Sintió un gran sofoco, y le lanzó una de sus generosas e infantiles sonrisas. Entonces se dio cuenta de que debía de haber ocurrido algo muy grave para que Edward Thompson le estuviera esperando en su apartamento a aquellas horas.

– ¿Sarah está bien?

– No, no lo está. -Apartó la mirada por un momento y después la volvió a fijar en Freddie. No había otra forma de decirlo-. Sarah… ha perdido el niño esta mañana; ahora se encuentra en el hospital Lenox Hill. Su madre está con ella.

– ¿Que lo ha perdido? -preguntó sorprendido. Por un momento experimentó una sensación de alivio, pero esperaba estar lo bastante sobrio como para poder disimular-. Siento oírte decir eso. -Hablaba como si no se tratara de su mujer y su hijo-. ¿Cómo está ella?

– Creo que podrá tener más hijos. Lo que aparentemente no va tan bien, sin embargo, es eso que me ha contado mi esposa de que la relación entre vosotros dos podría calificarse de algo menos que idílica. No suelo interferir en la vida privada de mis hijas, pero en estas circunstancias tan anómalas, con Sarah tan…, tan… enferma, me parece el momento más oportuno para discutir el tema. Me ha dicho mi esposa que Sarah ha tenido ataques de histeria durante toda la tarde, y me ha parecido bastante extraño que desde esta mañana temprano nadie haya podido localizarte. No creo que ésta sea vida para mi hija, ni para ti tampoco. ¿Hay algo ahora que debamos saber, o te ves capaz de continuar tu matrimonio con mi hija con el mismo ánimo con que lo iniciaste?

– Yo…, desde luego…, ¿le apetece tomar algo, señor Thompson?

Se dirigió con premura al lugar donde guardaban los licores y se sirvió una copa larga de whisky, con apenas un chorrito de agua.

– Me parece que no.

Edward Thompson se sentó expectante, mientras observaba a su yerno con desagrado. Freddie sabía que aquel hombre seguramente no encontraría satisfactorias ninguna de las respuestas que se le iban pasando por la cabeza.

– ¿Hay algún problema que te impida comportarte como un marido de verdad?

– Bueno…, señor…, el caso es que lo del niño fue un tanto inesperado.

– Lo comprendo, Frederick. Por lo común todos lo son. Pero ¿ha habido algún malentendido entre mi hija y tú que yo deba saber?

– En absoluto. Ella es maravillosa. Yo…, lo único que necesito es un poco de tiempo para hacerme a la idea del matrimonio.

– Y a la de trabajar, espero.

Lo miró con fijeza. Freddie ya esperaba que sacara a relucir ese tema.

– Sí, sí…, claro. Pensaba ocuparme de eso una vez naciera el niño.

– Pues ahora es el momento, ¿no crees?

– Por supuesto, señor.

Edward Thompson permaneció impasible. Mientras contemplaba el semblante descompuesto de su yerno proyectaba una amedrantadora sensación de respeto.

– Supongo que te sentirás ansioso por visitar a Sarah mañana a primera hora.

– Desde luego, señor.

Lo acompañó hasta la puerta, deseoso de verlo marchar por fin.

– Telefonearé a su madre al hospital a las diez. A esa hora ya estarás allí, ¿verdad?

– Claro, señor.

– Muy bien. -Abrió la puerta y le lanzó la última mirada-. Creo que ya nos vamos entendiendo.

Eran palabras llenas de significado, y ambos lo sabían.

– Creo que sí, señor.

– Buenas noches, Frederick, hasta mañana.

