Y durante la visita ella hizo un despliegue de joyas, en forma de collar, pendientes, broches y dos anillos.

– Me ha gustado más el brazalete que llevaba en la otra mano -dijo Sarah en voz baja-. La cadena de diamantes con las pequeñas cruces.

Le parecía mucho más discreto, y William tomó nota mental para regalarle algo similar algún día. Wallis también les había enseñado un hermoso brazalete de Cartier que acababa de recibir, todo hecho a base de flores y hojas de zafiros, rubíes y esmeraldas. Algo a lo que ella denominó «ensalada de frutas».

– En cualquier caso, hemos cumplido con nuestro deber, querida. Habría sido una descortesía por nuestra parte no haber ido a visitarlos. Ahora ya puedo decirle a mamá que lo hemos hecho. A ella siempre le ha gustado mucho David, y cuando él decidió renunciar al trono, creí que a mi madre le iba a dar algo.

– Y, sin embargo, aseguró que no le importaba cuando tú hiciste lo mismo -observó Sarah con tristeza, sintiéndose todavía culpable por lo que eso le había costado a él.

Sabía que se trataba de algo que le preocuparía durante toda su vida, a pesar de que no parecía molestar para nada a William.

– No es lo mismo -matizó William-. Él ya había sido coronado, querida. Yo, en cambio, jamás lo habría alcanzado. Mamá abriga fuertes sentimientos con respecto a estas cosas, pero tampoco es una persona ridícula. No esperaba que yo me convirtiera en rey.

– Supongo que no.

Bajaron del coche unas pocas manzanas antes de llegar al hotel y continuaron su camino a pie, hablando de nuevo sobre el duque y la duquesa de Windsor. Les habían invitado a volver otra vez, pero William les explicó que precisamente a la mañana siguiente se disponían a iniciar su viaje en coche.

Ya habían planeado visitar el Loira, y él quería pasar a ver Chartres, puesto que nunca había estado allí.

A la mañana siguiente se sentían muy animados al partir en el pequeño Renault que habían alquilado y que él mismo conducía. Se llevaron un almuerzo ya preparado por si acaso no encontraban un restaurante que les gustara en el camino, y a una hora de distancia de París todo les pareció maravillosamente rural, salpicado de verde aquí y allá. Había caballos, vacas y granjas, y al cabo de otra hora de marcha un rebaño de ovejas se les cruzó en el camino, y una cabra se detuvo a mirarles mientras almorzaban en un campo, junto a la carretera. Habían traído consigo mantas y abrigos, pero en realidad no hacía frío y el tiempo era sorprendentemente soleado. Temieron que lloviese pero el tiempo estaba siendo perfecto, al menos por el momento.

Habían reservado habitaciones en pequeños hoteles situados a lo largo del camino y tenían la intención de estar fuera de París durante ocho o diez días. Pero al tercer día sólo se habían alejado unos ciento cincuenta kilómetros de París, se encontraban en Montbazon, alojados en una posada encantadora donde se sentían tan a gusto que no se decidían a abandonarla.

El propietario les indicó diversos lugares para visitar, y fueron a ver pequeñas iglesias y una hermosa granja antigua y dos increíbles tiendas de antigüedades. En cuanto al restaurante local, era el mejor que habían encontrado en mucho tiempo.

– Me encanta este lugar -dijo Sarah con expresión feliz, antes de devorar lo que tenía en el plato.

Desde que estaban en París comía bastante mejor y ya no estaba tan delgada, lo que le sentaba muy bien. A veces, a William le preocupaba la idea de que estar tan delgada no era del todo saludable.

– Deberíamos marcharnos mañana.

Ambos lamentaron tener que marcharse y una hora más tarde, ante el fastidio de William, el coche se quedó sin combustible en plena carretera. Un campesino les ayudó a ponerlo en marcha de nuevo y les ofreció más combustible para seguir su camino. Media hora más tarde, se detuvieron a comer cerca de una antigua puerta de piedra, con una verja de hierro afiligranado que permanecía abierta y que daba a un viejo camino cubierto de hierba.

– Parece como la puerta de entrada al paraíso -dijo ella bromeando.

– O al infierno. Eso depende de lo que nos merezcamos -replicó él sonriente.

Pero él ya conocía su destino. Se encontraba en el cielo desde que se había casado con Sarah.

