Nada más llegar a Londres, William insistió en que Sarah acudiera a ver de inmediato a su médico en la calle Harley, quien no tardó en confirmar lo que ella había supuesto. Para entonces ya estaba embarazada de cinco semanas y el médico le dijo que el niño nacería a finales de agosto o primeros de septiembre. Le advirtió que tuviera cuidado los primeros meses, debido al aborto que había tenido previamente. Pero la encontró en excelente estado de salud y felicitó a William por su heredero cuando éste pasó a buscarla. William estaba orgulloso de sí mismo y muy contento de ella. Aquel fin de semana, cuando fueron a Whitfield, se lo comunicaron a su madre.
– Mis queridos hijos, ¡es un milagro! -exclamó la anciana, dichosa, actuando como si ellos hubieran conseguido algo que nadie hubiera hecho desde María y Jesús-. Debo recordaros que a vuestro padre y a mí nos costó treinta años conseguirlo. Debo felicitaros por vuestra prontitud y buena fortuna. ¡Sois unos jóvenes muy listos! -exclamó burlona, y todos se echaron a reír.
La anciana se sentía enormemente complacida, y volvió a decirle a Sarah que haber tenido a William constituyó para ella el momento más feliz de toda su vida y que así fue durante todos los años transcurridos desde entonces. No obstante, tal y como había hecho el médico, le aconsejó que no hiciera tonterías ni se cansara en exceso, y mucho menos que ocasionara daños a la criatura o a sí misma.
– Me encuentro estupendamente, de veras.
Y, en efecto, se sentía sorprendentemente bien. El médico les había dicho que podían hacer el amor «con mesura», sin tratar de superar marcas olímpicas. William, no obstante, tenía mucho miedo de hacerle el amor y producirle algún daño, a ella o al bebé.
– Te prometo que no sucederá nada. Él mismo lo ha dicho.
– ¿Y cómo lo sabe?
– Es médico, ¿no? -preguntó para tranquilizarle.
– Quizá no sea bueno. Quizá debiéramos ver a otro.
– William, era ya el médico de tu madre antes de que nacieras.
– Precisamente por eso. Es demasiado viejo. Iremos a ver a alguien más joven.
Llegó incluso a buscar a un especialista para su esposa y, aunque sólo fuera por no contrariarlo, ella acudió a verlo, aunque le dijo lo mismo que el amable y anciano lord Allthorpe, a quien Sarah prefería. Ya estaba embarazada de dos meses y seguía sin tener el menor problema.
– Lo que quiero saber es cuándo vamos a volver a Francia -dijo después de haber pasado en Londres poco más de un mes, con unas ganas enormes de iniciar los trabajos en su nueva casa.
– ¿Hablas en serio? -inquirió William mirándola horrorizado-, ¿Quieres ir ahora? ¿No prefieres esperar a tener el niño?
– Pues claro que no. ¿Por qué esperar todos estos meses si podemos empezar a trabajar ahora mismo? Por el amor de Dios, cariño, no estoy enferma, sólo embarazada.
– Lo sé. Pero ¿y si sucediera algo?
Estaba nervioso y hubiera deseado que ella no se mostrara tan decidida. Pero hasta el viejo lord Allthorpe estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón especial para que se quedara encerrada en casa, siempre y cuando no hiciera esfuerzos excesivos y no se agotara, por lo que el proyecto que pensaban iniciar en Francia no le pareció mal.
– Lo mejor para ella es mantenerse ocupada en algo -les aseguró.
Les sugirió entonces que esperaran hasta el mes de marzo, con lo que para entonces ya se habrían cumplido los tres meses de embarazo. Fue el único compromiso que Sarah se mostró dispuesta a aceptar. Esperaría a marzo para regresar a Francia, pero ni un día más. Se moría de ver iniciados los trabajos en el château.
William intentó retrasar los proyectos que tenía para Whitfield todo lo que pudo, y su madre no dejó de insistirle para que Sarah se lo tomara con calma.
– Mamá, lo intento, pero ella no quiere escucharme -reconoció en un momento de exasperación.
– Es todavía como una niña. No sé da cuenta de que tiene que llevar cuidado con estas cosas. Estoy segura de que no querrá perder a su bebé.
