Ella le regaló un hermoso cuadro que habían descubierto oculto en el cobertizo, y un reloj de bolsillo antiguo que a ella le robó el corazón, y que había pertenecido a su padre. Se lo había traído consigo a Europa, como un recuerdo de él, y ahora se lo entregó a William para que lo llevara puesto. A William aquel regalo le gustó mucho.
El duque y la duquesa de Windsor pasaron las Navidades en París, ocupados en asistir a acontecimientos sociales, mientras que los Whitfield trabajaban codo con codo, dedicados a reforzar las vigas del cobertizo y a limpiar los establos.
– Esto es una forma endiablada de pasar las Navidades, querida -dijo William, al ver que ambos estaban cubiertos de polvo y de estiércol, con las herramientas en las manos.
– Lo sé, cariño -asintió ella con una mueca burlona-, pero piensa en lo estupendo que quedará este lugar cuando hayamos terminado.
Había dejado ya de intentar convencerla para que le acompañara a Inglaterra. A Sarah le gustaba tanto este lugar, que se sentía como en su propia casa.
Volvió a marcharse la víspera de Año Nuevo y Sarah pasó ese día a solas, en su cama, sosteniendo a su bebé. Confiaba en que aquél fuera un año mucho mejor y que los hombres pudieran regresar pronto a sus hogares. Le cantó una nana a Phillip mientras lo acunaba.
En enero quedó convencida de que volvía a estar embarazada. Se las arregló para encontrar a un viejo médico en Chambord, quien se lo confirmó. Le dijo que aquellos cuentos de vieja según los cuales una mujer no puede quedar embarazada mientras amamanta eran ciertos a veces, pero no siempre. De todos modos, ella se sintió muy feliz con la noticia. El hermano o hermana de Phillip llegaría en agosto. Emanuelle seguía ayudándola, y también ella se mostró entusiasmada con la noticia. Prometió hacer todo lo que pudiera por ayudar a la duquesa con el nuevo bebé. Pero Sarah también confiaba en que William pudiera estar en casa para entonces. No tenía miedo, sino que se sentía contenta. Le escribió a William, comunicándole la noticia, y él le contestó que se cuidara y diciéndole que regresaría en cuanto pudiera.
Pero en lugar de darle permiso, lo destinaron a Watton, en Norfolk, al Escuadrón 82 del mando de bombarderos, y volvió a escribirle comunicándole que ahora ya no tenía esperanzas de poder volver a Francia por lo menos durante varios meses. Mencionó que deseaba que se trasladara a París en julio y que, en caso de necesidad, podía quedarse a vivir con los Windsor. Pero no quería que tuviera al niño ella sola en el château, sobre todo sí él no podía estar presente, aunque confiaba en poder acudir.
En marzo recibió otra carta de Jane, que había tenido una niña a la que llamaron Helen. Pero Sarah se sentía ahora extrañamente alejada de su familia, como si ya no formaran una parte íntima de su propia vida, como había ocurrido en el pasado. Intentó mantenerse al corriente de las noticias, pero las cartas tardaban mucho en llegar, y muchos de los nombres que se citaban en ellas le resultaban desconocidos. Había llevado una vida completamente apartada de ellos durante el último año y medio, y ahora todos parecían hallarse muy lejos. Se hallaba totalmente inmersa en su propia vida con su hijo, dedicada a restaurar el château y a enterarse de las noticias que se iban produciendo en Europa.
Oía por la radio todos los boletines de noticias que podía, leía el periódico asiduamente, y prestaba atención a los rumores. Pero las noticias nunca eran buenas, o esperanzadoras. En sus cartas, William prometía que trataría de volver pronto. Pero, en la primavera de 1940, Hitler parecía haberse detenido, y William y algunos de sus amigos empezaron a preguntarse si no estaría dispuesto a retroceder. En Estados Unidos denominaron a ese período la «Guerra Falsa», pero para los pueblos de los países ocupados por Hitler se trataba de algo muy real y, desde luego, nada falso.
Los Windsor la invitaron a una cena en París a finales de abril, a la que ella no asistió. No quería dejar a Phillip solo, aunque confiaba en Emanuelle. Además, ya estaba embarazada de cinco meses y no le parecía correcto salir de fiesta sin William. Les envió una amable nota, disculpando su ausencia, y a principios de mayo pilló un fuerte resfriado, por lo que se encontraba en la cama el día 15, cuando los alemanes invadieron Holanda. Emanuelle subió a toda prisa la escalera para comunicárselo. Hitler volvía a atacar y Sarah bajó a la cocina para ver si podía sintonizar alguna emisora y oír las noticias en la radio.
