La carta empezaba con un cálido saludo, del que le aseguraba que participaba Wallis. A continuación, decía que lamentaba mucho ser él quien tuviera que informarle que William había desaparecido en acción de guerra. Existía una clara posibilidad de que hubiera sido hecho prisionero, pero no se tenía ninguna certidumbre, y le entristecía tener que comunicárselo así. La carta, que ella leyó con la mirada nublada, seguía diciendo que lo único cierto era la desaparición de William. Describía con detalle cómo había sucedido, y le aseguraba estar convencido de que su primo había actuado con sabiduría y valor. Podía haber muerto al ser abatido su avión, pero también podía haber sobrevivido. Por lo visto, había sido lanzado en paracaídas sobre Alemania, en una misión de espionaje para la que William se ofreció voluntario, a pesar de las objeciones de todos en el Departamento de Guerra, precisamente por eso mismo.
«Era un hombre muy tenaz, y a todos nos apena mucho lo sucedido – seguía diciendo la carta-. A ti más que a nadie, querida. Debes ser muy valiente, como él lo hubiera querido, y tener fe en que, si Dios lo quiere, estará a salvo, o quizá ya se encuentre en manos del Señor. Confío en que tú te encuentres bien, y te envío nuestras más sentidas condolencias y nuestro más profundo amor, para ti y los niños.»
Se quedó mirando fijamente la carta y la volvió a leer, estremecida por los sollozos. Emanuelle había estado observando la expresión de su rostro y comprendió que no eran buenas noticias. Se lo había imaginado al llevarle la carta desde el hotel. Tomó a la pequeña Elizabeth en sus brazos y salió de la estancia, sin saber qué decir. Regresó un momento más tarde y encontró a Sarah sollozando amargamente sobre la mesa de la cocina.
– Oh, madame… -Dejó a la niña en el suelo y la rodeó con sus brazos-. ¿Es monsieur le duc? -preguntó con voz estrangulada.
Sarah le indicó que sí con un gesto, levantando hacia ella los ojos llenos de lágrimas.
– Ha desaparecido… y creen que ha podido ser hecho prisionero, o que puede estar muerto. No lo saben… La carta era de su primo.
– Oh, pauvre madame… No puede estar muerto. ¡No lo crea!
Ella asintió, sin saber qué creer. Sólo sabía que no podría sobrevivir en un mundo sin la presencia de William. Y, sin embargo, él habría querido que siguiera viviendo, por sus hijos, por él mismo. Sin embargo, no podía soportarlo.
Lloró, allí sentada, durante largo rato. Luego, salió de la casa a dar un largo paseo por el bosque, a solas. Joachim no la vio salir en esta ocasión. Ella sabía que era tarde para él y que ahora estaría cenando. De todos modos, deseaba estar a solas. Lo necesitaba. Finalmente, se sentó sobre un tronco, en la oscuridad, sin dejar de llorar, limpiándose las lágrimas con la manga del suéter. ¿Cómo podría soportar el vivir sin él? ¿Cómo podía ser tan cruel la vida? ¿Y por qué le habían permitido participar en una misión peligrosa que implicaba lanzarlo sobre Alemania? Habían enviado a David a las Bahamas. ¿Por qué no podían haber enviado a William a algún lugar seguro?
No podía soportar imaginarse lo que podría haber ocurrido. Permaneció sentada en el bosque varias horas, rodeada por la oscuridad, tratando de controlar sus pensamientos, rezando, intentando recibir algún mensaje de William. Pero no sintió nada. Aquella noche, acostada en la cama que ambos habían compartido al principio de su llegada al château, sólo sentía entumecimiento, allí mismo, donde había quedado embarazada de Phillip. Y entonces, sin saber la razón, tuvo la seguridad de que estaba con vida. No sabía cómo, ni dónde ni cuándo le volvería a ver, pero supo que lo vería algún día. Aquella sensación casi le pareció como una señal de Dios, y fue tan poderosa que no pudo negarla, y eso la tranquilizó. Después, se quedó dormida y a la mañana siguiente se despertó refrescada y más segura que nunca de que William se hallaba con vida y no había muerto a manos de los alemanes.
Más tarde, aquel mismo día, se lo comunicó a Joachim, que la escuchó con serenidad, sin quedar totalmente convencido por la creencia casi religiosa de ella.
– Lo digo en serio, Joachim… Siento su poder, la absoluta certidumbre de que está vivo, en alguna parte. Lo sé.