Freddie dió un suspiro de alivio al cerrar la puerta. Antes de irse a la cama se preparó otro whisky, para pensar en Sarah y en el niño. Se preguntó cómo había podido suceder todo, pero prefirió no darle demasiadas vueltas al tema. No sabía casi nada sobre ese tipo de cosas, y no tenía la intención de averiguarlas ahora. Lo sentía por Sarah, porque estaba seguro de que para ella había debido de ser un golpe muy duro, pero resultaba extraño que sintiera tanta indiferencia, no sólo por el niño sino también por su mujer. Antes de la boda pensó que ella sería la esposa ideal, pues así tendría siempre a alguien con quien salir, que le acompañara a todas las fiestas. Nunca imaginó que llegaría a aburrirse tanto, a sentirse tan oprimido, tan encadenado. Su casa le producía claustrofobia. No le gustaba nada la vida conyugal, ni siquiera su mujer. Sarah era bonita, la clase de mujer capaz de hacer feliz a cualquier hombre. Sabía cómo cuidar la casa, cocinaba bien, daba gusto estar en su compañía, era inteligente, agradable y con un físico muy atractivo. Su matrimonio era lo que menos le interesaba en el mundo. Se sintió tan aliviado al conocer la pérdida del niño… Incluso se le había pasado por la cabeza la idea de desembarazarse de él.

A la mañana siguiente se presentó en el hospital, un poco antes de las diez, para que su suegro lo encontrara allí cuando llamara a su esposa. Freddie llevaba puesto un sombrío traje oscuro, aunque en verdad no se sentía nada afligido. Las flores que le trajo no parecieron animarla. Sarah seguía postrada en la cama, con la mirada perdida a través de la ventana. Cuando él entró en la habitación: Sarah tenía la mano de su madre cogida entre las suyas. Durante un instante, sintió pena por ella. Al girar la vista hacia Freddie, su mujer no pudo evitar algunas lágrimas; no dijo una sola palabra. Tras apretarle la mano, la señora Thompson se dirigió hacia la puerta en silencio y, al pasar junto a su yerno, le tocó el hombro como muestra de cortesía.

– Lo siento -le dijo Freddie.

Ella era una mujer mucho más inteligente de lo que él creía y, nada más mirarlo a los ojos, supo que aquellas palabras no eran ciertas.

– ¿Estás furioso conmigo? -le preguntó Sarah entre hipidos.

No realizó ningún esfuerzo por incorporarse, prefirió seguir echada. Su aspecto era lastimoso. Los cabellos, largos y brillantes, se extendían enmarañados sobre la almohada, los labios se le habían quedado casi azules y la cara mostraba una palidez preocupante. Había perdido mucha sangre, y no encontraba fuerzas para incorporarse. Todo lo que hizo fue apartar la mirada; Freddie no sabía qué decirle.

– Por supuesto que no. ¿Por qué habría de estar furioso contigo?

Se acercó un poco más y la cogió con delicadeza de la barbilla para que lo mirara de nuevo, pero el dolor que reflejaban sus ojos era mucho mayor del que imaginaba. No había acudido a verla para tratar el problema, y ella lo sabía.

– Fue culpa mía. La otra noche arrastré aquel estúpido mueble de la habitación y…, no sé…, el médico dice que estas cosas forman parte del destino.

– Vamos… -Se fue al otro lado de la cama y cuando ella cerró los puños él intentó abrírselos, pero no alcanzó a tocarla-. Mira, de todas maneras es mejor así. Yo tengo veinticuatro años, tú veinte y no estamos preparados todavía para tener un hijo.

Sarah permaneció largo rato en silencio. Lo miró y tuvo la sensación de que no conocía a aquel hombre.

– Te alegras de que lo haya perdido, ¿no es eso?

Freddie padecía un dolor de cabeza tremendo. La mirada de Sarah era tan penetrante que casi le hizo daño.

– Yo no he dicho eso.

– No era necesario. No lo sientes, ¿verdad?

– Lo siento por ti.

Era cierto, su aspecto provocaba lástima.

– Tú nunca deseaste tener un hijo.

– No.

Por una vez fue sincero. Pensó que era lo menos que podía hacer.

– Bueno, ni yo tampoco gracias a ti, y puede que por eso lo haya perdido.

Freddie no supo qué decirle. Instantes más tarde apareció su padre con Jane, mientras su madre arreglaba algunos asuntos con las enfermeras. Sarah debía permanecer ingresada algunos días más, y después iría a casa de sus padres; cuando ya se sintiera fuerte, entonces volvería al apartamento con su esposo.

– Me alegro de verte aquí, Freddie -le dijo el padre de Sarah.

Victoria Thompson le obsequió con una sonrisa a Freddie, si bien no tenía la más mínima intención de permitir que Sarah regresara de nuevo al apartamento. Era preciso vigilarla, y parecía obvio que Freddie no era el más indicado para esa labor.

