. Era una mujer maravillosa, pero esta noche la amaba todavía más.
– No, no duermo, cariño -le susurró en la oscuridad con una sonrisa.
Estaba de todo menos dormido cuando alargó la mano hacia ella y la atrajo hacia sí. Se sentó en la cama, junto a él, un poco temerosa ahora que ya no había ninguna barrera entre ellos dos. William se dio cuenta en seguida de lo que le sucedía, y se mostró infinitamente paciente y dulce con ella, mientras la besaba. Quería que le deseara tanto como él la deseaba ahora. Quería que todo se desarrollara con facilidad, que fuera perfecto y placentero. Pero sólo necesitó un instante para encender su llama, y cuando sus manos empezaron a deslizarse por lugares donde nunca habían estado con anterioridad, se despertó en ella una pasión que no había experimentado nunca. Lo que conocía del amor era muy limitado, breve y casi totalmente desprovisto de ternura o sentimiento. Pero William era un hombre muy diferente a cualquier otro que ella hubiera conocido y, desde luego, le separaba toda una vida de Freddie van Deering.
William anhelaba poseerla, mientras le acariciaba los senos con delicadeza. Luego bajó las manos por las esbeltas caderas, buscando el lugar donde se unían las piernas. Sus dedos actuaron con suavidad y habilidad, oyó un gemido cuando finalmente le quitó el camisón por encima de la cabeza, y lo tiró al suelo. Se deslizó sobre su cuerpo y la penetró controlando sus movimientos todo lo que pudo. Pero no tuvo que contenerse por mucho más tiempo. Le sorprendió y le agradó descubrir que era una compañera tan ávida y enérgica como él. Y tratando de satisfacer el deseo que ambos habían sentido durante tanto tiempo, hicieron el amor hasta el amanecer, hasta que ambos cayeron entrelazados el uno en el otro, saciados en lo más profundo del alma y totalmente exhaustos.
– Dios mío, si hubiera tenido la más ligera idea de que iba a ser así, te habría arrojado al suelo y atacado directamente aquella primera tarde en que nos conocimos en la mansión de George y Belinda -dijo Sarah medio dormida.
Se sentía feliz, sabiendo que había satisfecho los deseos de su esposo, y que él había conocido cosas que jamás había soñado.
– No sabía que pudiera ser así -repitió con suavidad.
– Yo tampoco -dijo él, girándose para mirarla. Ahora que ya la había poseído, todavía le parecía más hermosa-. Eres toda una mujer.
Sarah se ruborizó levemente y pocos minutos más tarde se quedaron dormidos, apretados el uno contra el otro, como dos niños felices.
Ambos se despertaron sobresaltados un par de horas más tarde, cuando sonó el teléfono. Los llamaban de la recepción. Eran las ocho de la mañana y habían encargado que los despertaran a esa hora, pues tenían que estar a bordo del barco a las diez.
– Oh, Dios mío… -gimió él, parpadeando, tratando de encender la luz y tomar el teléfono al mismo tiempo. Dio las gracias al empleado por la llamada. No estaba seguro de si era a causa de su amor o del champaña, pero el caso es que se sentía como si le hubieran arrebatado cada gota de su fuerza vital.
– De repente, sé cómo debió de sentirse Sansón cuando conoció a Dalila -dijo acariciando un largo mechón de cabello negro suelto sobre uno de sus firmes senos, inclinándose para besarle el pezón, y sintiendo despertar de nuevo su excitación, incapaz de creerlo-. Creo que estoy muerto y he subido al cielo.
Hicieron el amor una vez más antes de levantarse, y luego tuvieron que darse prisa para llegar a tiempo al barco. Ni siquiera pudieron desayunar, y se limitaron a tomar un sorbo de té antes de marcharse, riendo y gastándose bromas mientras cerraban las maletas. Bajaron presurosos a la limusina que les esperaba, mientras Sarah trataba de parecer digna y adecuada, como suponía debía hacerlo una duquesa.
– No tenía ni la menor idea de que las duquesas hicieran cosas así -le susurró ya en el coche, después de haber levantado el cristal que los separaba del chófer.
– No lo hacen. Te aseguro que tú eres una mujer notable, cariño, créeme.
Pero él tenía el aspecto de un hombre que acaba de encontrarse el diamante Hope en el zapato en el momento de subir a bordo del Normandie, en el embarcadero 88 de la calle 50 Oeste. Le parecía poco patriótico hacer el viaje en un barco francés, pero eran mucho más divertidos, y había oído decir que el Normandie ofrecía una travesía muy entretenida.
Fueron saludados como la realeza, y se les instaló en la suite Deauville, en la cubierta de sol. La suite gemela, la Trouville, se hallaba ocupada en esta ocasión por el marajá de Karpurthala, que la había ocupado ya en varias ocasiones desde su viaje inaugural. Al observar el camarote, William quedó sumamente complacido.
– No me gusta tener que decirlo, pero debo admitir que la línea francesa supera a la pobre Cunard inglesa cuando se trata de ofrecer comodidades.
Nunca había visto tanto lujo en un barco, a pesar de lo mucho que había viajado por el mundo. Era un barco glorioso y lo que habían visto hasta el momento les prometía un crucero realmente extraordinario.
Su camarote estaba lleno de botellas de champaña, flores y cestas de fruta, y Sarah observó que uno de los ramos más bonitos procedía de sus padres, y que había otro de Peter y Jane. Su familia llegó momentos más tarde y cuando Jane le susurró una pregunta al oído de su hermana, las dos se echaron a reír como unas criaturas. Antes de partir, Sarah y William agradecieron a los Thompson la magnífica boda que les habían ofrecido.
– Lo hemos pasado maravillosamente bien -le aseguró William a Edward-. Ha sido perfecto en todos los sentidos.
