– ¿Qué? -Se quedó mirándolo; aún llevaba el mismo vestido negro que se ponía desde hacía semanas. Tenía la sensación de ser muy vieja y el vestido le colgaba como a un espantapájaros -. ¿Qué estás diciendo?

De hecho, parecía no comprender nada.

– Que nos marchamos -contestó él-. Hemos recibido las órdenes hoy. Nos retiramos mañana.

– ¿Tan pronto?

Mostraba un aspecto enfermizo. Era una pérdida más, una pena más.

– Hace cuatro años que estamos aquí -le dijo él sonriendo tristemente-. Es bastante tiempo para tener invitados en casa, ¿no te parece?

Le devolvió la triste sonrisa. Apenas si podía creer que él se marchara.

– ¿Qué significa esto, Joachim?

– Los americanos están en Saint-Lô. No tardarán en llegar aquí y luego seguirán hacia París. Estarás a salvo con ellos. Cuidarán de ti.

Eso, al menos, le tranquilizaba.

– ¿Y tú? -preguntó, frunciendo el ceño, preocupada-. ¿Correrás algún peligro?

– Me envían a Berlín, y luego trasladaremos el hospital a Bonn. Se conoce que a alguien le ha gustado lo que hemos hecho aquí. -Lo que sus superiores no sabían era el poco entusiasmo con que lo había hecho-. Creo que me dejarán allí hasta que todo haya pasado. Sólo Dios sabe cuánto tiempo tardará en suceder eso. Pero volveré en cuanto todo haya terminado.

Le resultaba extraño creer que fuera a marcharse después de cuatro años, y sabía lo mucho que le echaría de menos. Había significado tanto para ella…, pero sabía que no podía prometerle el futuro que él deseaba. En el fondo de su corazón, su vida todavía le pertenecía a William. Quizás ahora incluso más, después de la muerte de Lizzie, que había sido como perder una parte de él. Y ahora más que nunca anhelaba a William. Habían enterrado a la niña en un lugar apartado, cerca del bosque por donde ella siempre había paseado con Joachim, y sabía que nada de lo que pudiera ocurrir en su vida sería tan terrible o doloroso como la pérdida de Lizzie.

– No podré escribirte -le explicó él y ella lo entendió.

– A estas alturas, ya debería estar acostumbrada. Sólo he recibido cinco cartas en los cuatro últimos años. -Una de Jane, dos de William, una del duque de Windsor y otra de la madre de William. Y ninguna de aquellas cartas le había dado buenas noticias-. Estaré atenta a las noticias.

– Me pondré en contacto contigo en cuanto pueda. -Se acercó más a ella y la sostuvo contra sí-. ¡Santo Dios, cómo te voy a echar de menos!

Y, al decirlo, ella también se dio cuenta de lo mucho que le echaría de menos a él, de lo sola que se quedaría y de lo sola que estaba incluso ahora. Le miró con tristeza.

– Yo también te echaré de menos -dijo con sinceridad.

Dejó entonces que la besara, mientras Phillip les miraba con una extraña expresión de cólera en su rostro.

– ¿Me permitirás tomarte una fotografía antes de marcharme? -preguntó.

– ¿Con esta pinta? -gimió ella-. Dios santo, Joachim. Tengo un aspecto penoso.

De todas maneras, se iba a llevar consigo la que había guardado durante tanto tiempo en el cajón del despacho, en la que estaba con su esposo en Whitfield, cuando todos ellos eran despreocupados y jóvenes y la vida todavía no les había cobrado su precio. Sarah, por aquel entonces, todavía no había cumplido los veintiocho años, pero parecía tener más.

Joachim le entregó una pequeña foto suya, y se pasaron toda esa noche hablando. A él le habría gustado pasarla en la cama, en su compañía, pero nunca se lo pidió y sabía que tampoco debía hacerlo. Ella pertenecía a esa rara clase de mujeres que conserva su integridad; era un ser humano de un mérito extraordinario, y una gran dama.

Al día siguiente, ella y Phillip se quedaron de pie ante la puerta, viéndoles partir. Phillip se cogió a él como a una tabla de salvación, pero Joachim le explicó que tenía que marcharse y dejarlos. Sarah se preguntó si el niño sentiría su ida como la pérdida de otro vínculo con Lizzie. Fue una situación difícil, dolorosa y confusa para todos. Sólo Emanuelle estaba contenta al saber que se marchaban. Los soldados partieron primero, con los camiones apenas cargados con los pocos suministros médicos que les quedaban; los medicamentos que no habían sido suficientes para salvar a Lizzie. A continuación lo hicieron las ambulancias con los pacientes más graves.

Antes de marcharse, Joachim visitó la tumba de la pequeña, acompañado por Sarah. Se arrodilló un momento ante ella y dejó un pequeño ramillete de flores amarillas. Los dos lloraron, y él abrazó a Sarah por última vez, lejos de sus hombres que, de todos modos, lo sabían. Estaban enterados de lo mucho que la amaba, pero también sabían, como suele suceder entre los soldados que conviven juntos, que nunca había ocurrido nada entre ellos. Y también la respetaban a ella por eso. Para ellos, Sarah era la personificación de la esperanza, el amor y la decencia. Siempre había sido amable y solícita, sin que importara lo que pudiera pensar de su guerra o de qué lado luchaban. Y, en el fondo de sus corazones, confiaban en que sus propias esposas hubieran sabido comportarse como ella. La mayoría de los hombres que habían llegado a conocerla hubieran dado sus vidas por protegerla, como habría hecho Joachim.

