Él había traído una botella de Courvoisier, y era fuerte, pero agradable.

– Espero que sí. -Parecía como si la guerra no fuera a acabar nunca-. A veces parece interminable. Cuando veo a esos muchachos que nos envían, día tras día, semana tras semana, año tras año, me pregunto si habrá alguien que vea la insensatez de todo esto, y que no vale la pena.

– Creo que ésa es la razón por la que estás aquí, y no en el frente -dijo Sarah sonriéndole.

Joachim odiaba la guerra casi tanto como ella.

– Me alegro de haber estado aquí -dijo él con suavidad. Confiaba en haberle hecho la vida más fácil, y así había sido, en muchos aspectos. Entonces, se llegó a la mesa y le acarició la mano, cautelosamente. La conocía desde hacía tres años y medio, un tiempo que, por así decirlo, parecía toda una vida-. Eres muy importante para mí -le dijo con expresión serena, y entonces, dejándose llevar por el efecto del coñac y las emociones del día, ya no pudo ocultar sus emociones por más tiempo-. Sarah -dijo con voz apagada y a un tiempo amable-. Quiero que sepas lo mucho que te amo.

Ella apartó la mirada, tratando de ocultar sus propios sentimientos, ante él y ante sí misma. Sabía que no podía…, al margen de lo que sintiera por este hombre, por respeto a William.

– Joachim, no… por favor -le imploró y el tomó la mano entre las suyas y la sostuvo.

– Dime que no me amas, que nunca podrás amarme, y jamás volveré a pronunciar esas palabras… Pero lo cierto es que te amo, Sarah, y creo que tú también me amas. ¿Qué estamos haciendo? ¿Por qué nos ocultamos? ¿Por qué nos limitamos a ser amigos cuando podríamos ser mucho más?

Ahora, quería más de ella. Había esperado durante años y la deseaba intensamente.

– Te amo -susurró ella desde el otro lado de la mesa, aterrorizada por lo que acababa de decir, casi tanto como por lo que sentía. Pero lo sabía desde hacía tiempo, y había tratado de resistirse, por William-. Sin embargo, no podemos hacer esto.

– ¿Por qué no? Somos adultos. El mundo parece acercarse a su fin. ¿Es que no se nos va a permitir un poco de felicidad? ¿De alegría? ¿Algo de sol…, antes de que todo haya terminado?

Habían visto tanta muerte, tanto dolor a su alrededor, y se sentían tan cansados.

Ella sonrió al oír sus palabras. También le amaba. Amaba al hombre que era, lo que hacía por sus hijos y por ella.

– Tenemos nuestra amistad…, y nuestro amor. Pero no el derecho a tener más mientras William esté con vida.

– ¿Y si no lo está? -preguntó, obligándola a afrontar esa posibilidad, que ella rechazó, como hacía siempre, por resultarle todavía demasiado dolorosa.

– No lo sé. No sé lo que sentiría entonces. Pero sé que ahora mismo sigo siendo su esposa, y probablemente lo seré por mucho tiempo. Quizá para siempre.

– ¿Y yo? -preguntó, exigiendo algo de ella por primera vez-. ¿Y yo, Sarah? ¿Qué voy a hacer yo ahora?

– No lo sé.

Le miró, sintiéndose desgraciada y él se levantó y se acercó poco a poco. Se sentó a su lado y la miró a los ojos, percibiendo la pena y el anhelo que había en ellos. Y entonces, con suavidad, le acarició el rostro con los dedos.

– Yo siempre estaré aquí para ti. Quiero que lo sepas. Y cuando aceptes el hecho de que William se ha marchado para siempre, yo seguiré estando aquí. Tenemos tiempo, Sarah… Tenemos toda una vida por delante.

La besó con ternura en los labios, poniendo en ese beso todo lo que había deseado decirle desde hacía tanto tiempo. Y ella no hizo nada para detenerle. No podía. Lo deseaba casi tanto como él. Habían transcurrido cuatro años desde que viera a su esposo por última vez, y había convivido con este hombre desde hacía tres años y medio, día tras día, sintiendo cómo crecía el amor y el respeto por él. Y, con todo, sabía que no tenían derecho a lo que ambos creían desear. Para ella, en la vida había mucho más que eso. Existía un voto de fidelidad que ella había pronunciado, y un hombre al que había amado más que a nadie.

– Te amo -le susurró Joachim y se volvieron a besar.

– Yo también te amo -dijo ella.

Pero también seguía amando a William, y ambos lo sabían.

