Sarah se acercó en seguida a donde estaba Emanuelle, que tenía el rostro surcado por las lágrimas, humillada, avergonzada y asustada. Tomó con las manos los jirones de la blusa de Emanuelle y trató de cubrirla con ellos y, al hacerlo, uno de los hombres agarró a Sarah y la atrajo hacia sí, asiéndola con firmeza por las nalgas. Trató de girarse hacia él, pero el soldado la mantuvo de espaldas a él, manoseándole los pechos con una mano, mientras que con la otra le apretaba dolorosamente su enorme vientre. Forcejeó para liberarse, mientras él se apretaba con lascivia contra ella, que notó cómo se excitaba y, por un momento, se preguntó si se atrevería a violarla. Su mirada se posó sobre la de Emanuelle, para tranquilizarla, aunque era evidente que la muchacha se sentía terriblemente asustada, ahora incluso más, por la duquesa. Uno de los hombres sujetó a Sarah por los brazos y otro le metió una mano entre las piernas. Emanuelle gritó, sólo de pensar en lo que estaba a punto de ocurrir y, en aquel momento, se oyó un disparo. Emanuelle saltó y Sarah aprovechó la confusión para liberarse del hombre que la sujetaba aunque otro, que la sujetaba por el vestido amarillo, se lo desgarró, dejando al descubierto sus largas piernas y el enorme vientre de embarazada. Pero acudió presta junto a Emanuelle y la alejó de aquellos hombres. Sólo entonces advirtió la presencia del comandante, que tenía los ojos encendidos, y gritaba una avalancha de furiosas órdenes en alemán. Todavía sostenía en alto el arma, y volvió a efectuar un disparo al aire para demostrar a los hombres lo muy en serio que hablaba. Luego, bajó el arma, apuntándoles directamente. Añadió algo más en alemán, antes de meterla en la funda y mandarles que se alejaran. Ordenó que cada uno de ellos fuera encerrado durante toda una semana en los calabozos habilitados en la parte posterior de los establos. En cuanto se hubieron marchado, se acercó presuroso a Emanuelle y Sarah. En sus ojos había una expresión de dolor, y habló atropelladamente en alemán a un ordenanza que estaba a su lado, y que reapareció en seguida con dos mantas. Sarah cubrió primero a Emanuelle y luego se envolvió en la otra. Reconoció que era una de las suyas, de las que se había olvidado cuando se trasladaron a la casita.

– Le prometo que esto no volverá a suceder. Esos hombres son unos cerdos. La mayoría de ellos se ha criado en el campo y no tiene ni idea de cómo comportarse. La próxima vez que vea a cualquiera de ellos haciendo algo semejante, lo mataré.

Estaba blanco de rabia, y Emanuelle aún temblaba. Sarah sólo experimentaba una fuerte sensación de furia ante lo ocurrido. Se volvió hacia él con la mirada encendida poco antes de llegar a la casita, donde estaba Henri en el jardín, jugando con el pequeño. Le habían advertido que no se acercara por allí por temor a que los soldados se lo llevaran, pero él había venido de todos modos para ver a su hermana, y ella le había pedido que se quedara con el niño mientras iba a recoger unas bayas. Sarah indicó a Emanuelle que entrara en la casita.

– ¿Se da usted cuenta de lo que podrían haber hecho? -le espetó al comandante, mirándole a la cara-. Podrían haberme hecho abortar -le gritó.

La mirada del hombre no se inmutó.

– Me doy perfecta cuenta, y le pido mis más sinceras disculpas.

Parecía lamentarlo, pero su actitud amable no hizo nada por tranquilizar la rabia que sentía Sarah. Por lo que a ella se refería, aquellos hombres no deberían haber estado allí.

– ¡Emanuelle no es más que una muchacha! ¿Cómo se han atrevido a hacerle una cosa así?

De repente, le temblaba todo el cuerpo, de los pies a la cabeza y hubiera deseado golpearle con los puños, aunque tuvo el buen sentido de no intentarlo.

El comandante lamentaba lo ocurrido a Emanuelle, pero todavía parecía más alterado por lo que casi le habían hecho a Sarah.

– Le pido mil disculpas, Su Gracia, desde el fondo de mi corazón. Soy plenamente consciente de lo que podría haber ocurrido. -Ella tenía razón. Sus hombres podrían haberla hecho abortar-. Vigilaremos más de cerca a los soldados. Le doy mi palabra de oficial y caballero. Le aseguro que esto no volverá a suceder.