– ¿Quieres que lo exploremos?

Sarah siempre se mostraba aventurera y joven, algo que a él le encantaba.

– Supongo que podemos. Pero ¿y si nos dispara algún propietario enojado por nuestra intromisión?

– No te preocupes. Yo te protegeré. Además, da la impresión de que este lugar está deshabitado desde hace años -dijo ella animándole.

– Toda esta zona parece estar así, patito. Esto no es Inglaterra.

– ¡Mira que eres esnob! -se burló ella.

Echaron a andar por el camino que se alejaba de la verja. Decidieron dejar el coche aparcado en la cuneta, para no llamar más la atención sobre su aventura.

Durante largo rato no descubrieron nada más que aquel viejo camino rural, hasta que finalmente llegaron a un largo allée, bordeado por enormes árboles y cubierto de hierba y matorrales. Si aquello hubiera estado un poco más arreglado, podría haber parecido incluso la entrada a Whitfield, o a la propiedad de Southampton.

– Es muy bonito.

Oyeron el canto de los pájaros, sobre los árboles y ella se puso a canturrear algo mientras avanzaban sobre la hierba y los matorrales.

– No creo que haya gran cosa que ver por aquí -dijo finalmente William cuando ya casi habían llegado al final de la doble hilera de altos árboles. Pero justo en el momento de decirlo, distinguió un enorme edificio de piedra que se levantaba en la distancia-. ¡Dios mío! ¿Qué es eso?

Parecía Versalles aunque, al acercarse, pudieron comprobar que se hallaba en un estado lamentable, necesitado de urgentes reparaciones. Todo el lugar aparecía destartalado y desierto, y algunos de los edificios auxiliares daban la impresión de estar a punto de desmoronarse. Había una pequeña casa de campo al pie de la colina que, años antes, debía de haber sido la vivienda del guarda, pero que ahora apenas si podía considerarse como tal.

A la derecha se levantaban unos establos, y también había enormes cobertizos para carruajes. William, fascinado por todo lo que veía, echó un vistazo en su interior. Había dos carruajes antiguos, con el blasón de la familia cuidadosamente ornamentado sobre paneles.

– Qué lugar tan extraño -dijo, sonriéndole, contento ahora de que ella le hubiera animado a explorarlo.

– ¿Qué te imaginas que es? -preguntó Sarah mirando a su alrededor, contemplando los carruajes, los arreos, las viejas herramientas de fragua, totalmente fascinada.

– Se trata de un viejo château, y éstos fueron los establos. Todo el lugar da la impresión de haber permanecido deshabitado durante doscientos años.

– Quizá lo haya estado -dijo ella sonriendo con excitación-. ¡Quizás haya un fantasma!

William empezó a hacer ruidos fantasmagóricos y fingió abalanzarse sobre ella cuando iban hacia el camino. Luego subieron por una colina en dirección a lo que parecía un castillo de un cuento de hadas, o un sueño. Evidentemente, no era tan antiguo como Whitfield, o como el castillo de Belinda y George donde ellos se habían conocido, pero William calculó que debía de tener fácilmente entre doscientos cincuenta y trescientos años de antigüedad y, al aproximarse, observaron que su arquitectura era muy bella. Sin lugar a dudas, en otro tiempo hubo un parque, y jardines, y quizás incluso un laberinto, aunque la mayoría de todo eso se hallaba cubierto ahora por la maleza. Se detuvieron delante de la entrada a la regia mansión. William comprobó las ventanas y las puertas, pero todas estaban cerradas. Sin embargo, pudieron echar un vistazo al interior, a través de las tablas rotas, y pudieron ver suelos muy hermosos, molduras talladas delicadamente y unos techos muy altos. Resultaba difícil ver más, pero no cabía la menor duda de que era un lugar increíble. Estar allí era como retroceder en el tiempo, hasta la época de Luis XIV, XV o XVI. Uno se imaginaba un carruaje lleno de hombres con pelucas y calzas de satén, que podían aparecer por la esquina en cualquier momento para preguntarles qué estaban haciendo allí.

– ¿A quién crees que pertenecía? -preguntó Sarah, muy intrigada por el lugar.

– Los vecinos deben saberlo. No debe de ser ningún secreto. Es un lugar enorme.

– ¿Crees que debe de ser propiedad de alguien?

