Los estadounidenses pusieron a su disposición un jeep para trasladarlos a París, y tuvieron que rodear la ciudad para dirigirse al aeropuerto, al que llegaron con muy poca antelación. Tomó a Phillip en un brazo y echó a correr hacia el avión, llevando en la otra mano una pequeña maleta con sus cosas. Cuando estaba a punto de llegar, un soldado se adelantó y la detuvo.
– Lo siento, señora, pero no puede subir a este avión. Es un vuelo militar…, militaire -repitió en francés, pensando sin duda que ella no le entendía-. Non…, non -insistía moviendo un dedo ante ella.
– ¡Me están esperando! -gritó ella por encima del rugido de los motores-. ¡Nos esperan!
– Este vuelo está reservado para personal militar -le gritó el soldado-. Y alguna vieja… -Y entonces, al darse cuenta de quién era, enrojeció hasta las raíces del cabello y tendió las manos para hacerse cargo de Phillip -. Pensé… Lo siento mucho, señora… Su… Majestad…
Se le había ocurrido pensar, demasiado tarde, que ella era la duquesa a la que esperaban.
– No importa -le sonrió subiendo al avión tras él.
Por lo visto, el soldado esperaba a alguien de más edad, y jamás se le había ocurrido pensar que la duquesa de Whitfield pudiera ser una mujer joven, acompañada de un niño pequeño. Todavía se disculpaba después de acomodarlos en el avión.
El vuelo hasta Londres fue breve. Tardaron menos de una hora en cruzar el canal. Durante el vuelo, algunos oficiales hablaron con ella, admirados de que hubiera podido resistir durante toda la ocupación. Sarah no lo entendía y entonces recordó lo relativamente plácida que había sido su vida durante los cuatro años pasados en la casa del guarda, protegida por Joachim. Al llegar a Londres, un enorme Rolls Royce los esperaba. La iban a llevar directamente al Ministerio del Aire para tener una entrevista con sir Arthur Harris, el comandante en jefe del mando de bombarderos, y con el secretario privado del rey, sir Alan Lascelles, que estaban allí por orden de Su Majestad, y también como representantes del servicio de inteligencia. Le regalaron banderas y una pequeña insignia a Phillip, y todos los secretarios le llamaban milord. Aquello representaba mucho más ceremonial y consideración del que el niño estaba acostumbrado a recibir, pero Sarah observó con una sonrisa que a Phillip parecía gustarle.
– ¿Por qué la gente de casa no me llama así? -le susurró a su madre.
– ¿A quién te refieres? -replicó, divertida por la pregunta.
– Oh, a Emanuelle…, a los soldados…
– Me aseguraré de recordárselo -bromeó ella, pero el pequeño no se dio cuenta de su tono burlón y le agradó ver que su madre estaba de acuerdo con él.
Varios secretarios y dos ayudantes mantuvieron entretenido a Phillip. Entró en la sala de conferencias y se encontró con sir Arthur y sir Alan. Fueron extremadamente amables con ella, y sólo querían comunicarle lo que ya sabía: que no se había sabido absolutamente nada de William desde hacía dos años y medio.
Sarah vaciló, tratando de mantener la compostura y reunir el valor necesario para hacer la pregunta. Respiró profundamente y les miró.
– ¿Creen que es posible que todavía esté con vida?
– Es posible, pero no probable -contestó sir Arthur de un modo prudente, y añadió con tristeza-: A estas alturas ya deberíamos haber sabido algo a través de algún evadido o repatriado, que pudiera haberlo visto en uno de los campos de prisioneros de guerra. Y si el enemigo supiera quién es, lo habrían paseado por todas partes. Creo que es improbable que no sepan quién es, si es que lo tienen prisionero.
– Comprendo -dijo ella con serenidad. Hablaron con ella durante un rato más y, al concluir, todos se levantaron, felicitándola de nuevo por el valor que había demostrado en Francia y por el hecho de que ella y su hijo hubieran podido salir bien librados-. Perdimos a mi hija pequeña -dijo ella en voz baja-, en mayo de este año… William no llegó a conocerla.
– Le acompañamos en el sentimiento, Su Gracia. No sabíamos…
La condujeron fuera y le devolvieron a Phillip. Después, les dieron escolta hasta Whitfield. La duquesa viuda les esperaba y Sarah quedó impresionada por su buen aspecto. Estaba más delgada, y parecía más frágil, pues ya tenía 89 años de edad. Era una mujer realmente notable, que incluso había hecho todo lo que había podido en Whitfield por los esfuerzos que exigía la guerra.
