La mañana siguiente amaneció soleada y cálida y el niño se despertó poco después del amanecer, con lloros apagados, como si solicitara a su madre. William se levantó, lo tomó en sus brazos y lo colocó junto al pecho de ella, observándoles después a ambos. El muchachote pareció saber exactamente lo que debía hacer y Sarah le dirigió a William una débil sonrisa. Apenas si podía moverse, pero se encontraba bastante mejor que la noche anterior. Entonces, de pronto, recordó el ruido que había oído en el exterior y observó el rostro de William. Supo inmediatamente que algo grave había ocurrido, aunque su marido todavía no le había dicho lo que era.

– ¿Qué pasó ayer por la noche? -preguntó en voz baja mientras el bebé se amamantaba vorazmente de su madre.

William se preguntó si no sería demasiado pronto para decirle la verdad. Y, sin embargo, sabía que tenía que hacerlo. La noche anterior había llamado por teléfono al duque de Windsor, y ambos habían estado de acuerdo en que tendrían que regresar a Inglaterra cuanto antes. Wallis le acompañaría, claro está, pero William sabía que no había forma de que pudiera trasladar a Sarah tan pronto. Desde luego, no lo haría ahora, y quizá no pudiera hacerlo en semanas, o incluso en meses. Todo dependería de la rapidez con que se recuperara, y en estos momentos nadie podía decirlo aún. Mientras tanto, sabía que tenía que regresar a Londres y presentarse en el Departamento de Guerra. Ella estaría a salvo en Francia, aunque odiaba tener que dejarla sola. Al observarle fijamente, Sarah percibió todas sus angustias y preocupaciones. Aquellos dos días habían sido realmente terribles para él.

– ¿Qué ocurre? -preguntó extendiendo una mano para tocarle.

– Estamos en guerra -dijo apenado, incapaz de ocultárselo por más tiempo y rogando para que fuera lo bastante fuerte para aceptar la noticia y las implicaciones que tendría para todos ellos-. Inglaterra y Francia han declarado la guerra a Alemania. Ocurrió ayer, mientras traías al mundo a Phillip.

Tanto el uno como el otro sabían lo dura que había sido aquella tarea y, comprensiblemente, no habían podido hacer ninguna otra cosa. Pero ahora no había forma de escapar a la verdad.

En cuanto se enteró de la noticia, unas lágrimas aparecieron en sus ojos, y miró a William con expresión de temor.

– ¿Qué significa eso para ti? ¿Tendrás que marcharte pronto?

– Tengo que hacerlo -asintió él con tristeza, devastado ante la idea de abandonarla ahora, pero para él estaba claro que no podía hacer otra cosa-. Intentaré enviarles un telegrama hoy mismo para comunicarles que me presentaré dentro de pocos días. No quiero dejarte hasta que te sientas un poco más fuerte. -Le acarició la mano suavemente al recordar todo lo que ella había tenido que pasar. Ahora, verles allí a los dos le parecía un verdadero milagro y odiaba tener que dejarlos-. Le pediré a Emanuelle que se quede aquí contigo. Es una buena muchacha.

Así lo había demostrado el día anterior, e incluso más que eso, mientras le ayudó a conseguir que naciera su hijo.

Emanuelle se presentó aquella mañana, poco después de las nueve, inmaculadamente limpia, con otro vestido azul y un delantal limpio y almidonado. Llevaba el oscuro cabello pelirrojo peinado hacia atrás, formándole una coleta que se había atado con una cinta azul. Tenía diecisiete años de edad, y su hermano menor tenía doce. Siempre habían vivido en La Marolle, y sus padres eran personas sencillas, acostumbradas a trabajar duro, y listos, como lo eran sus hijos.

Aprovechando que estaba allí, William se acercó a la oficina de correos y envió un cable al Departamento de Guerra. Justo al volver al château apareció Henri, el hermano de Emanuelle, que había venido desde el hotel.

– Su teléfono se ha estropeado, monsieur le duc -le informó.

Por lo visto, el duque de Windsor había llamado por teléfono, dejándole un mensaje en el hotel, para decirle que el navio de guerra Kelly acudiría a recogerlos a la mañana siguiente, en el puerto de Le Havre, y que él debía presentarse en París de inmediato.

El muchacho respiraba entrecortadamente mientras le comunicaba a William el mensaje. Le dio las gracias y le entregó diez francos. Luego, subió a decírselo a Sarah.