Hablaba con la convicción propia de una persona profundamente religiosa y él no deseaba comunicarle su propio escepticismo ni los pocos hombres que sobrevivían una vez capturados.
– Quizá tengas razón -dijo serenamente-, pero también debes prepararte por si estás equivocada.
Trató de decírselo con toda la diplomacia que pudo. Ella tenía que aceptar el hecho de que su esposo había desaparecido y que quizá estuviera muerto. Existía algo más que una remota posibilidad de que, en aquellos momentos, ya fuera viuda. No quería obligarla a afrontar los hechos, pero sabía que a la postre tendría que hacerlo, al margen de lo que hubiera sentido aquella noche, o de lo que quisiera sentir o creer.
A medida que fue pasando el tiempo, sin recibir noticias tranquilizadoras de él, o informes de su captura o supervivencia, Joachim se convenció más y más de que había muerto. Pero no así Sarah, que ahora actuaba siempre como si lo hubiera visto la tarde anterior, como si hubiera sabido de él en sus sueños. Se sentía más en paz consigo misma, y más decidida y segura incluso que al principio de la guerra, cuando todavía recibió alguna que otra carta suya. Ahora no había nada, excepto silencio. Se había marchado. Presumiblemente para siempre. Y tarde o temprano tendría que plantearse esa posibilidad. Joachim esperaba a que llegara ese momento, sabiendo que, hasta que ella aceptara la muerte de William, no habría llegado el momento para ellos, y tampoco deseaba acosarla.
Pero estaba allí, para ella, cada vez que lo necesitaba, que quería hablar, se sentía triste, sola o temerosa. A veces, resultaba difícil creer que ambos se encontraban en bandos opuestos de la guerra. Para él, sólo eran un hombre y una mujer que llevaban juntos desde hacía dos años, una mujer a la que amaba con todo su corazón y su alma, con todo lo que pudiera ofrecerle. No sabía cómo se desarrollarían las cosas después de la guerra, dónde vivirían o qué harían. Pero nada de eso le parecía importante ahora. Lo único que le importaba era Sarah. Vivía, respiraba y existía por ella, aunque Sarah todavía no lo supiera. Se daba cuenta de la devoción que él le profesaba, y percibía lo mucho que le gustaba, así como los niños, y especialmente Elizabeth, después de haberle salvado la vida al nacer, pero Sarah nunca llegó a comprender lo mucho que la amaba.
Ese año, por su cumpleaños, le regaló unos magníficos pendientes de diamantes que había comprado para ella en París, pero Sarah se negó en redondo a aceptarlos.
– No puedo, Joachim. Son bellísimos, pero es imposible. Soy una mujer casada. -No discutió con ella por eso, a pesar de que ya no lo creía. Estaba convencido de que era viuda y, con el debido respeto para William, ya habían transcurrido seis meses desde entonces, y ahora era una mujer libre-. Y soy tu prisionera, por el amor de Dios -añadió riendo-. ¿Qué pensaría la gente si aceptara unos pendientes de diamantes?
– No creo que tengamos que dar explicaciones a nadie.
Se sentía desilusionado, pero lo comprendía. A cambio llegaron al acuerdo de regalarle un reloj nuevo, que ella aceptó, y un suéter muy bonito que sabía que necesitaba desesperadamente. Se trataba de regalos muy modestos, y fue muy propio de ella no aceptar nada más caro. Respetaba su forma de actuar. En realidad, durante aquellos dos años no había descubierto en ella nada que no le gustara, excepto de que insistiera en que seguía estando casada con William. Pero hasta eso le agradaba. Era fiel hasta el final, amable, cariñosa y dedicada a su esposo. Antes había envidiado a William por ello, pero ahora ya no. Ahora más bien le tenía lástima. El pobre hombre había desaparecido y tarde o temprano Sarah tendría que afrontarlo.
Pero al año siguiente, hasta las más férreas esperanzas de Sarah empezaron a apagarse, a pesar de que no quiso admitirlo ante nadie, ni siquiera ante Joachim. Para entonces, había transcurrido ya mucho tiempo desde la desaparición de William, más de un año, y ninguno de los servicios de inteligencia había logrado saber nada de él. Incluso Joachim había intentado averiguar algo discretamente, procurando que eso no les causara ningún problema. La opinión generalizada a ambos lados del canal parecía ser la de que William había muerto en marzo de 1942, cuando fue lanzado en paracaídas sobre Renania. Ella seguía sin creerlo pero ahora, cuando pensaba en él, a veces parecían desvanecerse hasta sus más preciados recuerdos, y eso la asustaba. No le había visto desde hacía cuatro años. Era demasiado tiempo, incluso para un amor tan grande como el que ellos habían compartido, y resultaba difícil conservar la fe ante tan poca esperanza y tanta angustia.