– Debéis de sentiros exhaustos.
– Lo estábamos -asintió William tratando de mostrarse vago y confiando en haberlo conseguido-. Tomamos un poco de champaña cuando llegamos al hotel, y luego nos derrumbamos.
Pero en el momento en que lo decía, Sarah lo miró y él sólo pudo confiar en no haberse ruborizado. Le dio una discreta palmadita en el trasero al pasar a su lado, mientras Victoria le comentaba a su hija lo bien que le sentaba el vestido que estrenaba. Lo habían comprado juntas en Bonwit Teller, para su ajuar. Era un vestido de cachemira blanco, con un maravilloso pliegue en una cadera, y sobre él llevaba el nuevo abrigo de visón que le acababan de regalar sus padres. Le dijeron que eso la mantendría caliente durante los largos inviernos ingleses. Lo llevaba con mucho estilo, con un ligero sombrero tocado con dos enormes plumas negras que le caían sobre la espalda.
– Tienes un aspecto encantador, querida -le aseguró su madre y, por un instante, Jane sintió un aguijonazo de celos por su hermana.
Iba a llevar una vida gloriosa, y William era un hombre tan atractivo. Jane amaba tiernamente a su esposo, pero su pareja no resultaba nada excitante. Por otro lado, la pobre Sarah había pasado por momentos tan difíciles que incluso parecía difícil creer que aquella historia tan triste hubiera encontrado un final tan feliz. Podía decirse que era como un final de novela, aunque la historia no había terminado todavía y confiaba en que Sarah encontraría la felicidad que merecía en Inglaterra, con el duque. Era difícil imaginárselo de otro modo, sobre todo teniendo en cuenta la amabilidad y elegancia del hombre. Jane suspiró, sin dejar de mirarlos, cogidos de la mano, con aspecto de felicidad.
– Su Gracia…
El primer oficial del barco acudió a la puerta del camarote para anunciar discretamente que todos los invitados debían desembarcar en el término de pocos minutos. El anuncio hizo aparecer lágrimas en los ojos de Victoria y Jane, y Sarah tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a llorar al besarlas, así como a su padre y a los niños. Se abrazó a todos ellos y luego estrechó a su padre por última vez.
– Escribidme, por favor. No lo olvidéis. Estaremos en Londres después de Navidades.
Pasarían las fiestas solos, en Europa. La madre de William había insistido en que tendría tantas cosas que hacer en Whitfield que difícilmente les echaría de menos, y a William le encantó la idea de pasar las Navidades a solas con Sarah, en París.
Ella se puso el visón y todos salieron a cubierta, donde volvieron a besarse y a dar la mano a William. Poco después, Edward Thompson condujo a su familia por la pasarela. Había lágrimas en sus ojos que se encontraron con los de Sarah desde el muelle y sólo entonces empezaron a deslizarse las lágrimas por las mejillas de ésta, incontenibles, sin poder hacer ya nada para ocultarlas.
– Te amo -murmuró, moviendo frenéticamente una mano para despedirse, y aferrándose a William con la otra.
Lanzaron besos al aire, a medida que el barco se alejaba lentamente del muelle, entre una lluvia de confetis y serpentinas, y en alguna parte de otra de las cubiertas una banda de música interpretaba La Marsellesa. Al contemplar cómo se iba alejando el barco pensó que jamás olvidaría lo mucho que aquellos días habían significado para ella.
William le sostuvo la mano con firmeza hasta que el enorme transatlántico empezó a surcar con lentitud la desembocadura del río Hudson y ya no pudieron ver a nadie sobre el muelle. Las lágrimas corrían por las mejillas de Sarah, que contuvo un sollozo en la garganta en el momento en que su esposo la abrazó de nuevo.
– Todo está bien, cariño. Yo estoy aquí. Volveremos a verlos pronto, te lo prometo.
Y lo decía muy en serio.
– Lo siento…, parece tan desagradecido por mi parte. Sólo es que… les quiero tanto a todos. Y también te amo a ti.
En los últimos días habían sucedido tantas cosas que todavía se sentía un poco abrumada por las emociones. La acompañó hasta el camarote y le ofreció una copa de champaña, pero ella dijo con una sonrisa de cansancio que sólo le apetecía tomar una taza de café.
William llamó al camarero y le pidió un café para ella y un té de jazmín para él, así como tostadas con canela como desayuno. Y se quedaron allí sentados, comiendo, bebiendo y charlando, hasta que a ella se le pasó la melancolía y se sintió mejor. A él, con todo, le agradaba ver que, aunque se asustaba y preocupaba demasiado, demostraba abiertamente sus sentimientos.
– ¿Qué te gustaría hacer hoy? -le preguntó echando un vistazo a los menús y folletos que mostraban todos los deportes y diversiones que ofrecía el enorme barco-. ¿Quieres nadar un rato en la piscina antes del almuerzo? ¿O prefieres una partida de tejo? También podemos ir al cine después del té. Veamos, proyectan El pan y el perdón, de Marcel Pagnol, por si no la has visto.
La había visto, y el año anterior le había gustado mucho Cosecha, del mismo director, pero eso no le importaba ahora. Le divertía tanto hacer cosas con él. Se acercó más a su lado para mirar el folleto, asombrada de las muchas cosas que ofrecía la línea francesa a sus pasajeros. Mientras leía, notó que él le tocaba el cuello, y luego la mano se deslizó muy despacio hasta uno de sus senos. Después, sin transición, la besó, y ya no supo lo que pasó a continuación, hasta que ambos se encontraron en la cama, olvidados de cualquier otra diversión. Cuando recuperaron de nuevo sus sentidos, ya era la hora de almorzar y él se echó a reír al ver que se metía en la boca un pedazo de tostada que había quedado sobrante en el plato.
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