Permaneció de pie, contemplándola, mientras su coche aguardaba y el conductor dirigía discretamente la mirada hacia otra parte. Joachim atrajo a Sarah hacia él.

– Te he amado más que a ninguna otra persona en mi vida -le dijo, temeroso de que la mano del destino no le permitiera volver a verla, y deseando que lo supiera-. Más incluso que a mis propios hijos.

La besó con ternura y ella se abrazó a él por un instante, con intención de decirle todo lo que había sentido por él. Pero ahora ya era tarde, y no podía hacerlo. De todos modos, al mirarle a los ojos, él lo vio todo en su mirada.

– Cuídate -le susurró Sarah-. Te amo.

Luego, se inclinó hacia Phillip, todavía aferrado a la mano de Sarah, deseando decirle algo al niño. Todos ellos habían pasado muchas cosas juntos.

– Adiós, pequeño hombre -dijo Joachim silabeando las palabras-. Cuida mucho de tu madre.

Le besó en la cabeza y luego le pasó la mano por el cabello, alborotándoselo. Phillip se le agarró un momento y luego lo soltó. Después, Joachim se incorporó y se quedó mirando a Sarah durante largo rato. Finalmente, le soltó la mano y subió al coche que ya tenía la capota bajada y, sin sentarse, le saludó con la mano hasta que el vehículo llegó a la verja de entrada. Sarah lo vio por última vez, desapareciendo tras una nube de polvo en la carretera, mientras ella permanecía allí de pie, sollozando.

– ¿Por qué has dejado que se marche? -preguntó Phillip mirándola enojado.

– No podíamos hacer otra cosa, Phillip. -La situación era harto complicada como para explicársela a un niño de su edad-. Es un hombre muy bueno, aunque sea alemán, y ahora tiene que regresar a su casa.

– ¿Le quieres?

Ella vaciló antes de contestar. Pero sólo dudó un momento.

– Sí, le quiero. Ha sido un buen amigo para nosotros, Phillip.

– ¿Lo quieres más que a mi papá?

Esta vez, sin embargo, no vaciló ni un instante.

– Desde luego que no.

– Yo sí.

– No, eso no es cierto -dijo ella con firmeza-. Tú ya no te acuerdas de tu padre, pero es un hombre maravilloso. Y la voz le tembló al pensar en William.

– ¿Está muerto?

– No creo que lo esté -contestó cautelosa, no deseando inducirle a engaño, pero queriendo compartir con él su propia fe en que algún día encontrarían a William-. Si tenemos mucha suerte, algún día regresará a casa, con nosotros.

– ¿Volverá Joachim? -preguntó el niño con tristeza.

– No lo sé -confesó con honestidad mientras volvían a entrar en la casita, cogidos de la mano, en silencio.


16

El 17 de agosto, cuando entraron las tropas estadounidenses, Sarah, Phillip y Emanuelle observaron su llegada. Habían oído rumores de que se aproximaban desde hacía varias semanas, y Sarah sentía verdaderos deseos de verlos. Recorrieron el camino de entrada al château en un convoy de jeeps; se asemejaban a los alemanes cuatro años antes. Era como un caprichoso déjà vu, pero en esta ocasión no les apuntaron con armas, ella comprendió todo lo que decían y todos se pusieron a vitorearla al descubrir que era americana, como ellos. Seguía pensando cada día en Joachim, pero sólo podía suponer que habría llegado a Berlín sano y salvo. Phillip hablaba constantemente de él. Sólo Emanuelle no mencionaba nunca a los alemanes.

El oficial al mando de las tropas era el coronel Foxworth, de Texas, un hombre muy agradable, que pidió mil disculpas por verse obligado a alojar a sus hombres en los establos. Pero los demás plantaron tiendas y utilizaron la casa del guarda que ella había abandonado poco antes, e incluso el hotel local. No la hicieron salir de su casa, a la que se había vuelto a trasladar, con Phillip y Emanuelle.

– Ya estamos acostumbradas a eso -dijo ella con una sonrisa, refiriéndose a los hombres alojados en los establos.

El coronel le aseguró que causarían las menores molestias posible. Ejercía un férreo control sobre sus hombres, que se mostraron amistosos, a la vez que sabían mantener las distancias. Tontearon un poco con Emanuelle, que no demostró el menor interés por ellos, y siempre traían caramelos para Phillip.

Todos oyeron el tañido de las campanas cuando los aliados entraron en París. Era el 25 de agosto y Francia era libre por fin. Los alemanes habían sido expulsados de Francia, y sus días de oprobio habían concluido.

– ¿Ya ha terminado todo? -le preguntó Sarah al coronel Foxworth, con incredulidad.

– Casi. Habrá terminado en cuanto lleguemos a Berlín. Pero aquí, al menos, sí ha terminado. Ahora puede usted regresar a Inglaterra si quiere.

No sabía qué hacer, pero pensó que debía ir al menos a Whitfield para ver a la madre de William. Sarah no había salido de Francia desde que se declaró la guerra, cinco años atrás. Resultaba extraño.

Sarah y Phillip marcharon para Inglaterra el día antes del cumpleaños del pequeño, dejando a Emanuelle a cargo del château. Era una muchacha responsable y ella también había pagado su precio en la guerra. Su hermano Henri murió en las Árdenas, durante el invierno anterior. Pero había sido un héroe de la Resistencia.

El coronel Foxworth y los generales de París habían arreglado las cosas para que Sarah y Phillip partieran en un vuelo militar con destino a Londres, y se había armado bastante revuelo al comunicar a la fuerza aérea que esperaran a la duquesa de Whitfield y su hijo, lord Phillip.