Parecía haber permanecido abandonado durante muchos años, pero seguro que tenía un propietario.

– Imagino que sí, aunque, lógicamente, no le tiene mucho cariño, o que no puede permitirse mantenerlo.

Se encontraba en un terrible estado de abandono, y hasta los mármoles de los escalones estaban rotos. Todo daba la impresión de haber permanecido abandonado durante décadas. Pero la mirada de Sarah se iluminó al mirar a su alrededor.

– ¿No te gustaría comprar un lugar así, remozarlo y al mismo tiempo restaurarlo tal y como fuera antes? Ya sabes a qué me refiero, realizar un buen trabajo de restauración y conseguir que volviera a ser como antes.

Los ojos se le animaron sólo de pensarlo, y él levantó la mirada y fingió una expresión de horror y agotamiento.

– ¿Tienes acaso una ligera idea del mucho trabajo que costaría hacer eso? ¿Te lo imaginas? Y eso sin calcular el coste. Se necesitaría un verdadero ejército de obreros para adecentar este lugar, además de todo el Banco de Inglaterra.

– Pero piensa en lo maravilloso que sería el resultado. Realmente, creo que valdría la pena.

– ¿Para quién? -quiso saber él echándose a reír, divertido. Desde que la conocía, nunca la había visto tan excitada por nada-. ¿Cómo puede entusiasmarte tanto un lugar como éste? Si no es más que un absoluto desastre. -Pero lo cierto era que él también se sentía entusiasmado, aunque la enormidad de los trabajos que se necesitaría emprender fuera algo desalentador-. Preguntaremos cuando regresemos a la carretera. Seguro que nos dirán que aquí se cometieron diez asesinatos y que es un lugar terrible.

Bromeó con ella sobre lo mismo durante el camino de regreso al coche. A ella le parecía lo más hermoso que había visto en su vida y aseguró que, si pudiera, lo hubiera comprado en ese mismo instante, afirmación que William estuvo dispuesto a creer.

Poco después encontraron a un viejo campesino al borde de la carretera, y William le preguntó en francés por el destartalado castillo que acababan de ver. El hombre tenía muchas cosas que contarles. Sarah se esforzó por comprender todo lo posible y lo consiguió. Más tarde, William le explicó con detenimiento los detalles que no había captado. El lugar se llamaba Château de la Meuze, y llevaba abandonado unos ochenta años, desde finales de 1850. Antes lo había habitado la misma familia durante más de doscientos años, pero el último propietario había muerto sin descendencia. A continuación, pasó a manos de varias generaciones de primos y parientes lejanos, y el viejo campesino ya no estaba seguro de saber a quién pertenecía. Dijo que cuando él era joven todavía vivía allí gente; se trataba de una anciana que no pudo ocuparse de cuidar el lugar, la comtesse de la Meuze, una prima de los reyes de Francia. Pero la anciana murió cuando él no era más que un niño, y el lugar había permanecido cerrado desde aquel entonces.

– Qué triste. Me pregunto por qué no habrá aparecido nadie dispuesto a arreglarlo.

– Probablemente porque eso costaría mucho dinero. Los franceses han pasado por malos tiempos. Y una vez que se restaura una casa como ésta, tampoco resulta fácil mantenerla -dijo William que sabía muy bien cuánto dinero y atención se necesitaba para mantener Whitfield, y con la certeza de que hacer lo mismo con ese lugar sería mucho más costoso.

– Creo que es una pena.

Sarah se entristecía sólo de pensar en la vieja mansión, en lo que podía haber sido o había sido alguna vez. Le habría encantado arremangarse y ayudar a William a restaurarlo. Volvieron a subir al coche y él se volvió a mirarla con curiosidad.

– ¿Hablas en serio, Sarah? ¿De veras te gusta tanto este lugar? ¿Te gustaría de verdad hacer una cosa así?

– Me encantaría -contestó ella con la mirada encendida.

– Representa mucho trabajo, y las cosas no funcionarán a menos que tú misma te encargues de hacer una buena parte de ello. Tienes que martillear, trabajar y sudar al lado de los hombres que te ayuden a hacerlo. Mira, he visto a Belinda y a George restaurar su castillo y no tienes ni la menor idea del trabajo que les ha costado.

Pero también sabía lo mucho que les gustaba, y el cariño que les había llegado a coger en tan poco tiempo.