– Acabo de recibir un mensaje de David -empezó a decir sin querer precisar, mientras caminaba con lentitud por la habitación, fijándose en todo, para llevarse consigo aquellos recuerdos-. Él…, bueno…, Bertie nos envía mañana un barco, a buscarnos.

– ¿Aquí? -preguntó ella, confusa.

Había estado dormitando mientras él iba a poner el telegrama.

– Eso sería muy difícil, ¿no crees? -replicó él con una sonrisa, y se sentó a su lado, sobre la cama. Había más de doscientos kilómetros de distancia hasta la costa-. Atracará en Le Havre. Quiere que me reúna con él en París a las ocho de la mañana. Supongo que Wallis nos acompañará. -Volvió a mirar a su esposa, con el ceño fruncido en un gesto de preocupación-. Supongo que no te sentirás con fuerzas suficientes como para acompañarnos.

No se le ocultaba que ella no estaba en condiciones, pero se creyó obligado a preguntárselo, aunque sólo fuera por su propia tranquilidad. Sabía, sin embargo, que ella podía sufrir una nueva hemorragia si se movía demasiado pronto. Y ya había perdido mucha sangre durante el parto. Todavía estaba muy pálida y débil. Transcurriría por lo menos un mes hasta que estuviera lo bastante fuerte para poder ir a alguna parte, y, desde luego, no estaba en condiciones de soportar el viaje en coche hasta París, o la travesía en barco hasta Inglaterra. Ella sacudió la cabeza con un gesto negativo, en respuesta a su pregunta.

– No me gusta tener que dejarte aquí.

– Francia es nuestra aliada. Aquí no sufriremos ningún daño -le dijo, sonriéndole con cariño. No quería que se marchara, pero no le importaba quedarse allí. Ahora, éste era su hogar-. Estaremos bien. ¿Volverás pronto?

– No lo sé. Te enviaré un mensaje en cuanto pueda. Tengo que presentarme en el Departamento de Guerra, en Londres, y luego enterarme de qué es lo que quieren hacer conmigo. Trataré de venir lo más rápidamente que pueda. Y en cuanto tú te sientas lo bastante fuerte, deberías venir a casa – su voz adquirió un timbre de dureza.

– Ésta es nuestra casa -le susurró ella, mirándole a los ojos-. No quiero marcharme. Phillip y yo estaremos a salvo aquí.

– Lo sé. Pero me sentiría mucho mejor si los dos estuvierais en Whitfield.

Esa perspectiva deprimió a Sarah. Le gustaba la madre de William, y Whitfield era un lugar bonito y agradable, pero el Château de la Meuze se había convertido para ellos en su hogar, y habían trabajado tanto para arreglarlo y transformarlo en lo que deseaban que ahora no quería abandonarlo. Todavía quedaba mucho trabajo por hacer, y ella misma podía ocuparse de algunas cosas cuando se sintiera un poco más fuerte, mientras esperaba a que él regresara de Inglaterra.

– Ya veremos -dijo él de un modo ambiguo y se dispuso a preparar la maleta.

Ninguno de los dos durmió aquella noche, y hasta el bebé lloró más que el día anterior. Ella no tenía todavía leche suficiente para un niño tan enorme y, además, estaba nerviosa y preocupada. Vio a William levantarse a las cinco, cuando la creyó definitivamente dormida y le habló en voz baja en la habitación a oscuras.

– No quiero que te marches -dijo con tristeza.

Él se aproximó a la cama y le acarició la mano y el rostro. Deseaba no tener que irse.

– Yo tampoco quisiera. Confío en que todo esto acabe pronto y podamos continuar con nuestra vida normal.

Ella asintió con un gesto. Confiaba en lo mismo, e intentaba no pensar en el pobre pueblo polaco.

Media hora más tarde, ya se había afeitado y vestido y volvía a estar junto a la cama. Ahora, ella se levantó. La cabeza se le tambaleó por un instante y él la rodeó con uno de sus fuertes brazos.

– No quiero que bajes. Podrías hacerte daño después al subir esa escalera.

Todavía estaba muy débil y habría podido marearse y golpearse en la cabeza, pero tampoco tenía deseos de probarlo y ella lo sabía.

– Te amo… Cuídate mucho, por favor. William, ten mucho cuidado… Te amo.

Había lágrimas en sus ojos, a la par que sonreía y la ayudaba a acostarse de nuevo.

– Te prometo que lo tendré, y tú debes hacer lo mismo, y cuida mucho de lord Phillip.