Se pasó toda la tarde pendiente de todos los boletines informativos que pudo sintonizar, y al día siguiente trató de llamar por teléfono a Wallis y a David, pero los criados le comunicaron que la mañana anterior se habían marchado a Biarritz. Por lo visto, el duque se había llevado a la duquesa hacia el sur, para velar por su seguridad.
Sarah regresó a la cama y una semana más tarde el resfriado evolucionó hasta convertirse en una fuerte bronquitis. Luego, se lo contagió al bebé y estuvo tan ocupada cuidándolo que apenas si comprendió lo que ocurría cuando oyó en la radio la noticia de la evacuación de Dunquerque. ¿Qué les había ocurrido? ¿Cómo les habían obligado a retroceder?
Cuando Italia entró en guerra contra Francia e Inglaterra, Sarah empezó a sentir pánico. La noticia era terrible, y los alemanes atacaban Francia y todo el mundo se sentía aterrorizado, pero nadie sabía a dónde ir ni qué hacer. Sarah sabía que nunca se someterían a los alemanes, pero ¿y si bombardeaban Francia? Sabía que William y los padres de ella debían de estar muy preocupados por su seguridad, pero no tenía forma alguna de ponerse en contacto con ellos. Se hallaban aislados del resto del mundo. No había podido ponerse en contacto telefónico con Inglaterra o Estados Unidos. Fue imposible establecer la conexión.
El 14 de junio, ella y todo el mundo se quedó con la boca abierta al oír las noticias. El Gobierno francés había declarado París ciudad abierta. Se la entregaban de hecho a los alemanes que, al anochecer, entraron en la capital a oleadas. Francia había caído ante los alemanes. Sarah apenas si podía creerlo. Permaneció sentada, mirando a Emanuelle, mientras oían las noticias y la joven empezó a llorar.
– Ils vont nous tuer… -gimió-. Nos matarán a todos.
– No seas tonta -dijo Sarah, tratando de que su voz sonara firme y confiando en que la muchacha no viera cómo le temblaban las manos-. No nos van a hacer nada. Somos mujeres. Y tal vez ni siquiera aparecerán por aquí. Sé razonable, Emanuelle, y tranquilízate.
Pero ni ella misma creía demasiado en sus propias palabras.
William había tenido razón. Debería haber abandonado Francia pero ahora ya era demasiado tarde. Había estado tan ocupada cuidando a Phillip, que no se había dado cuenta de las señales de peligro, y ahora ya no podía ni huir hacia el sur, como habían hecho los Windsor. No habría llegado muy lejos con un niño en los brazos, y embarazada de siete meses.
– ¿Qué haremos, madame?-preguntó Emanuelle con la sensación de que debía protegerla, como le había prometido a William que haría.
– Absolutamente nada -contestó Sarah con serenidad-. Si llegan hasta aquí, no tenemos nada que ocultar, nada que ofrecerles. Lo único que tenemos es lo que cultivamos en el jardín. No tenemos ni plata ni joyas.
De repente, recordó el brazalete de esmeraldas que William le había regalado por Navidad, y las pocas joyas que había traído consigo, como su anillo de pedida y los primeros regalos de Navidad que William le había comprado en París. Pero podía ocultar aquellas joyas, puesto que no eran muchas, y si se veía obligada a hacerlo, podía entregarlas para salvar sus vidas.
– No tenemos nada que ellos puedan querer, Emanuelle. Somos dos mujeres solas y un bebé.
A pesar de todo, aquella noche se llevó uno de los revólveres de William a la cama, y durmió con Phillip a su lado y el arma bajo la almohada. Ocultó las joyas bajo las tablas del suelo, en la habitación del niño, y luego las volvió a clavetear y colocó sobre ellas la alfombra de Aubusson.
No ocurrió nada en los cuatro días siguientes. Acababa de llegar a la conclusión de que estaban tan seguras como siempre, cuando en el allée apareció un convoy de vehículos militares, y un grupo de soldados con uniforme alemán saltó de los vehículos y corrió hacia ella. Dos de ellos la apuntaron con sus armas, indicándole que levantara las manos, pero no pudo hacerlo porque sostenía a Phillip en sus brazos. Sabía que Emanuelle estaba en la cocina, retirando los platos del desayuno, y rezó para que no le atacara el pánico cuando los viera.