Él se marchó poco después y regresó al château, habiéndola respetado a ella y a lo que ella deseaba de él. Al día siguiente regresó y jugó con los niños, y su vida continuó como antes, como si aquella conversación jamás hubiera ocurrido entre ellos.

En la primavera, las cosas no iban bien para los alemanes, y él habló con Sarah sobre lo que temía que podría suceder. En abril ya estaba seguro de que los harían retroceder hacia Alemania, y temía tener que abandonar a Sarah y a los niños. Prometió regresar una vez que hubiera terminado la guerra, tanto si la perdían como si la ganaban, cosa que no le importaba mientras todos ellos pudieran sobrevivir. Había seguido mostrándose respetuoso con ella, y aunque ahora se besaban de vez en cuando, ninguno de ellos permitió que la situación se les escapara de las manos. Era mejor así, y él sabía que de ese modo no habría lamentaciones y que, de todas maneras, ella necesitaba tomarse su tiempo. Seguía queriendo creer que William estaba vivo y que algún día regresaría. Pero Joachim sabía que, aun cuando fuera así, ahora le resultaría doloroso tener que renunciar a William. Había terminado por apoyarse en él, y lo necesitaba tanto como lo respetaba. Ahora eran algo más que amigos, sin que importara lo mucho que ella siguiera amando a William.

Ahora, mientras él se mostraba preocupado por las noticias que le llegaban desde Berlín, Sarah no les prestaba mucha atención, ocupada con Lizzie, que tenía una fuerte tos desde el mes de marzo, y que para Semana Santa todavía estaba débil.

– No sé qué puede ser -se quejó Sarah una noche, en la cocina.

– Alguna clase de resfriado. Lo han sufrido en el pueblo durante todo el invierno.

Ella había llevado a la niña al médico, en el château, quien le aseguró que no era neumonía, pero la medicina que le entregó no le había hecho nada a la niña.

– ¿Crees que puede ser tuberculosis? -le preguntó a Joachim, preocupada.

Pero él no lo creía. Le pidió al doctor que consiguiera más medicamentos para la niña, pero últimamente no recibían nada. Andaban muy escasos de suministros, y uno de los médicos ya había partido para el frente, mientras que el otro se marcharía en mayo. Sin embargo, mucho antes de eso, Lizzie cayó postrada en cama, con una fiebre muy alta. Había perdido peso y su mirada languidecía. Mostraba ese aspecto tan terrible que tienen los niños cuando se ven afectados por la fiebre. El pequeño Phillip se quedaba sentado al pie de su cama, día tras día, cantándole y contándole historias.

Emanuelle mantenía ocupado a Phillip durante el día, pero el niño parecía ahora muy preocupado por Lizzie, que seguía siendo «su» bebé, y le asustaba ver tan enferma a su hermana y tan preocupada a su madre. No dejaba de preguntarle si se pondría bien, y Sarah le aseguraba que sí. Joachim acudía a visitarles todas las noches. Bañaba la cabeza de Lizzie y trataba de hacerle beber, y cuando tosía demasiado fuerte le frotaba la espalda, tal y como había hecho poco después de nacer, para ayudarle a respirar y a traerla a la vida. Pero en esta ocasión no parecía capaz de ayudarle. La niña empeoraba por días y el primero de mayo se hallaba encendida por la fiebre. Los dos médicos ya se habían marchado, y los suministros se hallaban casi agotados. No disponía de medicinas, no tenía sugerencias que hacer, y sólo era capaz de permanecer sentado con ellos, día tras día, rezando para que la niña mejorara.

Pensó en llevarla a París, a los doctores que había allí, pero la pequeña estaba demasiado enferma como para resistir el viaje, y las cosas tampoco andaban bien en la capital. Los aliados se disponían a desembarcar en Francia, y los alemanes empezaban a sentir pánico. La mayoría del personal militar estaba siendo enviado al frente ruso, o destinado a Berlín. Eran momentos difíciles para el Reich, pero Joachim se sentía mucho más preocupado por Lizzie.

A finales de mayo acudió una tarde y encontró a Sarah sentada junto a la niña, como había permanecido durante semanas, sosteniéndole la mano, mientras le limpiaba el sudor de la frente. Esta vez, sin embargo, Lizzie no se movía. Permaneció allí sentado durante varias horas, pero finalmente tuvo que regresar a su despacho. Tenía ahora demasiados asuntos de que ocuparse para permanecer ausente sin explicaciones. Regresó de nuevo a últimas horas de la noche, y encontró a Sarah tumbada en la cama de la niña, sosteniéndola en sus brazos, dormidas las dos. Se inclinó a mirarlas y, al hacerlo, Sarah abrió los ojos y le miró. Joachim observó en ellos una verdadera angustia.

