– Bueno, al menos ya sabemos que no voy a perder al bebé -dijo ella dándose una palmaditas en el enorme vientre, inmediatamente contestadas por las fuertes patadas del bebé.

Tomó apenas un bocado de pan y otro de manzana y volvió a enfrascarse en el trabajo. Hasta arregló y guardó en los cajones las ropas y pañales del bebé. Al morir el día había hecho todo lo que se había propuesto, y la habitación tenía un aspecto inmaculado. Lo había preparado todo en encaje blanco, con cintas de satén a juego. Había escogido una cuna antigua, un hermoso armario pequeño, una cómoda que encontró en la casa y que ella misma lijó y pintó; y los suelos tenían ahora un pálido color miel, parcialmente cubiertos por una alfombra de Aubusson. La habitación desbordaba cariño y calor, y lo único que faltaba en ella era la presencia del niño.

A la hora de la cena, bajó a la cocina y preparó algo de pasta, pollo frío y ensalada para los dos. Calentó una sopa, puso el pan en la mesa y luego llamó a William, que estaba arriba. Le sirvió un vaso de vino, pero ella no quiso probarlo. Sarah no deseaba beber vino porque le producía una terrible acidez.

– Has hecho un buen trabajo.

Acababa de estar en la habitación del niño y quedó impresionado por la mucha energía que ella había desplegado. No la había visto tan animada desde hacía meses, y después de cenar Sarah sugirió salir a dar un paseo por el jardín.

– ¿No crees que deberías descansar? -propuso, ligeramente preocupado por la posibilidad de que ella se estuviera agotando.

No importaba que sólo tuviera 23 años; dentro de poco tendría que pasar por un doloroso trance, del que siempre había oído decir que no era fácil, y deseaba que descansara todo lo posible.

– ¿Para qué? Es posible que el bebé no llegue en varios días. Empiezo a creer que podría continuar así indefinidamente.

– Desde luego, actúas como si fuera así. ¿Te encuentras bien?

La miró con atención, pero no observó nada extraño. Parecía estar bien. La mirada de sus ojos era centelleante y clara, tenía las mejillas sonrosadas, y se burlaba de él al tiempo que reía.

– Me encuentro muy bien, William, te lo prometo.

Esta noche conversaron sobre los padres de Sarah, sobre Jane, su madre y la casa de Long Island. Su familia también había emprendido amplios trabajos allí, y su padre informó que todo habría vuelto a la normalidad para el próximo verano. Parecía mucho tiempo, pero lo cierto era que la finca había sufrido graves daños a causa de la tormenta. Seguían echando de menos a Charles, y ahora habían contratado a un nuevo guarda. Un japonés y su esposa.

Mientras caminaban por los jardines, le entró la nostalgia. Los pequeños macizos de flores plantados aquí y allá empezaban a crecer, y el jardín irradiaba esperanza y promesa, lo mismo que ella.

Finalmente, volvieron a casa y se sentó de grado a descansar. Leyó un libro durante un rato, y luego se levantó, se desperezó y se dirigió hacia la ventana para contemplar la luz de la luna. Su nuevo hogar era hermoso y a ella le gustaba todo lo que contenía. Era como el sueño de su vida convertido en realidad.

– Gracias por todo esto -dijo en voz baja desde donde estaba y él la miró desde la cama, conmovido por el aspecto tan dulce que ofrecía, tan joven y tan lleno de vida. Y entonces, al dirigirse hacia la cama, se detuvo, miró a su alrededor, bajó la mirada hacia el suelo y luego la levantó hacia el techo-. Maldita sea, creo que tenemos un enorme escape de agua. Una de las cañerías tiene que haber reventado.

No podía ver nada por arriba, en el techo, pero el suelo estaba cubierto por un gran charco de agua. William se levantó, con el ceño fruncido y miró hacia el techo.

– Yo no veo nada. ¿Estás segura? -Pero ella señaló el suelo, miró a su alrededor y luego a su espalda. Él lo comprendió antes que ella-. Creo que es a ti a quien se le ha reventado la cañería, querida -dijo con suavidad, sonriendo, no muy seguro de saber lo que debía hacer para ayudarla.

– ¿Qué quieres decir?

Se sintió insultada cuando él sacó un montón de toallas del cuarto de baño que habían instalado en la habitación contigua y, de repente, la comprensión de lo que sucedía empezó a aparecer en sus ojos. Ni siquiera se le había ocurrido pensarlo. Había roto aguas.