Pero Sarah ya había aprendido esa lección, y de la forma más dura. De hecho, iba con más cuidado del que se imaginaba William, hacía pequeñas siestas, colocaba las piernas en alto y reposaba cada vez que se sentía cansada. No tenía la menor intención de perder a la criatura. Pero tampoco quería permanecer sentada todo el tiempo, ociosa, así que empezó a insistirle a su esposo hasta que pon fin consintió en volver a Francia y ya no pudo contenerla por más tiempo. Para entonces ya estaban a mediados de marzo, y ella amenazaba con partir incluso sin él.
Cruzaron el canal de la Mancha en el yate de lord Mountbatten aprovechando que éste se dirigía a París para ver al duque de Windsor, e invitó a la joven pareja a acompañarle en la travesía. «Dickie», como le llamaban William y sus amigos, era un hombre muy apuesto, y Sarah le divirtió durante toda la travesía, hablándole sin cesar del château y del trabajo que se disponían a hacer en él.
– William, viejo amigo, da la impresión de que ya te has sobrecargado de trabajo.
Pero también le pareció que eso les sentaría bien a los dos. Evidentemente, estaban muy enamorados el uno del otro, y mostraban un gran entusiasmo por su proyecto.
William había pedido al conserje del Ritz que les alquilara un coche, y consiguieron encontrar un pequeño hotel a dos horas y media de París, no lejos de su destartalado château. Alquilaron las habitaciones del piso superior del pequeño hotel, y decidieron quedarse a vivir allí hasta que fuera habitable el viejo castillo, algo que ambos sabían tardaría bastante tiempo en suceder.
– Puede que sean años, ¿sabes? -gruñó William cuando acudieron a verlo de nuevo.
Se pasó las dos semanas siguientes contratando obreros. Finalmente, pudo contar con un equipo considerable, y empezaron por quitar las tablas y maderas para ver qué había dentro de la casa. A medida que trabajaban se encontraron con sorpresas por todas partes, algunas de ellas afortunadas y otras no tanto. El salón principal formaba una estancia en verdad espléndida, aunque había otros tres salones, con hermosas boiseries, con desvaídos dorados en algunas de las molduras, además de chimeneas de mármol y suelos muy hermosos. Pero la madera estaba estropeada en algunos sitios por el moho, los muchos años de humedad y los animales que habían entrado por entre las tablas, y se habían dedicado a arañar las molduras aquí y allá.
La casa disponía de un comedor enorme y elegante, y una serie de pequeños salones, todo ello en la planta baja, así como una biblioteca impresionante, revestida con paneles de madera, y un vestíbulo muy aristocrático propio de cualquier castillo inglés; la cocina era tan anticuada que a Sarah le recordó algunos de los museos que había visitado el año anterior en compañía de sus padres. Encontraron herramientas y cacharros que, a todas luces, nadie había utilizado desde hacía unos doscientos años. Los fueron reuniendo cuidadosamente, con la intención de salvar todos los que pudieran. También guardaron y protegieron los dos carruajes que habían encontrado en el cobertizo.
Después de sus investigaciones iniciales, William se aventuró a subir la escalera hacia el primer piso del château. Pero se negó en redondo a permitir que Sarah le acompañara, por temor a que pudiera hundirse el piso, aunque, tras descubrir que se mantenía sorprendentemente sólido, dejó que Sarah subiera para ver lo que había descubierto. Había por lo menos una docena de habitaciones soleadas y grandes, también con encantadoras boiseries y ventanas hermosamente configuradas, así como un salón elegante con una chimenea de mármol, que daba a la fachada principal y a lo que en otros tiempos habían sido los jardines y el parque del château. De repente, mientras iba de una habitación a otra, Sarah se dio cuenta de que no había cuartos de baño. Naturalmente, se echó a reír al pensar que no podía haberlos. En aquellos tiempos se bañaban en bañeras instaladas en los vestidores, y disponían de retretes.
Había mucho trabajo que hacer, pero cada vez estaba más claro que valdría la pena hacerlo. Incluso William parecía entusiasmado. Hizo unos planos, organizó programas de trabajo y se pasaba todo el día dando instrucciones, desde el amanecer hasta el anochecer, mientras Sarah trabajaba a su lado, lijando la madera antigua, puliendo los suelos, limpiando las boiseries, reparando las molduras doradas, sacando brillo al bronce y el latón hasta que refulgían y cuando no, se pasaba la mayor parte del día pintando. A la vez que trabajaban en la casa principal, William asignó a un grupo de hombres para que se ocuparan de arreglar la casa del guarda, con objeto de abandonar el hotel e instalarse en ella, para estar así más cerca del lugar donde desarrollaban su enorme proyecto de restauración.
