– ¡Está muerto! ¡Dios mío, está muerto! -gritó, mientras él lo cogía entre las manos, todavía sujeto a la madre.
Era una niña, pero no parecía haber vida en ella. La sostuvo en alto, dándole masajes en la espalda y ligeros golpecitos. Le dio unas palmadas en las plantas de los pies y luego la sacudió, sosteniéndola boca abajo. Y, de repente, al hacerlo, una gran masa de moco le cayó de la boca, el bebé abrió la boca y lanzó un berrido y se puso a llorar con más fuerza que cualquier otro recién nacido que hubiera oído. Joachim estaba cubierto de sangre, y lloraba casi tanto como Sarah y Emanuelle, alborozado ante la belleza de la vida. Cortó entonces el cordón umbilical y le entregó la niña a Sarah, con una tierna sonrisa. No podría haberla amado más de haber sido él mismo el padre de la niña.
– Tu hija -le dijo, depositándola con cuidado junto a Sarah, envuelta en una sábana limpia.
Luego fue a lavarse las manos, haciendo todo lo posible por limpiarse la camisa, y un momento más tarde regresó junto a Sarah, que le tendió una mano. Aún lloraba cuando le tomó la mano, se la acercó a los labios y la besó.
– Joachim, la has salvado.
Las miradas de ambos se encontraron, sosteniéndose durante largo rato, y él experimentó el poder de haber compartido el don de la vida con ella durante estas últimas horas.
– No, no he sido yo -dijo, negando lo que había hecho-. Me he limitado a hacer lo que he podido. Pero Dios ha tomado la decisión por nosotros. Siempre lo hace así. -Contempló a la tranquila niña, tan rosada, redonda y bonita. Era una pequeña hermosa y, a excepción de la pelusilla rubia de la cabeza, era igual que Sarah-. Es muy hermosa.
– ¿Verdad que sí?
– ¿Cómo la vas a llamar?
– Elizabeth Annabelle Whitfield.
Ella y William ya lo habían decidido mucho antes, y ahora le pareció que era un nombre muy apropiado para aquella hermosa criatura que dormía pacíficamente.
Después, la dejó y regresó de nuevo al acabar la tarde para ver cómo les iba. Phillip contemplaba a la niña, fascinado, pero acurrucándose junto a su madre.
Joachim trajo flores y un gran pedazo de pastel de chocolate, una libra de azúcar y otro precioso kilo de café. Y ella ya se había sentado en la cama, con un aspecto sorprendentemente bueno si se tenía en cuenta todo lo que había pasado. Pero esta vez, a pesar del tiempo transcurrido, le había resultado más fácil que la primera, y la niña «sólo» pesaba cuatro kilos y medio, según anunció Emanuelle haciendo reír a todos. Lo que estuvo a punto de ser una tragedia había terminado bien, gracias a Joachim. Ahora, hasta Emanuelle le trataba con amabilidad. Después de que Emanuelle saliera de la habitación, Sarah le miró sabiendo que, pasara lo que pasase, siempre le estaría agradecida, y nunca olvidaría que él había salvado a su hija.
– Jamás olvidaré lo que has hecho -le susurró, cogiéndole la mano.
Aquella mañana se había establecido entre ambos un lazo innegable.
– Ya te lo dije antes. Fue la mano de Dios la que se encargó de todo.
– Pero tú estuviste allí… Tenía tanto miedo…
Al recordarlo, las lágrimas acudieron a sus ojos. No podría haber soportado que el bebé hubiera muerto. Pero él lo había salvado.
– Yo también estaba asustado -le confesó-. Tuvimos mucha suerte. -Y luego, sonriendo, añadió-: Resulta extraño, pero la verdad es que se parece un poco a mi hermana.
– También a la mía -dijo Sarah riendo con dulzura.
Tomaron una taza de té y él llevó a escondidas una botella de champaña. Sirvió las copas y brindó con ella por una larga vida para lady Elizabeth Annabelle Whitfield. Por último, se levantó, dispuesto a marcharse.
– Ahora debes dormir. -Sin decir nada más, se inclinó sobre ella y la besó en la frente. Sus labios le rozaron el cabello y él cerró los ojos por un instante-. Duerme, cariño -susurró.
Y ella se quedó durmiendo antes de que Joachim saliera de la habitación. Había oído sus palabras, como si procedieran desde la distancia, pero ya estaba soñando con William.
15
En el verano del año siguiente, Londres había quedado casi destruida por los constantes bombardeos, pero no sucedió lo mismo con el espíritu británico. Para entonces, ella sólo había recibido dos cartas de William, pasadas de contrabando a través de las complicadas rutas de la resistencia. Insistía en que se encontraba bien, y se reprochaba repetidas veces no haberla obligado a salir de Francia cuando debiera haberlo hecho. En la segunda carta, se alegraba por la llegada de Elizabeth, tras haber recibido la carta de Sarah en que le comunicaba su nacimiento. Pero le inquietaba mucho saber que estaban en Francia, y que no había forma de llegar hasta ellos. No le decía que había estudiado numerosas maneras para pasar a Francia, al menos para efectuar una corta visita, pero el Departamento de Guerra se había negado en redondo. Y tampoco había manera de sacar a Sarah de Francia, al menos por el momento. Tenían que seguir esperando, y le aseguraba que la guerra terminaría pronto.