– ¿Crees que se trata de eso? -preguntó mirando a su alrededor, mientras él empapaba el charco con las toallas y sólo entonces se dio cuenta de que tenía todo el camisón mojado.

Sí, su esposo tenía razón. Había roto aguas.

– Llamaré al médico -dijo William, levantándose.

– No creo que tengamos que hacerlo. Dijo que podía transcurrir todo un día antes de que sucediera algo después de esto.

– De todos modos, me sentiría mejor sí lo llamaras.

Pero, en realidad, se sintió bastante peor después de llamar al hospital de Chaumont. El professeur Vinocour, como solían llamar a los médicos en Francia, había partido con tres colegas suyos en dirección a Varsovia. Iban allí a ofrecer sus servicios y hacer todo lo que pudieran por ayudar; además, aquella noche se había producido un espantoso incendio en un pueblo vecino. Todas las enfermeras estaban allí para ayudar y no había ningún médico disponible. En el hospital se encontraban desesperadamente faltos de personal, y la última preocupación que necesitaban era un parto corriente, aunque se tratara de madame la duchesse. Por una vez, nadie pareció quedar impresionado por su título.

– Un parto no suele presentar grandes problemas -le dijeron.

Le sugirieron que llamara a una mujer de una de las granjas vecinas, o a alguien del hotel, pero le dijeron que en esos momentos no podían hacer nada por ayudarle. No supo qué decirle a Sarah cuando regresó al dormitorio. Se sentía culpable, ya que creía que debería haberla llevado a Londres, o por lo menos a París. Ahora, sin embargo, ya era demasiado tarde. De niño había ayudado en una ocasión a parir unos cachorros, pero, desde luego, no tenía ni la menor idea de cómo ayudar a traer un niño al mundo, y tampoco Sarah. Ella era incluso más ignorante que él, pues sólo había pasado por la experiencia del aborto y entonces le administraron anestesia general. Ni siquiera disponía de algo para ayudarla a soportar el dolor, o para ayudar al bebé, si es que se presentaban problemas. De repente, recordó lo que le había dicho, que a veces transcurría todo un día entre el momento en que empezaban los dolores del parto y el alumbramiento. La llevaría en el coche hasta París. Sólo estaban a dos horas y media de distancia. Decidió que era la solución perfecta y subió corriendo la escalera hacia la habitación. En cuanto entró en la alcoba, observó su rostro con consternación. Las contracciones ya habían empezado, como una venganza, surgiendo de la nada.

– Sarah. -Corrió hasta la cama, donde ella se esforzaba por respirar, retorciéndose de dolor-. No hay médicos en el hospital. ¿Te sientes lo bastante fuerte como para que te lleve hasta París en el coche?

Pero ella le miró horrorizada ante la simple sugerencia.

– No puedo… No sé qué ha ocurrido… No puedo moverme. Los dolores son terribles, y muy seguidos.

– Vuelvo ahora mismo -dijo él dándole unas palmaditas en el brazo.

Se precipitó escalera abajo, decidido a seguir el consejo de la mujer con la que había hablado por teléfono. Llamó al hotel y preguntó si había allí alguien que pudiera ayudarle en aquella situación, pero le contestó la hija del propietario, que sólo tenía diecisiete años y se mostró muy tímida. Le dijo que todos se habían marchado para ayudar a apagar el incendio. William comprendió al punto que la muchacha no le sería de ninguna utilidad.

– Está bien, si aparece alguien, quienquiera que sea, cualquier mujer que pueda ayudar, envíela al château, por favor. Mi esposa está dando a luz.

Colgó el teléfono y volvió a subir corriendo la escalera para acudir junto a Sarah, que estaba tendida en la cama. La encontró bañada en sudor, jadeando y gimiendo.

– Todo está bien, cariño. Vamos a hacer esto los dos juntos.

Fue a lavarse las manos y regresó con otro montón de toallas, rodeándola con ellas. Le aplicó un paño frío sobre la cabeza y ella quiso decir algo, darle las gracias, pero el dolor era demasiado fuerte como para poder hablar. Sin ningún motivo, William miró el reloj. Era casi la medianoche.

– Bueno, vamos a tener el bebé juntos.

Intentó que su tono de voz sonara alegre, y le sostuvo la mano. Ella se agitó de dolor ante sus propios ojos. William no tenía ni la menor idea de lo que debía hacerse y ella le rogaba que hiciera algo cada vez que sentía los fuertes dolores que parecían desgarrarla por dentro.