– Procure que sea así -le espetó.

Y, dándose media vuelta, entró en la casita, y, de algún modo, parecía hermosa y regia, a pesar de ir envuelta en la manta. El oficial se la quedó mirando. Era una mujer extraordinaria y más de una vez se había preguntado cómo se había convertido en la duquesa de Whitfield. Descubrió fotografías suyas en la biblioteca, convertida ahora en su habitación. En algunas de ellas estaban los dos, ofreciendo un aspecto notablemente apuesto y feliz. Los envidiaba. Él se había divorciado antes de la guerra y apenas si veía a sus hijos. Eran dos chicos, de siete y doce años, y su esposa se había vuelto a casar y ahora vivía en Renania. Sabía que su esposo había muerto en Poznan, durante los primeros días de la guerra, pero no la había vuelto a ver y la verdad era que tampoco lo deseaba. El divorcio había sido extremadamente doloroso para él. Se casaron muy jóvenes y siempre habían sido personas muy diferentes. Tardó dos años en recuperarse de aquel golpe; entonces, estalló la guerra y ahora tenía mucho que hacer. Le agradó mucho que lo hubieran destinado a Francia. Siempre le había gustado este país. Cursó un año en la Sorbona y luego terminó sus estudios en Oxford. Y durante todo ese tiempo, en todos sus viajes y sus casi cuarenta años de vida, nunca había conocido a nadie como Sarah. Era una mujer tan hermosa, tan fuerte y decente. Desearía haberla conocido en otras circunstancias. Quizás entonces las cosas podrían haber sido diferentes.

La administración del hospital le mantenía muy ocupado, pero por las noches le gustaba salir a dar largos paseos. Empezaba a conocer bien la finca, incluso en los lugares más alejados, y una noche, cuando regresaba en la oscuridad de dar un paseo por el riachuelo que había descubierto en el bosque, la vio. Caminaba despacio, sumida en sus propios pensamientos, con cierta dificultad a causa de su embarazo. No quería asustarla, pero pensó que debía decirle algo para evitar que su inesperada presencia la sorprendiera. Entonces, ella se giró como si hubiera percibido que había alguien cerca. Se detuvo y lo miró, no muy segura de saber si su presencia constituía una amenaza o no, ante lo que él se apresuró a tranquilizarla.

– ¿Puedo ayudarla en algo, Su Gracia?

Había saltado valerosamente sobre troncos y pequeños muros de piedra, y podría haberse caído con facilidad, pero ella conocía bien el terreno. Había venido muchas veces a este mismo lugar, acompañada por William.

– Estoy bien -dijo con voz serena, muy en su actitud de duquesa.

Y, sin embargo, parecía tan joven y encantadora. No daba la impresión de sentirse tan enojada como solía cada vez que la veía. Todavía estaba un poco alterada por lo que le había ocurrido a Emanuelle la semana anterior, pero había oído comentar que aquellos hombres recibieron su merecido castigo, y quedó impresionada por su sentido de la justicia.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó él, caminando a su lado.

Estaba muy bonita, con un vestido blanco bordado por los lugareños.

– Estoy muy bien -contestó, mirándole como si le viera por primera vez.

Era un hombre apuesto, alto, rubio, con el rostro curtido. Pensó que debía de tener unos años más que William. Deseaba que no estuviera allí, pero debía admitir que siempre se había comportado con ella con una extremada amabilidad y que en dos ocasiones su presencia había sido muy útil.

– Debe usted cansarse con mucha facilidad ahora -comentó en voz baja.

Ella se encogió de hombros, con una expresión de tristeza, pensando en William.

– A veces.

Se volvió a mirar a Joachim. De un tiempo a esta parte obtenía muy poca información sobre el curso de la guerra, y no había recibido noticias de William desde la ocupación. No había ningún medio de que pudiera recibir sus cartas. Y sabía que él debía estar desquiciado, ansioso por recibir noticias suyas y de Phillip.

– Su esposo se llama William, ¿verdad? -preguntó él. Ella le miró, preguntándose a qué venía aquello, pero se limitó a asentir con un gesto-. Es más joven que yo, pero creo que me encontré con él en una ocasión, cuando estuve en Oxford. Tengo entendido que él estudió en Cambridge.

– En efecto -afirmó ella, vacilante. Resultaba extraño que los dos hombres se hubieran encontrado. A veces, la vida tenía cosas extrañas-. ¿Por qué fue usted a Oxford?