– ¿Ha habido algún cambio? -musitó, y Sarah negó con la cabeza.

La niña no se había despertado desde esa mañana, pero mientras él estaba allí, observándola, Lizzie se movió y abrió los ojos por primera vez en varios días sonriendo a su madre; parecía un pequeño ángel, con los rizos rubios y unos ojos grandes y verdes como los de Sarah. Tenía tres años y medio, aunque ahora que estaba tan enferma parecía mayor, como si el peso del mundo hubiera caído sobre sus pequeños hombros.

– Te quiero, mamá -balbuceó y volvió a cerrar los ojos.

Entonces, de repente, Sarah lo supo. Fue como si notase cómo la pequeña se deslizaba, alejándose de la vida. Hubiera querido retenerla, tirar de ella para que regresara. Deseaba hacer algo desesperadamente, pero no había nada que pudiera hacer. No había médicos, ni medicamentos, ni enfermeras, ni hospital que pudiera ocuparse de ella… Sólo amor, y oraciones. Sarah la miró. La niña suspiró de nuevo y Sarah le acarició los rizos y susurró palabras de amor a su hija, a quien amaba con locura.

– Te quiero, mi dulce bebé… Te quiero mucho. Mamá te quiere mucho… Y Dios también te quiere… Ahora estás a salvo de todo -siguió susurrándole.

Tanto ella como Joachim estaban llorando en silencio. Entonces, con una dulce sonrisa, Lizzie abrió los ojos y los miró a ambos por última vez y luego se alejó, y su pequeño espíritu ascendió a los cielos.

Sarah sintió con exactitud el momento en que sucedió, y Joachim tardó un momento en comprenderlo. Se sentó en la cama, junto a ellas y se dió al llanto, sosteniéndolas a ambas en sus brazos, acunándolas. Recordaba cómo la había traído a la vida… y ahora se había marchado para siempre, con tanta rapidez y tan dulcemente… Sarah le miró con el corazón desgarrado, y sostuvo a Lizzie durante largo rato, hasta que por fin la depositó con cuidado sobre la cama y Joachim la condujo a la planta baja, y ambos se dirigieron al château para hablar con alguien que se encargara de hacer los preparativos para el funeral.

Al final, fue el propio Joachim quien se encargó de todo. Se llegó al pueblo para conseguir un pequeño ataúd para ella, y los dos juntos, llorando, la depositaron dentro. Sarah le había peinado el cabello, le había puesto su vestido más bonito, y colocó su muñeca favorita a su lado. Era lo más triste que le había sucedido jamás, y casi se sintió morir cuando hicieron descender el ataúd en la fosa. Todo lo que pudo hacer fue cogerse a Joachim y llorar, mientras el pobre Phillip permanecía a su lado, aferrado a la mano de su madre, incapaz de creer lo que había sucedido.

Phillip mostraba un aspecto grave y cuando empezaron a arrojar paletadas de tierra sobre el ataúd, se adelantó para impedirlo. Joachim lo sostuvo con suavidad y el niño, entre gimoteos, se volvió furiosamente hacia su madre.

– ¡Me has mentido! ¡Me has mentido! -gritó, temblando y sollozando-. La has dejado morir…, a mi bebé…, mi bebé.

El niño estaba inconsolable, abrazado a Joachim, sin permitir que Sarah se le acercara. Había querido tanto a Lizzie que ahora no podía soportar haberla perdido.

– Phillip, por favor… -dijo Sarah, apenas capaz de pronunciar las palabras, sujetándolo por los brazos con los que el niño intentaba pegarle.

Lo tomó en brazos y lo llevó suavemente de regreso a la casa. Aquella noche lo acunó durante largo rato, mientras el pequeño sollozaba angustiado por «su bebé».

Fue algo inconcebible para todos ellos. Hacía unas horas estaba allí y ahora se había marchado para siempre. Durante varios días, Sarah se sintió como sumida en un trance, lo mismo que Phillip. Iban de un lado a otro de la casa, esperándola; subían a las habitaciones y creían verla allí, para descubrir que sólo había sido como una broma cruel. Sarah estaba tan ciega de dolor que Joachim ni siquiera se atrevió a contarle lo que estaba ocurriendo, y fue cuatro semanas más tarde, una vez desembarcados los aliados, cuando tuvo que decirle que se marchaban.