Ella sonrió, girando la cabeza para contemplar a su hijo. Era un pequeño tan hermoso… Tenía unos grandes ojos azules, rizos rubios y William aseguraba que era como las fotografías que conservaba de su padre.

La besó con toda la fuerza que se atrevió a emplear, apretándola contra la cama y acariciándole el sedoso cabello largo que le caía sobre los hombros.

– Recupera tus fuerzas… Regresaré pronto. Te amo tanto… -Volvía a sentir un gran agradecimiento por el hecho de que ella estuviera viva. Entonces, se volvió y cruzó la habitación, mirándola una última vez desde la puerta-. Te amo -repitió en voz baja, mientras ella lloraba.

Y luego se marchó.

– ¡Te amo! -gritó ella, mientras él bajaba la escalera-. ¡William! ¡Te amo!

– ¡Yo también te amo!

El eco de sus palabras llegó hasta ella, y luego oyó cerrarse la puerta principal. Un momento más tarde oyó su coche que se ponía en marcha. Volvió a levantarse de la cama para mirar por la ventana, justo a tiempo para ver desaparecer el coche por la curva de la entrada del château. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, cayéndole sobre el camisón. Regresó a la cama, sin dejar de llorar, pensando en él durante largo rato, y luego Phillip reclamó su alimento y finalmente apareció Emanuelle, que ahora venía para instalarse con ellos. Iba a quedarse para ayudar a madame la duchesse. Era una maravillosa oportunidad para la joven, que ya sentía una gran admiración por Sarah, y estaba loca con el bebé que había ayudado a nacer. Pero nunca se mostró excesivamente familiar. Era una muchacha extrañamente madura para su edad, y constituyó una ayuda muy valiosa para Sarah.

Los días le parecieron interminables tras la partida de William, y transcurrieron semanas antes de que sintiera que empezaba a recuperar sus fuerzas. En octubre, cuando Phillip ya tenía un mes de edad, recibió una llamada de la duquesa de Windsor para comunicarle que habían regresado a París. Habían visto a William poco antes de salir de Londres, y parecía estar muy bien. Había sido asignado a la RAF, en unas instalaciones situadas al norte de Londres. Al duque de Windsor lo habían enviado de regreso a París, con el grado de división general destacado en la misión militar adjunta al mando francés. Pero eso significaba que se dedicarían a ofrecer numerosas recepciones, lo que encajaba con ambos a la perfección. Felicitó de nuevo a Sarah por el nacimiento de su hijo y le dijo que, cuando se recuperase del todo, fuera a París a visitarlos. William les había contado lo difícil que había sido el parto, y Wallis le aconsejó que no se agotara.

Pero Sarah ya volvía a deambular por la casa, vigilándolo todo y encargándose ella misma de las pequeñas reparaciones. Había conseguido a una mujer del hotel para ayudarla a limpiar, y Emanuelle la ayudaba a cuidar de su hijo, que a ella le parecía enorme y que había engordado casi kilo y medio en cuatro semanas.

Henri, el hermano de Emanuelle, hacía los recados de Sarah, pero la mayoría de los hombres que habían trabajado para ellos ya habían desaparecido, llamados a filas. No quedaba nadie que trabajara en el château, a excepción de los viejos y los muchachos. Incluso chicos de dieciséis y diecisiete años habían decidido mentir sobre su edad para alistarse y se habían marchado. De repente, Francia parecía haberse convertido en un país habitado sólo por mujeres y niños.

Sarah tuvo noticias de William en varias ocasiones. Sus cartas habían logrado llegar y hasta consiguió llamarla una vez por teléfono. Le dijo que, por el momento, todavía no había ocurrido nada importante y que confiaba en conseguir un permiso para visitarla en noviembre.

También había recibido noticias de sus padres, desesperados por convencerla para que regresara junto a ellos, llevándose el bebé consigo. El Aquitania había efectuado una travesía hasta Nueva York, justo después de declarada la guerra, a pesar de los temores de todos, pero ella todavía estaba demasiado débil para viajar, por lo que en aquel entonces sus padres no se lo sugirieron. Pero después de eso, otros tres barcos habían llegado a Inglaterra procedentes de Nueva York, el Manhattan, el Washington y el President Roosevelt, para transportar a los estadounidenses a la seguridad de su país. No obstante, del mismo modo que le insistía a William, asegurándole que estaba segura donde se encontraba, también escribió a sus padres diciéndoles lo mismo, aunque no por ello los convenció.