– Sí, la hay -contestó con sequedad.

– ¿Me permite invitarla a que se quede allí? -Se inclinó ante ella con dignidad prusiana y sus ojos le dirigieron una mirada amable y llena de disculpas-. Siento mucho… tener que pedirle que se traslade ahora mismo. -Dirigió una mirada hacia el vientre donde estaba el bebé que nacería en agosto-, pero me temo que van a venir muchas tropas.

– Comprendo.

Intentó hablar dignamente, como lo haría una duquesa, pero de repente se sintió como una joven de veintitrés años, y muy asustada.

– ¿Cree que habrá podido trasladar todo lo que necesite para esta misma noche? -preguntó el oficial con amabilidad.

Ella asintió con un gesto. Tampoco tenía tantas cosas, sólo ropas de trabajo y unos pocos trajes y vestidos, y William tampoco había dejado mucho. Habían trabajado tan duro que no les había parecido necesario traerse todo lo de Inglaterra.

Casi no podía creer lo que estaba haciendo mientras preparaba sus ropas, junto con algunos pocos enseres de uso personal. No tuvo tiempo para coger sus joyas, ocultas bajo las tablas del piso de la habitación del niño, pero sabía que allí estarían a salvo. Metió su ropa, la de William y la del bebé en maletas, y Emanuelle la ayudó a recoger las cosas de la cocina, algunos alimentos, jabón, sábanas y toallas. Aquello representó mucho más trabajo del que había imaginado, y el bebé se pasó todo el día llorando, como si supiera que había sucedido algo terrible. Eran ya las seis de la tarde cuando Emanuelle terminó de trasladarlo todo a la casa del guarda, y Sarah permaneció por un último momento en su habitación, donde había nacido Phillip y había concebido a su segundo hijo, la misma habitación que había compartido con William. Ahora, le parecía un sacrilegio abandonarla a los militares, pero no cabía otra posibilidad y mientras permanecía allí, observándolo todo a su alrededor, impotente, llegó uno de los soldados, uno al que no había visto antes y la obligó a salir de la estancia a punta de cañón.

– Schnell! -le gritó.

«¡Rápido!» Bajó la escalera con toda la dignidad que pudo pero las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Al pie de la escalera, el soldado la golpeó en el vientre con la culata del rifle y entonces se oyó un potente rugido, la voz de un hombre capaz de provocar temor en un instante. El soldado saltó inmediatamente hacia atrás, y el comandante se aproximó a ellos. Era el mismo hombre que aquella mañana se había dirigido a ella en un inglés excelente. Ahora, ladró contra el soldado, con una voz tan gélida y controlada que el hombre casi tembló. Luego se volvió y se inclinó ante Sarah en actitud de disculpa, antes de salir corriendo del edificio. El comandante la miró consternado. Parecía profundamente molesto por lo que acababa de suceder. A pesar de los esfuerzos que ella hacía por parecer imperturbable, el oficial se dio cuenta de que estaba temblando.

– Le ruego disculpe los increíbles malos modales de mi sargento, Su Gracia. No volverá a suceder. ¿Me permite que la acompañe hasta su nueva casa?

«Ya estoy en mi casa», hubiera querido decirle, pero al mismo tiempo se sentía agradecida por el hecho de que hubiera controlado al sargento. Aquel hombre podía haberle disparado al estómago, sólo por divertirse. Aquel simple pensamiento la hizo estremecer.

– Gracias -le dijo fríamente.

Era una larga distancia, y se sentía agotada. El bebé le había estado dando patadas durante todo el día, percibiendo, evidentemente, la cólera y el terror que ella sentía. Lloró mientras iba recogiendo todas sus cosas y ahora, al subir al coche, se sentía completamente exhausta. El oficial puso el vehículo en marcha, observado por varios soldados. Con su actitud amable, quería establecer un precedente para que todos lo siguieran al pie de la letra. Y ya se lo había explicado a sus hombres. No debían tocar a las mujeres del lugar, ni disparar contra ningún animal de compañía por diversión, ni aventurarse por el pueblo borrachos. Tenían que controlarse en cada momento si no querían enfrentarse a él y arriesgar un posible viaje de regreso a Berlín para ser destinados a cualquier otra parte. Los soldados prometieron obedecer sus órdenes.

– Soy el comandante Joachim von Mannheim -se presentó con amabilidad-. Y nos sentimos muy agradecidos por permitirnos utilizar su casa. Siento mucho la imposición, así como las molestias que pueda ocasionarle. -Mientras conducía por el allée, se volvió a mirarla-. La guerra es algo muy difícil. -Su propia familia había sufrido graves pérdidas durante la primera. Luego, sorprendió a Sarah haciéndole una pregunta sobre el bebé-: ¿Para cuándo lo espera?

Parecía sorprendentemente humano, a pesar del uniforme que llevaba, pero ella no estaba dispuesta a olvidar quién era o para quién combatía. Se dijo una y otra vez que era la duquesa de Whitfield, y que debía ser amable con ellos, pero nada más.

– Por lo menos para dentro de dos meses -contestó con brusquedad, pensando en por qué le habría hecho esa pregunta.

Quizá tuvieran la intención de enviarla a alguna parte. Aquella idea era terrorífica y deseó, más que nunca, haberse marchado a Whitfield. Pero ¿quién habría podido imaginar que Francia caería y que los franceses se entregarían a los alemanes?