– Me alegro mucho de verte -le dijo a Sarah, abrazándola. Luego, retrocedió un paso, apoyada sobre el bastón, para contemplar a Phillip. Llevaba un vestido azul brillante, como el color de sus ojos, y Sarah experimentó una oleada de emoción al pensar en William-. ¡Qué jovencito tan apuesto! Se parece mucho a mi esposo.
Sarah sonrió. Era exactamente lo que William había dicho cuando Phillip nació, que se parecía mucho a su padre.
Los hizo entrar y ofreció a Phillip una taza de té y unas pastas caseras. El niño la observaba con respeto, pero pareció sentirse asombrosamente a gusto con ella. Más tarde, uno de los criados se lo llevó para enseñarle los caballos y los establos, mientras la duquesa viuda hablaba con Sarah. Estaba enterada de que había pasado ese mismo día por el Ministerio del Aire, y deseaba saber qué le habían dicho allí, pero no le sorprendió que las noticias fueran desalentadoras. De hecho, se mostraba mucho más pesimista al respecto que la propia Sarah, lo que no dejó de chocarle un poco.
– No creo que sepamos lo que le ocurrió hasta que Alemania haya sido vencida, y espero que eso sea pronto. Creo que tiene que haber alguien que lo sepa y que, por alguna razón, no quieren decirlo.
Por otro, lado, podía haber muerto colgado de un árbol cuando se lanzó en paracaídas, o a causa de los disparos de algún soldado que no llegó a saber quién era y que lo dejó allí para que lo enterrara algún campesino. Podría haber muerto de muchas formas y Sarah ya reconocía que había pocas esperanzas de que estuviera con vida. Empezaba a vislumbrar que era poco probable que su esposo siguiera con vida, a pesar de lo cual aún le quedaba un destello de esperanza, sobre todo ahora que estaba en Inglaterra. Ante su consternación, acababa de saber, después de llamar a Jane, que su cuñado Peter había muerto en Kiska, en las Aleutianas, y Jane estaba desolada como la propia Sarah sin William.
En Whitfield, William parecía estar presente. Todo lo que veía allí se lo recordaba. Al día siguiente, le conmovió en particular que su suegra le regalara a Phillip un pony por su cumpleaños. El niño se mostró muy contento y feliz. Sarah no le había visto sonreír así desde la muerte de Lizzie y la partida de Joachim. Aquí, Phillip formaba parte del mundo de su padre y de la vida para la que había nacido. Al niño le entusiasmaba el simple hecho de encontrarse allí, y le dijo con firmeza que deseaba quedarse cuando ella, tras mucho pensarlo, anunció que regresarían a Francia en octubre.
– ¿Puedo llevarme el pony a Francia con nosotros, mamá? -preguntó el niño, y Sarah negó con la cabeza.
Volverían a Francia en otro vuelo militar y no había forma de transportar un caballo con ellos. Además, todavía había algunos soldados en el château, y demasiada agitación en sus vidas como para pensar en llevarse un pony. En el fondo de toda aquella agitación, Sarah empezaba a sentir verdadero dolor por la pérdida de William. El regreso a Whitfield había hecho su ausencia mucho más real, y ahora le echaba de menos más que nunca.
– Volveremos pronto, cariño, y la abuela cuidará del pony aquí.
Le entristeció no podérselo llevar a Francia. Resultaba extraño, sin embargo, pensar que todo esto sería suyo algún día. Pero le sorprendió mucho que, hacia el final de su estancia en Whitfield, los sirvientes ya hubieran empezado a llamarlo Su Gracia. Para ellos, William se había marchado para siempre y Phillip era ahora el duque.
– Sigo pensando que algún día recibiremos alguna noticia de él -dijo la madre de William la noche antes de su partida-. No he abandonado por completo toda la esperanza. No debería.
Sarah le prometió que ella tampoco lo haría, pero en el fondo de su corazón ahora empezaba a llorar su pérdida.
