– Sí, pero ese castillo es mucho más grande que éste, además de más antiguo -explicó Sarah, deseando tener una varita mágica que le permitiera tomar posesión del Château de la Meuze.

– Esto tampoco sería nada fácil -dijo William con buen sentido-. Hay que restaurarlo absolutamente todo, incluida la casa del guarda, los establos y los cobertizos.

– No me importa -afirmó ella con tenacidad-. Me encantaría hacer algo así…, si tú me ayudaras -añadió mirándole.

– Creía que no volvería a embarcarme en un proyecto como éste. He tardado más de quince años en conseguir que Whitfield estuviera como es debido. Pero no sé, tal y como lo planteas, parece muy sugerente.

Le sonrió, volviendo a sentirse afortunado y feliz, como desde que la había conocido.

– Podría ser algo tan maravilloso…

Los ojos de Sarah volvían a brillar y él sonrió. En manos de ella, se dejaba convencer con facilidad y habría hecho cualquier cosa que ella deseara.

– Pero ¿aquí, en Francia? ¿No te parece que sería mejor en Inglaterra?

Intentó ser amable, pero lo cierto era que Sarah se había enamorado del lugar, aunque no quería presionarle ni mostrarse caprichosa. Quizá fuera algo demasiado caro o, como él decía, llevara mucho trabajo.

– A mí me encantaría vivir aquí. Pero quizá podamos encontrar algo parecido en Inglaterra.

Eso, sin embargo, no parecía tener mucho sentido. Él ya poseía Whitfield que, gracias a sus esfuerzos, se encontraba en un excelente estado de conservación. Aquí, en cambio, todo era diferente. Podían convertirlo en un nido para los dos, que habrían restaurado con sus propias manos; algo que habrían creado y reconstruido ellos, el uno junto al otro. Sarah nunca se había sentido tan ilusionada en toda su vida, y sabía que era realmente una locura. Lo último que necesitaban era un destartalado castillo en Francia.

Mientras se alejaban en el coche, hizo esfuerzos por olvidarse de la idea, pero durante el resto del viaje no pudo dejar de pensar en el solitario château del que ya se había enamorado. Casi parecía tener alma propia, como un niño abandonado, o como un anciano muy triste. Pero sabía que, fuera lo que fuese, no estaba destinado a ser suyo, y no volvió a mencionarlo hasta que regresaron a París. No quería que William tuviera la impresión de que le presionaba, y ella sabía que era un sueño imposible.

Para entonces ya era Navidad y París tenía un aspecto hermoso. Acudieron una noche a cenar con los Windsor, en la casa que éstos tenían en el Boulevard Suchet, que había sido decorada por Boudin. En cuanto al resto del tiempo, lo pasaron a solas, disfrutando de sus primeras Navidades juntos. William llamó a su madre en varias ocasiones para asegurarse de que no se sentía sola, pero la anciana salía constantemente para visitar propiedades vecinas, cenar con parientes, y el día de Nochebuena estuvo en Sandringham, con la familia real, para su tradicional cena de Navidad. Bertie le había enviado un coche, con dos lacayos y una dama de compañía especialmente puestos a su disposición.

Sarah llamó a sus padres en Nueva York, sabiendo que Peter y Jane estarían en casa para Nochebuena y, por un momento, sintió nostalgia del hogar, pero William se comportaba tan bien con ella que su felicidad era completa. El día de Navidad le regaló un extraordinario anillo de zafiro comprado en Van Cleef, engarzado con diamantes, esmeraldas cabochon, zafiros y rubíes, todo ello en motivos florales. Ella había visto uno igual en la mano de la duquesa de Windsor y lo había admirado. Se trataba de una pieza poco corriente, y ella se quedó anonadada cuando William se la entregó.

– Cariño, me estás malcriando -le dijo.

Contempló con asombro todo lo que él le regaló; bolsos y pañuelos de seda, libros que sabía le gustarían, y que había obtenido en los puestos de librerías de lance situados a lo largo de la orilla del Sena, y pequeñas chucherías que le hicieron reír, como una muñeca idéntica a una que le había comentado que tuvo de pequeña. William la conocía muy bien y se mostraba increíblemente generoso y condescendiente.

Ella le regaló una magnífica pitillera de oro y esmalte azul de Cari Fabergé, que contenía una inscripción de la zarina Alejandra al zar, en 1916, y algunos objetos de equitación comprados en Hermès por los que él había mostrado interés, así como un nuevo reloj de Cartier, de mucho estilo, en cuya parte posterior había hecho grabar: «Primeras Navidades. Primer amor, con todo mi corazón, Sarah». William se sintió tan conmovido al leerlo que unas lágrimas aparecieron en sus ojos y luego la llevó a la cama e hicieron el amor de nuevo. Se pasaron la mayor parte del día de Navidad en la cama, contentos de no haber regresado a Londres para participar en toda la pompa, las ceremonias y las interminables tradiciones.

Al despertar, cuando ya acababa la tarde, él le sonrió al tiempo que ella entreabría lentamente los ojos. La besó en el cuello y le dijo una vez más lo mucho que la quería.

– Tengo algo más para ti -confesó.

No estaba muy seguro de saber si a ella le gustaría o no. Era la mayor locura que había cometido, el momento más alocado de su vida y, sin embargo, tenía la sensación de que a ella le encantaría. Y, en efecto, le agradó de tal manera que William dio por bien empleados todos los problemas que había tenido que superar para conseguirlo. Sacó un paquete de un cajón, envuelto en papel dorado y atado con una cinta del mismo color.

– ¿Qué es? -preguntó ella mirándole con la curiosidad de una niña, mientras él se sentaba a su lado.

– Ábrelo.