La casa del guarda era pequeña. Disponía de un pequeño saloncito, un dormitorio de las mismas proporciones y una gran cocina muy acogedora. En el piso superior había dos habitaciones algo más grandes. Pero, desde luego, era adecuado para ellos dos y posiblemente incluso para una sirvienta, que podía instalarse en la habitación de abajo, si es que Sarah sentía la necesidad de disponer de una. Tendrían así una habitación para ellos y hasta otra para su bebé cuando llegara.
Sarah ya notaba al niño que se movía en su interior y cada vez que lo sentía sonreía, convencida de que sería un niño y que se parecería a William. Así se lo decía de vez en cuando y él insistía en que no le importaría que fuera una niña ya que iban a tener más hijos.
– Y esto no es como si quisiéramos tener un heredero para el trono -se chanceó, aunque ella sabía que estaba la cuestión de su título y la de heredar Whitfield y sus terrenos.
En cualquier caso, durante todo ese tiempo ambos pensaban también en algo más que en Whitfield, o incluso que en su château. En marzo, Hitler levantó su fea cabeza y «absorbió» Checoslovaquia afirmando que ya no existía como entidad propia y separada. En realidad, se había tragado a diez millones de personas que no eran de origen alemán. Apenas las hubo devorado, dirigió su atención hacia Polonia y empezó a amenazar a ese país con reivindicaciones territoriales históricas, tanto en Danzig como en otras partes.
Una semana más tarde terminó la Guerra Civil española, después de haberse cobrado más de un millón de vidas y dejando completamente arruinada a España.
Pero las cosas todavía empeoraron más en abril. A imitación de su amigo alemán, Mussolini se apoderó de Albania, y los gobiernos británico y francés empezaron a inquietarse y ofrecieron su ayuda a Grecia y Rumania si es que la necesitaban. Semanas antes le habían hecho la misma oferta a Polonia, prometiendo que esta vez se mostrarían más firmes si Hitler la agredía.
En el mes de mayo, Hitler y Mussolini firmaron una alianza, por la que cada uno de ellos se comprometía seguir al otro en el caso de que entrara en guerra, y conversaciones similares entre Francia, Inglaterra y Rusia se iniciaron, pero se detuvieron y no condujeron a ninguna parte. Fue una primavera sombría para la política mundial, y los Whitfield se sintieron hondamente preocupados aunque, al mismo tiempo, siguieron adelante con el enorme trabajo que había en el Château de la Meuze, mientras Sarah iba engordando con su bebé. Ya estaba embarazada de seis meses, y aunque William no le comentaba nada, le parecía que estaba enorme. Pero los dos eran de estatura alta, por lo que parecía razonable pensar que el niño sería de buen tamaño. Por la noche, mientras se hallaban en la cama, él lo sentía moverse dentro de ella y de vez en cuando, al acercarse mucho, notaba sus patadas.
– ¿No te duele eso? -preguntó fascinado por la vida que sentía dentro de ella, por la creciente figura redondeada de su vientre y por el bebé que no tardaría en surgir del amor que ambos compartían.
Aquel milagro seguía abrumándole. Seguía haciéndole el amor de vez en cuando, pero cada vez tenía más miedo de hacerle daño y ella parecía menos interesada ahora. Trabajaban sin descanso en el château y por la noche, al acostarse, ambos caían rendidos. Los obreros llegaban a las seis de la mañana y ya empezaban a martillear y hacer ruido.
A finales de junio ya pudieron instalarse en la casa del guarda, dejando las habitaciones que habían ocupado hasta entonces en el hotel. Ahora ya vivían a solas, y en un lugar que empezaba a adquirir un aspecto civilizado. William trajo un numeroso equipo de jardineros desde París para que se dedicaran a arrancar, podar y plantar, para convertir otra vez en un jardín lo que hasta entonces no había sido más que una jungla. El parque ocupó más tiempo, pero en agosto ya se vislumbraba la esperanza de que también eso quedaría arreglado, y para entonces, al ver las cosas con la perspectiva del tiempo transcurrido, incluso les extrañó comprobar las mejoras que habían hecho en toda la finca y en la casa. William ya empezaba a pensar que quizá pudieran instalarse a finales de mes, a tiempo para que Sarah diera a luz. Trabajaba mucho en el acondicionamiento de sus habitaciones, con intención de que Sarah se sintiera cómoda en ellas, para así poder ir trabajando en el resto de la casa, una vez que se hubieran instalado. Tardarían años en terminar con los innumerables detalles, pero ya habían conseguido mucho y en un tiempo considerablemente corto.
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