Pero fue la tercera carta que recibió de él, ya en otoño, lo que la sumió en la más profunda desesperación. William no se había atrevido a ocultárselo, sobre todo por si se enteraba de la noticia por algún otro conducto. Su hermana Jane, como sabía que no podía comunicarse con Sarah, le había escrito para decirle que sus padres habían muerto en un accidente marítimo en Southampton. Se encontraban a bordo del yate de unos amigos, cuando estalló una horrible tormenta. El yate se hundió y todos los pasajeros se ahogaron antes de que la guardia costera pudiera acudir a rescatarlos.
Al saber la noticia, Sarah se sintió consumida por el dolor, y no habló con Joachim durante toda una semana. Por las mismas fechas, él ya se había enterado de que su hermana había resultado muerta durante el bombardeo de Mannheim. Ambos habían perdido a seres queridos, pero la pérdida de sus padres fue un golpe devastador para ella.
A partir de entonces, las noticias fueron de mal en peor. Todo el mundo se quedó atónito cuando se produjo el ataque japonés contra Pearl Harbor.
– Dios mío, Joachim, ¿qué significa eso?
Fue él quien acudió a decírselo. Se habían hecho muy buenos amigos, a pesar de sus respectivas nacionalidades, y el hecho de que él le hubiera salvado la vida a la pequeña Elizabeth aún pesaba sobre ella. Continuaba llevándoles alimentos y pequeñas cosas, y siempre parecía estar allí cuando ella lo necesitaba. Le había conseguido medicinas cuando Phillip enfermó de bronquitis. Pero ahora, esta última noticia pareció cambiarlo todo. No para ellos, sino para el resto del mundo. Al final de ese día, Estados Unidos había declarado la guerra a Japón y, por lo tanto, a Alemania. Directamente, eso no significó ningún cambio para ella. Técnicamente, ya era su prisionera. Pero constituía un pensamiento aterrador que Estados Unidos hubiera sido atacado. ¿Y si después atacaban Nueva York? Pensó en Peter, en Jane y en los niños. Era tan duro no estar con ellos para poder llorar juntos la pérdida de sus padres.
– Esto podría cambiar muchas cosas -le dijo él con serenidad, sentado en la cocina de la casa del guarda. Algunos de sus hombres sabían que acudía a verla a veces, pero a nadie parecía importarle mucho. Ella era una mujer bonita, pero se comportaba dignamente como la señora del château. Para Joachim, sin embargo, era mucho más que eso. Era alguien a quien apreciaba-. Supongo que, dentro de poco, eso tendrá graves implicaciones para nosotros – dijo sombríamente.
Y tenía toda la razón. Todas las cosas desagradables de la guerra fueron aún más penosas, y Londres continuaba siendo bombardeada.
Dos meses más tarde, Sarah se enteró de que su cuñado había sido destinado al Pacífico, y Jane se había instalado en la casa de Long Island, junto con los niños. Resultaba extraño pensar que ahora les pertenecía a ellas, así como el piso de Nueva York, y que Jane se había instalado allí con los niños. Se sentía muy lejos de todos ellos, y tan triste al pensar que sus hijos no podrían conocer a sus abuelos…
Pero en modo alguno estaba preparada para las noticias que le llegaron a la primavera siguiente. Para entonces, Phillip ya tenía dieciocho meses, y a Elizabeth, la niña milagrosa, como la llamaba Joachim, tenía siete meses, ya le habían salido cuatro dientes y estaba siempre de buen humor. Todo lo que Sarah hacía ahora era arrullar, reír y cantar, y cada vez que la veía la niña daba pequeños gritos de alegría, y abría los brazos pasándoselos por el cuello cuando la levantaba y se apretaba contra ella. El pequeño Phillip también la quería mucho, la besaba y trataba de abrazarla, y la llamaba «su» bebé.
Sarah sostenía a la pequeña sobre su regazo cuando Emanuelle llegó con una carta, con sello de un país del Caribe.
– ¿Cómo has conseguido esta carta? -preguntó Sarah pero se contuvo inmediatamente.
Se daba cuenta de que hacía mucho tiempo que no sabía nada sobre las vidas de Emanuelle y Henri, y tampoco sobre sus padres. Había cosas que no quería saber. Hasta ella llegaban rumores de personas que se ocultaban en el hotel, y, en cierta ocasión, hasta les había permitido utilizar un viejo cobertizo situado cerca de la granja, para que alguien se escondiera allí durante una semana. Pero intentaba no saber nada, para no causarles algún daño sin querer. Henri había sufrido pequeñas heridas en más de una ocasión. Aún más preocupante era saber que Emanuelle mantenía relaciones con el hijo del alcalde, que era un colaboracionista. Sarah pensaba con razón que aquella relación era más política que romántica. Era una forma muy triste de entrar en la vida. En cierta ocasión intentó hablar con Emanuelle de ello, pero la muchacha se mostró muy cerrada y firme. No quería implicar a Sarah en nada de lo que hiciera con o para la resistencia, a menos que fuera necesario.
Ahora, le llevó la carta y Sarah supo por el escudo impreso que era del duque de Windsor. No podía imaginarse por qué le escribían a ella. Nunca lo habían hecho hasta entonces, aunque se había enterado por Emanuelle, que lo había oído en la radio que sus padres tenían oculta en el hotel, que era ahora el gobernador de las Bahamas. Por lo visto, el Gobierno temía que pudiera convertirse en un peón en manos de los alemanes si llegaban a capturarlo, por lo que procuraban mantenerlo a salvo de todo mal. Además, antes de su abdicación, en Inglaterra no era ningún secreto la simpatía que sentía por los alemanes.
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