Así lo hizo, lenta, cuidadosamente, creyendo que quizá contenía otra joya. El paquete era lo bastante pequeño como para dar esa impresión. Pero al quitar el papel encontró una caja, dentro de la cual había una diminuta casita de madera hecha con cerillas. Sin saber de qué se trataba, le miró con expresión interrogante.

– ¿Qué es, cariño?

– Levanta el tejado -insistió él, expectante y burlón.

Lo levantó y dentro de la casita encontró una diminuta tira de papel, en la que sólo decía: «Château de la Meuze. Feliz Navidad, 1938. De William, con todo mi amor».

Sarah volvió a mirarle, atónita. Leyó de nuevo las palabras y entonces, de pronto, comprendió lo que él había hecho. Lanzó un grito de sorpresa, incapaz de creer que su esposo hubiera hecho algo tan maravillosamente insensato. Ella nunca había deseado tanto una cosa.

– ¿Lo has comprado? -preguntó, resplandeciente, rodeándole el cuello con los brazos, y luego se dejó caer desnuda sobre su regazo, llena de excitación-. ¿Lo has hecho? -insistió.

– Es tuyo. No sé si es un disparate o si hemos hecho algo brillante. Si no lo quieres, siempre podemos vender el terreno, o dejar que se pudra y olvidarnos de él.

Ella estaba tan excitada que casi parecía fuera de sí, y a él le emocionaba que se sintiera tan contenta con su regalo.

No le había costado gran cosa, a excepción de los muchos problemas que había encontrado para cerrar el trato. En cuanto al dinero en verdad la cantidad que había pagado resultó ser ridícula. Le había costado mucho más restaurar su pabellón de caza en Inglaterra que comprar el Château de la Meuze, con todos sus tierras, terrenos y edificios.

Lo que fue bastante más complicado de lo que imaginó en un principio resultó ser encontrar a los herederos, pues había cuatro, dos de ellos vivían en Francia, otro en Nueva York y el último en alguna parte de Inglaterra. Pero sus abogados le habían ayudado a solucionarlo todo. Y el padre de Sarah se encargó de ponerse en contacto a través del banco con la heredera de Nueva York. Todos ellos eran primos lejanos de la condesa que había muerto ochenta años antes, tal y como les había dicho el campesino. En realidad, las personas a las que había comprado el château se hallaban alejadas de ella desde hacía varias generaciones, pero nadie había sabido hasta entonces qué hacer con aquella mansión, o cómo dividirla, de modo que terminaron abandonándola a su destino, hasta que Sarah la descubrió y se enamoró de ella.

Entonces, ella miró preocupada a William.

– ¿Te ha costado una fortuna?

Se habría sentido muy culpable en tal caso, aun cuando en el fondo de su corazón pensara que habría valido la pena. Pero la verdad era que la había comprado por poco dinero. De hecho, los cuatro herederos se sintieron muy aliviados al librarse de ella, y ninguno de ellos se había mostrado particularmente ávido.

– La fortuna tendremos que gastarla cuando empecemos la restauración.

– Te prometo que yo misma haré todo el trabajo…, ¡todo! ¿Cuándo podemos regresar y empezar?

Saltaba alegremente sobre su regazo, como una niña, y él gemía de angustia y placer.

– Antes tenemos que regresar a Inglaterra. Tengo un par de asuntos que solucionar allí. No sé…, quizá podamos venir en febrero… ¿Qué te parece en marzo?

– ¿No podríamos venir antes? -preguntó como una niña pequeña y feliz en la mañana de Navidad, ante lo que él sonrió.

– Lo intentaremos. -Se sentía inmensamente complacido al ver lo mucho que le había gustado a ella. Ahora, él también estaba excitado y pensó que incluso resultaría divertido ayudarla en la restauración, si es que eso no los mataba a los dos-. Me alegro mucho que te haya gustado. En una o dos ocasiones dudé, creyendo que ya lo habías olvidado y que en realidad no lo querías. Y te aseguro que tu padre está convencido de que me he vuelto loco. En otra ocasión te mostraré algunos de los cables que me ha enviado. Ha llegado a decir que esta idea parece tan equivocada como la granja que tenías la intención de comprar en Long Island, y que ahora ya tiene claro que los dos no estamos en nuestros cabales y que, por lo tanto, nos complementamos a la perfección.

Ella se echó a reír al pensar de nuevo en la mansión y luego observó a William con una mirada maliciosa cuyo significado él no tardó en comprender.

– Yo también tengo algo para ti… No quería decirte nada hasta que regresáramos a Inglaterra y estuviera totalmente segura, pero ahora creo que es posible que…, que vayamos a tener un hijo.

Le miró tímidamente, aunque complacida al mismo tiempo y él se quedó mirándola durante un rato, mudo de asombro.

– ¿Tan pronto? ¿Lo dices en serio, Sarah? -preguntó al fin, incrédulo.

– Creo que estoy embarazada. Tuvo que haber sucedido en nuestra noche de bodas. Estaré segura del todo dentro de unas pocas semanas.

Pero, en rigor, ya había reconocido las primeras señales. Esta vez se había dado cuenta por sí sola.

– Sarah, cariño, ¡eres realmente extraordinaria!

Y así, en una sola noche, acababan de adquirir un château en Francia y de formar una familia, aunque el niño apenas había sido concebido y el château estuviera medio en ruinas desde hacía casi un siglo, a pesar de lo cual ambos se sintieron tremendamente orgullosos.

Se quedaron en París, y esos días pasearon al borde del Sena, hicieron el amor y cenaron tranquilamente en pequeños bistros hasta poco después del Año Nuevo. Luego, regresaron a Londres para ser el duque y la duquesa de Whitfield.


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