Ese año pasó las Navidades tranquilamente, en compañía de Joachim, que se mostraba increíblemente dulce y cariñoso con todos ellos. Se portaba con una amabilidad particular con Phillip, que estaba creciendo sin un padre, y que no guardaba ningún recuerdo de William porque en aquel entonces no tenía edad suficiente para recordarlo. En la mente del niño, Joachim era un amigo especial, y le gustaba de una forma pura y sencilla, lo mismo que a Sarah, que seguía odiando todo lo que los alemanes representaban, a pesar de lo cual no podía odiarle a él. Era un hombre demasiado íntegro, que trabajaba duro con los heridos que llegaban al château para recuperarse. Algunos de ellos no tenían esperanza alguna, sin piernas, sin futuro, sin hogar al que regresar. De algún modo, él se las arreglaba para pasar un rato con cada uno de ellos, hablándoles durante horas, dándoles esperanzas, insuflando en ellos el deseo de seguir adelante, del mismo modo que hacía a veces con Sarah.
– Eres un hombre extraño -le dijo ella un día, sentados en la cocina.
Emanuelle estaba con su familia y Henri se hallaba ausente desde hacía dos semanas, en algún rincón de las Árdenas, según le había dicho Emanuelle. Y Sarah había aprendido a no hacer más preguntas. Ahora Emanuelle ya tenía 21 años y llevaba una vida llena de pasión y de peligro. Su vida se había complicado mucho. El hijo del alcalde empezó a sospechar de ella, y finalmente hubo una gran pelea cuando Emanuelle decidió abandonarle. Ahora se veía con uno de los oficiales alemanes. Sarah no dijo nada pero sospechaba que se dedicaba a sacarle información que luego pasaba a la resistencia. Pero Sarah se mantenía al margen de todo eso. Seguía haciendo todo lo posible por restaurar el château poco a poco, ayudaba a los médicos en las urgencias, cuando se lo pedían o sabía que la necesitaban desesperadamente. El resto del tiempo se lo pasaba cuidando de sus hijos. Phillip ya tenía cuatro años y medio y Elizabeth un año menos. Eran unos niños encantadores. Phillip estaba empezando a ser tan alto como apuntaba desde su nacimiento, y Elizabeth la sorprendió con su delicadeza y su constitución, más pequeña que la de su madre. En cierto sentido, era una niña frágil, como ella misma al nacer, y sin embargo estaba llena de vida y hacía muchas travesuras. Todo aquel que veía a Joachim con ellos se daba cuenta de que los adoraba. Les había traído juguetes de Alemania la noche antes de la víspera de Navidad, y les ayudó a decorar el árbol, arreglándoselas para encontrar una muñeca para Lizzie, que se apoderó inmediatamente de ella, la apretó entre sus brazos y la acunó como su «bebé».
Pero fue Phillip quien saltó sobre las piernas de Joachim, le pasó los brazos alrededor del cuello y se apretó contra él, mientras Sarah fingía no verlo.
– No nos dejarás como ha hecho mi papá, ¿verdad? -preguntó el niño con expresión preocupada.
Sarah sintió que las lágrimas le escocían en los ojos al oírle hacer aquella pregunta, pero Joachim se apresuró a responder.
– Tu papá no quiso marcharse, ¿sabes? De haber podido, estoy seguro de que se encontraría ahora mismo aquí, con vosotros.
– Entonces, ¿por qué se marchó?
– Tuvo que hacerlo. Es un soldado.
– Pero tú también lo eres y no te has marchado, -replicó el niño con la mayor lógica, sin darse cuenta de que Joachim había tenido que dejar a sus propios hijos y hogar para venir aquí.
El pequeño volvió a rodearle el cuello con los brazos y se quedó allí hasta que Joachim lo acostó en la cama y Sarah llevó a la pequeña. Phillip seguía mostrando una gran pasión por su hermana, algo que siempre gustó a Sarah.
– ¿Crees que todo habrá terminado este año? -preguntó Sarah con tristeza mientras tomaban una copa de coñac, una vez acostados los niños.
"Joyas" отзывы
Отзывы читателей о книге "Joyas". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Joyas" друзьям в соцсетях.