Sólo había entre ellos un hombre que presentaba una remota posibilidad de que fuera él. Tenía aproximadamente la misma altura que William, pero le dijeron que sólo pesaba unos sesenta kilos, tenía el cabello blanco y parecía bastante más viejo que el duque de Whitfield. Sarah no dijo nada mientras se lo explicaban, camino del hospital, y guardó un silencio temeroso mientras la llevaban al primer piso, cruzaban por salas llenas de soldados críticamente enfermos y médicos y enfermeras muy ocupados. Con lo que acababa de suceder en Alemania, tenían mucho que hacer. Estaban trayendo a los hombres por vía aérea con toda la rapidez que podían, y se había pedido ayuda a todos los médicos de Inglaterra.
Habían colocado al hombre que creían era William en una habitación para él solo. Y un ordenanza permanecía de continuo en la habitación para vigilar su respiración. Lo habían entubado por la nariz, conectándolo a un respirador, y sobre él se veían varias máquinas e ingenios mecánicos, incluyendo una tienda de oxígeno, que medio lo ocultaba.
El ordenanza apartó un poco la parte lateral de la tienda para que pudiera verlo e identificarlo, mientras los hombres del Departamento de Guerra se mantenían a una discreta distancia. El hospital todavía esperaba las radiografías dentales del mando de bombarderos para poder establecer una identificación segura. Pero Sarah no las necesitó. Apenas si era reconocible de tan delgado como estaba, y parecía su propio padre, pero al acercarse a la cama, ella alargó una mano y le tocó en la mejilla. Había regresado hasta ella de entre los muertos, y ahora no hizo el menor movimiento, pero en la mente de Sarah no quedó la menor duda. Era William. Se volvió y miró a los presentes y la expresión de su rostro fue suficiente para hacerles comprender, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
– Gracias a Dios… -susurró sir Alan, expresando los propios sentimientos de Sarah.
Ella permaneció como anclada donde estaba, incapaz de apartar la mirada de él, acariciándole el rostro y las manos, llevándose sus dedos a los labios para besarlos. Unas manos que tenían un color ceroso, como su rostro. Comprendió que se encontraba entre la vida y la muerte, pero sabía que en el hospital harían todo lo humanamente posible por salvarlo. El ordenanza volvió a cerrar la tienda de oxígeno y un momento más tarde entraron dos médicos y tres enfermeras que se pusieron a trabajar de inmediato, pidiéndole que abandonara la habitación. Así lo hizo ella, tras dirigirle una última mirada. Era un milagro. Ella había perdido a Lizzie…, pero ahora habían encontrado a William. Quizá Dios no fuera tan cruel como había temido durante un tiempo. Antes de que se marcharan, les pidió a los representantes del Departamento de Guerra si podían arreglar las cosas para que ella llamara a la madre de William, en Whitfield. Lo organizaron en seguida, desde el despacho del director del hospital y la duquesa viuda emitió un suspiro de alivio desde el otro lado del teléfono y luego se puso a llorar, como la propia Sarah.
– Gracias a Dios…, el pobre muchacho, ¿cómo está?
– Me temo que no muy bien. Pero pronto se repondrá.
Esperaba no haber dicho ninguna mentira, porque eso era lo que ella misma deseaba creer. Pero él no había sobrevivido a todo por lo que pasó para morir ahora. Ella, simplemente, no se lo permitiría.
Los representantes del Departamento de Guerra se marcharon y el director del hospital se dispuso a hablar con ella sobre el estado en que se encontraba William. No desperdició tiempo ni palabras, y habló sin ambages, con una expresión seria en el rostro.
– No sabemos si su esposo vivirá. Tiene gangrena en las dos piernas, grandes heridas internas, y ha estado enfermo durante mucho tiempo. Posiblemente años. Ha sufrido fracturas múltiples en ambas piernas que no llegaron a curar nunca, y es posible que no podamos salvarle la vida. Debe usted saberlo.
Ella lo sabía, pero también se negaba a aceptarlo. Ahora que había regresado se negaba rotundamente a perderlo.
– Tienen ustedes que salvarle las piernas. No ha llegado hasta aquí para que ustedes se las amputen.
– De todos modos, podemos hacer muy poco o nada. Y sea cual fuere el resultado, sus piernas quedarán inútiles, los músculos y los nervios se hallan demasiado dañados. Tendrá que vivir en una silla de ruedas.