– Intenta resistirlo. Intenta pensar en ello como algo necesario para el alumbramiento de nuestro hijo.

– Es tan terrible… William…, William… Haz que se detenga… ¡Haz algo! -gimió.

Pero él permaneció sentado a su lado, impotente, deseando ser útil, aunque sin saber qué hacer. No estaba seguro de que alguien pudiera ayudar en una situación así, a pesar de que ella se sentía abrumada por los terribles dolores. El aborto podía haber sido algo terrible, pero esto era infinitamente peor. Mucho peor que sus más oscuros temores sobre cómo sería el parto.

– ¡Oh, Dios…, William! ¡Oh…! ¡Noto que ya viene!

A él le alivió saber que vendría tan pronto, pues imaginaba que si duraba poco tiempo, ella sobreviviría. Rezó para que todo fuera muy deprisa.

– ¿Puedo mirar? -preguntó, vacilante.

Ella le indicó que sí y apartó aún más las piernas, como si quisiera dejar más espacio para el bebé. Al mirar, William pudo verle la cabeza, pero sólo una punta, cubierta de una pelusilla de color rubio. El espacio que pudo ver debía tener unos cinco centímetros de circunferencia, y le pareció que ya debía de estar a punto de nacer, así que le gritó excitado:

– Puedo verlo, cariño. Está saliendo. Empuja ahora. Adelante…, empuja a nuestro hijo.

Continuó animándola de ese mismo modo, y pudo observar brevemente el resultado de sus esfuerzos. Por un instante, la cabeza pareció adelantarse aún más, para luego retroceder. Era como un baile a cámara lenta y no se produjo ningún cambio durante un largo rato. Luego, la parte de la cabeza que podía ver pareció hacerse un poco más grande. Le apretó las piernas contra el pecho, para que pudiera empujar con más fuerza, pero el bebé no se movió, y Sarah parecía desesperada, sin dejar de gritar a cada dolorosa contracción, recordando lo que le había dicho el médico, que la criatura podía ser demasiado grande para nacer de ese modo.

– Sarah, ¿no puedes empujar más fuerte? -le instó.

El niño parecía haber quedado atascado. Y ya llevaban varias horas intentándolo. Eran las cuatro de la madrugada, y ella llevaba haciendo esfuerzos desde la medianoche. Casi no había momentos de respiro entre las contracciones, y sólo disponía de unos pocos segundos para recuperar la respiración y volver a empujar. William observó que Sarah empezaba a sentir pánico, a perder el control de la situación. La sujetó de nuevo por las piernas y le habló con firmeza.

– ¡Empuja! ¡Empuja ahora! ¡Ahora…, vamos! Eso es…, ¡más fuerte! ¡Sarah! ¡Empuja más fuerte!

Le estaba gritando, y lo lamentaba mucho, pero no tenía más remedio. El bebé no había salido todavía lo suficiente como para que él pudiera maniobrar para sacarlo. Al gritarle, observó que la cabeza parecía salir un poco más. Lo estaban consiguiendo poco a poco, pero ya eran más de las seis y el sol empezaba a salir, y ellos todavía estaban allí, sin conseguir nada.

Ella siguió empujando, y a las ocho de la mañana empezó a perder mucha sangre. Estaba mortalmente pálida, y el niño no parecía haberse movido desde hacía horas. Entonces, oyó que alguien hacía ruido en la planta baja y gritó para llamar a quienquiera que pudiera oírle. Sarah apenas si era consciente de lo que ocurría, y sus esfuerzos eran ahora mucho más débiles. Prácticamente, no podía seguir. William oyó unos pasos que subían con rapidez la escalera. Un momento después vio a Emanuelle, la joven del hotel, con los ojos muy abiertos, y llevando un vestido azul y un delantal.

– He venido a ver si podía ayudar a madame la duchesse con el bebé.

Pero William abrigaba la trágica sospecha de que su esposa se moría, y de que no habría ningún bebé. Tenía una fuerte hemorragia, aunque no incontrolable. Pero la criatura no se movía y ella ya no tenía fuerzas para seguir empujando cuando aparecían las contracciones. Permanecía allí echada, profiriendo gritos y gemidos, y si no hacían algo pronto, él los iba a perder a los dos. Para entonces, ella ya llevaba nueve horas de parto y no había conseguido nada.