– Para entonces ya tendremos médicos aquí -le aseguró él-. Vamos a utilizar su casa para alojar a los soldados heridos, como una especie de hospital. Y sus establos les vendrán muy bien a mis hombres. En la granja abundan los alimentos. -Se volvió a mirarla con una expresión de disculpa en el momento en que llegaron a la casa, donde la esperaba Emanuelle con Phillip en los brazos-. Me temo que ésta es una situación ideal para nosotros.

– Sí, muy afortunado para ustedes -dijo Sarah secamente.

Desde luego, no era ideal para ellas y su hijo. Habían perdido su hogar, a manos de los alemanes.

– En efecto. -La observó mientras bajaba del coche y tomaba a Phillip en sus brazos-. Buenas noches, Su Gracia.

– Buenas noches, comandante -dijo ella.

Pero no le dio las gracias por haberla acompañado y no dijo una sola palabra más, sino que se limitó a entrar en la casita que ahora se había convertido en su nuevo hogar.


13

La ocupación de Francia consternó a todo el mundo, y la ocupación del Château de la Meuze fue increíblemente dolorosa para Sarah. En pocos días, hubo soldados alemanes por todas partes. Los establos y cobertizos estaban repletos, con tres o cuatro por habitación, y ocuparon incluso las caballerizas. Debía de haber allí por lo menos doscientos hombres, a pesar de que ella y William lo habían acondicionado para alojar a cuarenta o cincuenta obreros como máximo. Las condiciones también eran duras para ellos. Pero se apoderaron de la granja, donde alojaron a más hombres, con lo que obligaron a la mujer del granjero que la cuidaba a dormir en un cobertizo. Era una mujer ya mayor, pero se las arreglaba bien. Su marido y sus dos hijos habían sido llamados a filas.

Tal y como había dicho el comandante, el château se transformó en un hospital para los heridos, una especie de casa de convalecencia, con salas acondicionadas al efecto, y algunas de las habitaciones más pequeñas reservadas para los oficiales de mayor graduación. El comandante vivía en el château, en una de aquellas pequeñas habitaciones. Sarah vio a algunas enfermeras, pero la mayoría parecían ser ordenanzas y enfermeros. Oyó decir que entre el personal había dos médicos, pero no los había visto.

Apenas intercambiaba palabra con ellos. Mantenía una actitud discreta, y permanecía en la casita, en compañía de Emanuelle y del pequeño. Se impacientaba por volver a su trabajo, y le preocupaba mucho el daño que pudieran ocasionar durante la ocupación. Pero ahora no podía hacer nada al respecto. Daba largos paseos con Emanuelle, y hablaba con la mujer del granjero cada vez que podía acercarse hasta la granja para asegurarse de que se encontraba bien. La mujer parecía sentirse animada y decía que se portaban de manera correcta con ella. Requisaban todo lo que era capaz de cultivar, pero no la habían tocado. Por el momento, los militares parecían comportarse. Pero era Emanuelle la que preocupaba a Sarah. Era una muchacha bonita y joven, acababa de cumplir los dieciocho años esa misma primavera y era peligroso para ella vivir tan cerca de los soldados. Sarah le dijo en más de una ocasión que regresara al hotel, junto a sus padres, pero Emanuelle siempre insistía que no quería dejarla sola. En cierto sentido, se habían hecho buenas amigas, a pesar de lo cual siempre existía un abismo de respeto entre ellas. Emanuelle se había tomado muy en serio la promesa que le había hecho a William de no abandonar nunca a la duquesa o a lord Phillip.

Un día que salió a pasear, un mes después de la aparición de los soldados, cuando regresaba a la casita desde la granja, vio a un grupo de soldados que gritaban y aullaban en un viejo camino de tierra, cerca de los establos. Se preguntó qué sucedería, pero sabía que no debía acercarse a ellos. Eran hombres potencialmente peligrosos y, a pesar de que como era americana era neutral, se sentía su enemiga, y ellos pertenecían a las fuerzas de ocupación. Les vio reírse de algo y se disponía ya a seguir su camino hacia la casita, cuando vio una cesta llena de bayas, volcada sobre un lado del camino. Era una de sus cestas, y las bayas eran las que Emanuelle solía recoger para Phillip, a quien le gustaban mucho. Entonces lo supo. Aquellos hombres eran como gatos con un ratoncillo, una diminuta presa a la que estaban torturando e insultando entre los arbustos. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia ellos, con su viejo vestido de un amarillo desvaído haciéndola parecer más alta bajo la brillante luz del sol. Llevaba el cabello recogido en una larga cola y, al aproximarse al grupo, se la echó hacia atrás, y entonces se quedó con la boca abierta ante lo que vio. Emanuelle estaba allí, de pie, con la blusa desgarrada, los pechos al descubierto, la falda rota y bajada sobre las caderas, mientras ellos se burlaban y gritaban. Dos hombres la sostenían por los brazos y otro jugueteaba con sus pezones al tiempo que la besaba.

– ¡Basta ya! -les gritó, encolerizada por lo que estaba haciendo aquel hombre.

Emanuelle era una joven, casi una niña, y Sarah sabía por las conversaciones mantenidas durante el último mes que todavía era virgen.

– ¡Deténganse ahora mismo! -les gritó.

Los hombres se rieron de ella. Agarró entonces el arma de uno de los hombres, que la empujó bruscamente hacia atrás, gritándole algo en alemán.