– Muy bien, pero que él conserve las piernas en esa silla de ruedas.
– Su Gracia, no estoy seguro de que haya comprendido… Se trata de un equilibrio muy delicado… La gangrena…
Ella le interrumpió, asegurándole que lo comprendía a la perfección, pero le rogó que, de todas maneras, tratara de salvarle las piernas a William, y como parecía tan desesperada, el director le prometió que harían todo lo posible, aunque advirtiéndole que debía ser realista.
En las dos semanas siguientes, a William se le practicaron cuatro operaciones a las que a duras penas pudo sobrevivir. No obstante, lo consiguió, aunque todavía no había recuperado el conocimiento desde que lo trasladaron a Londres. Las dos primeras operaciones se hicieron en sus piernas, la tercera en la espina dorsal, y la última para restañar heridas internas que a la larga habrían podido acabar con su vida. Ninguno de los especialistas que lo atendió lograba comprender cómo había podido conseguirlo. Se encontraba muy debilitado por la infección y la enfermedad, extremadamente malnutrido, con huesos rotos que nunca habían curado, y mostraba señales evidentes de haber sido torturado. Había sufrido de todo y logrado sobrevivir… apenas.
A la tercera semana ya habían hecho todo lo posible, y ahora no cabía hacer otra cosa que esperar para ver si recuperaba la conciencia, permanecía en coma, o moría, algo que nadie sabía decir con certeza. Sarah permaneció sentada a su lado día tras día, sosteniéndole la mano, hablándole, infundiéndole la voluntad de vivir, hasta que casi tuvo peor aspecto que él mismo. Estaba desesperadamente pálida y delgada y los ojos vidriosos, pero siguió sentada a su lado, cuidándolo. Un día, una de las enfermeras entró en la habitación y sacudió la cabeza, diciéndole:
– No puede oírle, Su Gracia. No se agote intentándolo.
Le había traído a Sarah una taza de té, que ella aceptó agradecida, pero siguió insistiendo como si William pudiera oírla.
A finales de julio, le practicaron una nueva operación en el bazo y luego volvieron a esperar, mientras Sarah lo cuidaba, hablaba con él, lo animaba, le besaba los dedos y lo vigilaba, sin abandonar su cabecera ni por un momento. Le habían instalado una cama en la habitación, y ella se había puesto uno de los uniformes prestados por las enfermeras. Permanecía allí sentada, día tras día, sin abandonar nunca la esperanza. La única ocasión en que se separó de la cabecera de la cama de William fue cuando la duquesa viuda trajo a Phillip al hospital, ya que en esa ocasión salió a encontrarse con ellos en la sala de espera. Al niño no se le permitió subir a la habitación para ver a William porque se habría asustado. Se le había dicho lo muy enfermo que se encontraba su padre, pero William todavía era un extraño para Phillip. En la época en que todavía podía haberlo recordado, el niño no lo había visto. Sarah se alegró de ver a su hijo; lo echaba mucho de menos, y él a ella, pero no creía que debiera abandonar a William.
Era el primero de agosto cuando el cirujano jefe le dijo que necesitaba descansar, que habían llegado al convencimiento de que William nunca despertaría de su coma. Sencillamente, esta vez no iba a conseguirlo. Podía existir de aquella forma durante años, o días, pero si fuera a despertar ya lo habría hecho para entonces, y eso era algo que ella tenía que afrontar.
– ¿Cómo sabe que no despertará de improviso esta misma tarde? -preguntó con un tono un tanto histérico.
Pero lo único que sabía ella era que habían logrado salvarle las piernas y, a tenor de sus palabras, ahora se disponían a abandonar la lucha y desprenderse de él como de una basura. No había dormido decentemente desde hacía cinco semanas, y no estaba dispuesta a abandonar ahora, sin que le importara nada de lo que le dijeran. El médico, sin embargo, insistió en que ellos sabían lo que ocurría.
– Soy cirujano desde hace casi cuarenta años -le dijo con firmeza-, y a veces hay que saber cuándo luchar y cuándo ha llegado el momento de abandonar. Luchamos… y perdimos. Ahora tiene usted que abandonar.
– Estuvo prisionero de guerra durante tres años y medio, ¿considera usted que eso es abandonar? -le gritó, sin que le importara quién pudiera escucharla-. William no abandonó la lucha en aquellos momentos, y yo tampoco la abandonaré ahora. ¿Me ha oído bien?