Al día siguiente le envió unas rosas rojas. Volvió a visitarla en el hospital y luego continuó haciéndolo, ya en casa de los padres de ella.

Él nunca le hablaba del niño. Pero se esforzaba por conversar. Le sorprendía sentirse tan violento cada vez que se encontraba con ella. Era como si de la noche a la mañana se hubieran convertido en seres extraños, como si ya no se conocieran. La verdad es que nunca lo hicieron. El problema consistía en que les costaba ocultarlo muchísimo más que antes. Freddie no compartía el pesar de su mujer. Repetía sus visitas tan sólo porque pensaba que era su obligación, y que el padre de Sarah lo mataría si no hacía ese esfuerzo.

Cada mediodía se presentaba en casa de los Thompson, pasaban una hora juntos, y después se marchaba a comer con sus amigos. Ni siquiera tenía la delicadeza de cambiar sus costumbres para llegarse a verla por la tarde. Aquello tenía su explicación. A diferencia de cuando la visitaba, con los amigos vestía trajes elegantes y no quería que ni Sarah ni sus padres lo vieran así. Realmente le fastidiaba ver a Sarah padecer tanto por la pérdida del niño, entre otras cosas porque ella aún tenía el dolor reflejado en el rostro. Eso no podía soportarlo, como tampoco soportaba la idea de tener que demostrar aflicción, o incluso peor, la de tener otro hijo. Sucumbió ante toda esa presión, y ello agravó su adicción a la bebida. Salía constantemente. Cuando consideraron llegado el momento oportuno para que Sarah volviera con él, Freddie se encontraba inmerso en un proceso de desmoronamiento interior del que nadie podía rescatarle. Bebía tanto que hasta algunos de sus amigos empezaron a preocuparse.

Con todo, se vio en la obligación de ir a buscar a Sarah a casa de sus padres. A la vuelta, la criada les esperaba en el piso. Aunque todo estaba limpio y ordenado, Sarah se sentía incómoda en aquella casa, como si no fuera la suya, como si nunca le hubiera pertenecido.

Su propio marido le parecía un extraño. No en vano, desde que había perdido el niño no aparecía por casa más que para cambiarse de ropa. Se iba de juerga cada noche, aprovechando que ella no podía enterarse. Volver a tenerla en casa le causaba una desagradable sensación de cautiverio.

Tras pasar la tarde con ella, le explicó que había quedado en ir a comer con un viejo amigo para hablar de un trabajo, y que era muy importante. Sabía que, con ese subterfugio, su mujer no pondría ninguna objeción. Y así fue, aunque ella se sintió decepcionada al no poder pasar la primera noche juntos en casa. Lo que ya fue intolerable fue el estado en que regresó a las dos de la madrugada; se quedó abatida al comprobar que el portero tuvo que ayudarle a subir hasta la puerta, sujetándolo para que no se cayera; ni siquiera parecía capaz de reconocer a su mujer. Una vez que el portero le ayudó a acomodarse en un sillón del dormitorio, Freddie le entregó un billete de cien dólares, farfullando que era un tío formidable y un gran amigo. Sarah contempló con repugnancia cómo se acercó tambaleante hasta la cama y quedó postrado en ella, totalmente inconsciente. Con lágrimas en los ojos y después de observarlo durante un largo rato, decidió dormir en la habitación de los invitados. Una vez se hubo alejado de él se le partió el corazón al pensar en la criatura malograda y en el marido que nunca había tenido y que jamás tendría. Por fin se dio cuenta de que su matrimonio con Freddie nunca sería más que una farsa, un sentimiento vacío, una fuente eterna de sufrimiento y decepción. La soledad de la habitación de los huéspedes le aterrorizaba. Ya no podía disimular la verdad por más tiempo. Su marido era un borracho y un vividor. Y lo peor de todo es que le asustaba la idea de divorciarse; sería una deshonra para sus padres y para ella misma.

Aquella noche, mientras yacía en la solitaria cama de los invitados, pensó en el largo y tormentoso camino que le quedaba por delante. Una vida de soledad, junto a Freddie.


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