– Siempre quise hacerlo. Por aquel entonces me gustaba mucho todo lo inglés. -Hubiera querido decirle que todavía le sucedía lo mismo, pero no pudo-. Fue una oportunidad única y disfruté mucho con ella.

– Creo que eso es lo mismo que siente William con respecto a Cambridge – dijo Sarah sonriendo maliciosamente.

– Él pertenecía al equipo de fútbol, y en una ocasión me tocó jugar contra él. -Sonrió y añadió-: Me venció.

Sarah hubiera querido ponerse a gritar de alegría, pero se limitó a sonreír, preguntándose de pronto quién era este hombre. En cualquier otra situación, sabría que le habría agradado.

– Desearía que no estuviera usted aquí -le dijo con franqueza, ante lo que él se echó a reír.

– Yo también, Su Gracia, yo también. Pero es mucho mejor estar aquí que en el campo de batalla. Creo que en Berlín ya están enterados de que soy mucho mejor reparando hombres que destruyéndolos. Fue un verdadero regalo que me destinaran aquí. -Eso hablaba en su favor, a pesar de lo cual ella seguía deseando que no hubiera venido. Entonces, él la miró con curiosidad-. ¿Dónde está su marido?

Sarah no sabía si decírselo. Si le informaba que William estaba en el servicio de Inteligencia, todos ellos podían correr un gran peligro.

– Ha sido destinado a la RAF.

– ¿Vuela? -preguntó el comandante, sorprendido.

– En realidad, no -contestó vagamente.

– La mayoría de los pilotos son bastante más jóvenes. -Tenía razón, desde luego, pero ella sólo asintió con un gesto-. La guerra es algo terrible. Nadie gana. Todo el mundo pierde.

– Su Führer no parece pensarlo así.

Joachim permaneció en silencio durante un largo rato, y luego contestó, pero hubo en su voz algo que llamó la atención de Sarah, algo que le indicaba que él odiaba esta guerra tanto como ella.

– Tiene razón. Quizá con el tiempo recupere el buen sentido -dijo valerosamente-, antes de que se pierdan demasiadas cosas y haya muchos más muertos. -Y entonces la conmovió con lo que dijo a continuación-: Confío en que su esposo esté a salvo.

– Yo también -susurró al tiempo que llegaban ante la casita-. Yo también -repitió.

Él se inclinó con un respetuoso saludo y ella entró en la casa, extrañada ante aquella confesión tan interesante. Un alemán que odiaba la guerra y que, sin embargo, era el comandante de las fuerzas alemanas en la región del valle del Loira. Pero al poco de entrar ya pensaba en su esposo, y se olvidó por completo de Joachim.

Volvió a encontrárselo pocos días después, en el mismo lugar, y a partir de entonces se fueron viendo de vez en cuando, como si ambos esperaran encontrarse allí. A ella le gustaba pasear por el bosque al morir el día, junto a la orilla del río, pensando, remojándose los pies en el agua fría. A veces se le hinchaban los tobillos y en aquel paraje se estaba muy tranquilo. Sólo se oían el canto de los pájaros y los ruidos del bosque.

– Hola -dijo él tranquilamente después de haberla seguido hasta allí, sin que ella se diera cuenta de que ahora la vigilaba desde su ventana, y la veía salir-. Hace calor hoy, ¿verdad? – Deseaba haberle podido ofrecer una bebida fría, o acariciar el largo y sedoso cabello, o incluso una mejilla. Ella empezaba a aparecer en sus sueños por la noche, y sus pensamientos durante el día. Incluso guardaba una de sus fotografías en la mesa de despacho, donde pudiera contemplarla cada vez que lo deseara-. ¿Cómo se encuentra?

Sarah le sonrió; todavía no se comportaban como amigos, pero sí de una forma neutral, y eso ya era algo. Además, representaba alguien con quien hablar, aparte de Emanuelle, Henri y Phillip. Echaba mucho de menos las conversaciones con William, prolongadas e inteligentes. En realidad, lo echaba todo de menos. Pero este hombre, al menos, con su educación y la amabilidad de su mirada, representaba para ella alguien con quien hablar. Sin embargo, jamás olvidaba quién era y por qué estaba allí. Ella era la duquesa y él el comandante. Pero hablar con él le producía cierto sosiego, aunque sólo fuera por unos pocos momentos.

– Me siento gorda -admitió con una ligera sonrisa-. Enorme. -Y entonces se volvió a mirarlo con curiosidad, percatándose de que no sabía nada sobre él-. ¿Tiene usted hijos?