– Desde luego, Su Gracia. La comprendo perfectamente.
El cirujano salió de un modo sereno de la habitación y pidió a la enfermera jefe que le sugiriera a la duquesa de Whitfield tomar un ligero sedante, pero Sarah se limitó a mirarle con rabia. Estaba poseída, obsesionada con la idea de salvar a su esposo.
– El pobre hombre ya está casi muerto. Debería dejarlo morir en paz -le comentó a la enfermera de turno, quien sacudió la cabeza, si bien pensó que a veces se veían cosas muy extrañas.
Habían tenido a un hombre en una de las salas que había revivido recientemente, después de permanecer casi seis meses en coma a causa de una herida en la cabeza sufrida durante una incursión aérea.
– Nunca se sabe -dijo la enfermera y regresó a la habitación para comprobar cómo se encontraban Sarah y William.
Sarah estaba sentada en la silla, junto a la cabecera de la cama, hablándole dulcemente de Phillip, de su madre, de Whitfield, del château, e incluso le mencionó de manera vaga a Lizzie. Le hubiera dicho cualquier cosa que creyera que pudiera funcionar, pero pasaron tantos días que, aunque se negaba a admitirlo, estaba a punto de desesperar. La enfermera le puso una mano cariñosa sobre el hombro, observándoles, y en ese momento, por un instante, creyó verlo moverse, pero no dijo nada. Sarah también lo había visto, y permaneció muy quieta durante un rato. Luego, volvió a hablarle, y le preguntó si no quería abrir los ojos para mirarla aunque sólo fuera una vez…, por un instante muy pequeño, sólo para comprobar si le gustaba el aspecto de su cabello. Llevaba más de un mes sin mirarse en un espejo, pero eso no le importaba ahora. Siguió hablándole, besándole las manos con ternura, mientras la enfermera la observaba admirada, y entonces, lentamente, los ojos de William aletearon levemente y los abrió, la miró y sonrió. Después, volvió a cerrarlos con un leve gesto de asentimiento, mientras ella sollozaba en silencio. Lo habían conseguido…, había abierto los ojos. La enfermera también lloraba, y apretó la mano de Sarah antes de decirle a su paciente:
– Es muy agradable que haya despertado, Su Gracia. Ya iba siendo hora de que lo hiciera.
Pero él no se movió durante un rato y luego lo hizo muy despacio. Giró la cabeza y miró directamente a Sarah.
– Es muy bonito -susurró con la voz enronquecida.
– ¿El qué? -preguntó ella sin la menor idea de a qué se refería.
Pero nunca se había sentido más feliz. Hubiera querido ponerse a gritar de alivio y de alegría. Se inclinó para besarlo dulcemente.
– Tu pelo…, ¿no me preguntaste eso?
La enfermera y Sarah se echaron a reír. Al día siguiente ya lo habían incorporado y le dieron sopa y té flojo a cucharadas, y a finales de esa misma semana ya hablaba con todos ellos y poco a poco iba recuperando su fortaleza, aunque parecía la sombra de un fantasma. Pero había vuelto. Estaba vivo. Eso era todo lo que le importaba a Sarah. Era la única razón de su vida.
Representantes del Departamento de Guerra y del Interior acudieron a verlo, y cuando se sintió lo bastante fuerte, les contó lo que le había ocurrido. Para enterarse de todo necesitaron hacerle varias visitas, y resultó ser una historia casi increíble. William no consintió en que Sarah estuviera presente en la habitación. Le habían roto las piernas una y otra vez, lo habían abandonado entre la inmundicia hasta que se ulceró, lo torturaron con hierros al rojo vivo y con descargas eléctricas. Le hicieron de todo, salvo matarlo. Pero jamás lograron saber quién era, y él nunca lo dijo. Cuando fue hecho prisionero, llevaba pasaporte y documentación militar falsos, y eso fue todo lo que supieron de él hasta el final. Jamás les dijo una sola palabra sobre su abortada misión.
Recibió la Cruz de Vuelos Distinguidos por su heroísmo, pero eso no fue más que un pequeño consuelo por haber perdido el uso de sus piernas. Al principio, le deprimió saber que ya nunca volvería a caminar, pero Sarah tuvo mucha razón al luchar para que se las conservaran, pues le alegró mucho comprobar que todavía las tenía. No hubiera soportado verse con las piernas amputadas.
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