A gritos le ordenaron que se moviera y se colocó donde ellos querían, pero trató de parecer imperturbable, a pesar de que sostenía a Phillip con manos temblorosas, y se dirigió a ellos en inglés.
– ¿Qué puedo hacer para ayudarles? -preguntó con serenidad y una gran dignidad, tratando de imitar en lo posible el porte aristocrático y dominante de William.
Le hablaron en alemán durante un rato, y luego otro militar, evidentemente de graduación superior, se dirigió a ella. Tenía una mirada turbia y una boca pequeña y nauseabunda, pero Sarah hizo esfuerzos por mantenerse imperturbable.
– ¿Es inglesa?
– Estadounidense.
Eso pareció desconcertarle por un momento, y habló en alemán con los otros, antes de dirigirse de nuevo a ella.
– ¿Quién es el propietario de esta casa? ¿De este terreno? ¿De la granja?
– Yo -contestó con firmeza y en voz bastante alta para que todos la oyeran-. Soy la duquesa de Whitfield.
Hablaron entre ellos en alemán. El hombre le hizo gestos apuntándola con el arma, haciéndola oscilar hacia un lado.
– Vamos adentro.
Ella se mostró de acuerdo, y entraron en la casa. Al hacerlo, oyó un grito procedente de la cocina. Evidentemente, habían asustado a Emanuelle, y dos de los soldados la sacaron, encañonándola con sus armas. La muchacha lloraba, y echó a correr hacia Sarah, que la rodeó por los hombros con un brazo. Temblaban, pero en el rostro de Sarah no había nada que pudiera indicarles lo muy asustada que estaba. Era la verdadera imagen de una duquesa.
Un grupo de soldados se quedó de guardia para vigilarlas, mientras los demás registraban la casa. Cuando acabaron, una nueva hilera de vehículos militares subía por el camino. El oficial al mando se acercó a ella y le preguntó dónde estaba su esposo. Contestó que no estaba en casa, y él le mostró el revólver que habían encontrado bajo la almohada de su cama. Sarah aparentó no sentirse nada impresionada, y le sostuvo la mirada. Mientras estaba allí de pie, apareció un oficial delgado y alto, procedente de uno de los camiones que acababan de llegar. El hombre al mando del pelotón le dijo algo, le mostró el revólver y señaló a las mujeres al tiempo que daba sus explicaciones. Luego, indicó con un gesto la casa, explicando, sin duda alguna, lo que había encontrado en ella. También le oyó pronunciar la palabra amerikaner.
– ¿Es usted estadounidense? -preguntó el nuevo oficial con un educado tono británico en el que sólo se percibía un leve acento alemán.
Hablaba un inglés excelente y parecía muy distinguido.
– Lo soy. Soy la duquesa de Whitfield.
– ¿Su esposo es británico? -preguntó tranquilamente, mirándola profundamente a los ojos.
En cualquier otro lugar y momento, a ella le habría parecido un hombre atractivo, a quien podría haber conocido en una fiesta. Pero no era eso lo que sucedía aquí. Estaban en guerra y ambos mantenían las distancias.
– Sí, mí esposo es británico – se limitó a contestar.
– Comprendo. -Hubo una larga pausa mientras él no dejaba de mirarla, y no se mostró indiferente al aspecto que ofrecía su vientre-. Lamento informarle, Su Gracia -dijo, dirigiéndose a ella con toda amabilidad-, que debemos requisar su casa. Pronto llegarán tropas aquí.
Al oír sus palabras, sintió que la impotencia y la rabia le recorrían todo el cuerpo, pero no demostró sus emociones y se limitó a asentir.
– Comprendo… -Unas lágrimas aparecieron en sus ojos. No sabía qué decirle. Le iban a quitar su hogar, una casa en la que había trabajado tanto. ¿Y si no lograba recuperarla nunca? ¿Y si la perdía, o la destruían? -. Yo… -balbuceó.
El oficial miró a su alrededor un momento.
– ¿Hay… alguna otra casa más pequeña? ¿Algún lugar donde usted y su familia puedan alojarse mientras estemos aquí?
Ella pensó en los establos, pero eran demasiado grandes y con toda seguridad también los querrían para utilizarlos como barracones. Entonces pensó en la casa del guarda, donde vivía Emanuelle, y donde ella misma se había alojado al principio, con William. Sería un lugar adecuado para ella, Emanuelle, Phillip y el bebé cuando naciera.
"Joyas" отзывы
Отзывы читателей о книге "Joyas". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Joyas" друзьям в соцсетях.