Al día siguiente regresaron a Francia y, una vez allí, el Departamento de Guerra se ocupó de hacer los arreglos necesarios para el transporte. Las cosas daban la sensación de funcionar mejor que seis semanas antes, cuando se marcharon, y cuando llegaron al château lo encontraron todo en orden. Emanuelle ya se había instalado, y el coronel se había ocupado de controlar bien a sus hombres, la mayoría de los cuales ya se había marchado. Algunos de los campesinos que habían trabajado para ella regresaron y se encargaron de las labores de jardinería, y Sarah también empezó a trabajar de nuevo en algunas de las boiseries, después de años de descuido por parte de los alemanes, aunque, gracias a la vigilancia de Joachim, en realidad habían ocasionado muy pocos daños.
Pensaba en él con frecuencia, pero no tenía forma de saber dónde o cómo estaba. A veces, preocupada, rezaba por él y por William.
Las Navidades de ese año fueron muy tranquilas en el château y muy solitarias para Sarah. Todo parecía volver a la normalidad, a excepción, naturalmente, de que el mundo seguía en guerra. Pero las fuerzas aliadas ganaban terreno y ahora la gente ya empezaba a pensar que aquello casi había terminado.
En la primavera, los aliados avanzaron sobre Berlín y en mayo, por fin, terminó la lucha en Europa. Hitler se había suicidado, y muchos de sus colaboradores habían huido. El caos reinaba en Alemania. Empezaban a conocerse terribles historias acerca de las atrocidades cometidas en los campos de concentración, y Sarah seguía sin recibir noticias de William o de Joachim. No tenía ni la menor idea de lo que podía haberles ocurrido, o de si estaban con vida. Ella seguía viviendo el día a día, en el château, hasta que recibió una llamada del Departamento de Guerra.
– Tenemos noticias para Su Gracia -dijo una voz al otro lado de la línea, y ella se puso a llorar incluso antes de que le dijeran de qué se trataba. Phillip estaba en la cocina del château, mirándola, preguntándose por qué lloraba su madre-. Creemos haber encontrado a nuestro hombre… o…, quiero decir, a su esposo. Liberamos uno de los campos de prisioneros de guerra ayer mismo, y había allí cuatro militares no identificados en condiciones bastante lamentables. Me temo que él es uno de ellos, si se trata de él…, pero no tenemos ninguna identificación. No obstante, el oficial al mando asistió a la academia militar de Sandhurst con él, y jura que se trata de su esposo. Aún no estamos seguros, pero lo trasladan por avión esta misma noche. Quisiéramos que acudiera usted a Londres inmediatamente, si puede.
¿Que si podía? ¿Le preguntaban eso después de no haber sabido nada de él durante más de tres años? ¿Estaban bromeando?
– Iré. ¿Pueden facilitarme un medio de transporte? Acudiré en seguida.
– No creo que podamos facilitárselo hasta mañana -dijo la voz con amabilidad-. Las cosas están un poco caóticas por todas partes, con la terrible situación en Berlín, los italianos y todo lo demás.
Toda Europa se hallaba inmersa en el caos, pero ella habría estado dispuesta a cruzar el canal a nado de haber sido necesario.
El Departamento de Guerra volvió a contactar con las fuerzas estadounidenses en Francia y, en esta ocasión, un jeep del cuartel general de las fuerzas aliadas en París fue al château para recoger a Sarah y a Phillip, que esperaban impacientes. Todavía no le había dicho a su hijo por qué razón iban a Londres; no quería desilusionarlo si resultaba que William no era el hombre que habían encontrado, pero al niño le encantaba la perspectiva de visitar de nuevo a su abuela y ver su pony. Sarah decidió que lo enviaría directamente a Whitfield, para que se quedara con su abuela, y el Departamento de Guerra puso a su disposición un vehículo y un conductor para llevarla al hospital donde se alojaban los prisioneros de guerra repatriados desde Alemania. Le habían dicho que aquellos cuatro hombres se encontraban desesperadamente enfermos y alguno de ellos gravemente herido, aunque no le habían comunicado de qué forma, o qué le sucedía a William. A ella no le importaba siempre y cuando él estuviera vivo y pudiera salvarse. Y si estaba con vida, se prometió a sí misma que haría cualquier cosa por salvarle.
El vuelo hasta el aeropuerto de Londres transcurrió sin ningún problema, y el coche que llevaría a Phillip hasta Whitfield ya estaba esperando cuando llegaron. Los soldados saludaron marcialmente a Phillip, con todos los honores militares y al niño le encantó. Luego, acompañaron a Sarah al hospital Real de Chelsea, para ver a los repatriados la noche anterior. Rezaba para que uno de ellos fuera William.
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