– Siento haberlo preguntado -dijo él, con expresión culpable.
Ella se arrodilló ante su esposo y le tomó el rostro entre las manos.
– No, no lo sientas. No hay nada que no puedas preguntarme. Te amo, William. Siempre te he amado. Jamás renuncié a ti. Nunca. Jamás dejé de amarte. Y siempre estuve convencida de que regresarías algún día.
Era verdad, y él pudo verlo reflejado en sus ojos, eso y lo mucho que le amaba.
Suspiró, aliviado por lo que ella le había dicho, y la creyó. Se había sentido aterrorizado cuando Phillip se lo contó. Pero también sabía que Phillip, a su modo, trataba de castigarlo por haberlos abandonado.
– Nunca creí que pudiera volver. Me decía una y otra vez que lo conseguiría, aunque sólo fuera para sobrevivir otra hora más, otra noche, otro día…, pero en el fondo no estaba convencido. Hubo muchos que no lo consiguieron. -Había visto morir a tantos hombres, torturados hasta la muerte por los alemanes -. Son una nación de monstruos -añadió mientras regresaban a la casa.
Y ella no se atrevió a decirle que Joachim era diferente. Tal y como él mismo había dicho una vez, la guerra era un asunto muy feo. Pero ahora, gracias a Dios, ya había terminado.
Llevaban apenas tres semanas instalados en el château cuando un día Emanuelle y Sarah se encontraban en la cocina haciendo pan. Hablaron sobre muchas cosas y fue entonces cuando Emanuelle empezó a hacer preguntas.
– Debe de estar muy contenta de tener a monsieur le duc otra vez en casa -empezó a decir, lo que era bastante evidente para todo aquel que les viera.
Sarah no se había sentido tan feliz desde hacía muchos años y ahora, lentamente, hacía nuevos descubrimientos sobre su vida sexual. Algunas de las alteraciones resultaron desafortunadas, pero muy pocas cosas parecían haber cambiado, ante la satisfacción de William, ahora que tenía la oportunidad de intentarlo.
– Es maravilloso -dijo Sarah sonriendo con una expresión de felicidad, amasando el pan bajo la mirada de Emanuelle.
– ¿Ha traído mucho dinero de Inglaterra?
Le pareció una pregunta extraña y Sarah levantó la cabeza para mirarla, sorprendida.
– No, desde luego que no. ¿Por qué debía hacerlo?
– Sólo me lo preguntaba.
Emanuelle pareció sentirse en una situación embarazosa, aunque no demasiado. Por lo visto, algo le rondaba por la cabeza, pero Sarah fue incapaz de imaginar de qué se trataba. Nunca le había hecho una pregunta como aquélla.
– ¿Por qué has tenido que preguntar una cosa así?
Sabía que, durante la guerra, la joven tuvo que ver con la Resistencia, a través de su hermano, y más tarde con el mercado negro, pero ahora no tenía ni la menor idea de en qué andaba metida.
– Hay personas que… a veces…, andan necesitadas de dinero. Me preguntaba si usted y monsieur le duc estarían dispuestos a…
– ¿Quieres decir darles dinero? ¿Así de fácil?
Sarah estaba un tanto desconcertada, y Emanuelle parecía muy pensativa.
– Quizá no. ¿Y si esas personas tuvieran algo que vender?
– ¿Quieres decir algo así como comida? -Sarah no acababa de comprender lo que la joven pretendía dar a entender. Terminó de preparar el pan y se lavó las manos, observándola con una mirada prolongada y dura, preguntándose una vez más en qué andaría metida. Nunca había sospechado de ella hasta entonces, pero ahora recelaba, y no le gustaba esa sensación-. ¿Te refieres a alimentos o aperos para la granja, Emanuelle?
Ella negó con la cabeza y bajó el tono de voz al contestar.
– No…, quiero decir cosas como joyas… Hay personas… dans les alentours, por los alrededores, que necesitan dinero para reconstruir sus hogares, sus vidas. Han ocultado cosas durante la guerra, a veces oro, plata o joyas, y ahora necesitan venderlas.
Emanuelle había reflexionado durante algún tiempo acerca de cómo podía ganar dinero ahora que había terminado la guerra. No quería pasarse toda la vida limpiando para los demás, ni siquiera para ellos, aunque les quería mucho. Y se le había ocurrido esa idea. Conocía a varias personas ansiosas por vender algunos objetos de valor, como joyas o plata, pitilleras Fabergé y otras pertenencias que habían ocultado. En concreto conocía a una mujer en Chambord, propietaria de un magnífico collar de perlas que necesitaba vender desesperadamente por cualquier cantidad que se le ofreciera. Los alemanes habían destruido su casa y necesitaba el dinero para reconstruirla.
Se trataba de una especie de permuta. Emanuelle conocía a personas que poseían objetos hermosos y que se encontraban muy necesitadas, y los Whitfield tenían dinero para ayudarlas. Había querido comentarlo desde hacía días, pero no estaba segura de cómo abordar la cuestión. Sin embargo, cada vez acudían a ella más personas, conocedoras de la estrecha relación que mantenía con los duques, rogándole que les ayudara. La mujer de las perlas, por ejemplo, había acudido a verla en dos ocasiones, lo mismo que otras muchas personas.
También había judíos que salían de sus escondites. Y mujeres que habían aceptado regalos caros de los nazis y que ahora temían conservarlos. Se pasaban joyas de unas manos a otras a cambio de vidas o de información para la Resistencia. Y Emanuelle quería ayudar a esas personas a venderlas. Ella también obtendría una ganancia, aunque relativamente pequeña. No quería aprovecharse de ellas, sino que sólo deseaba ayudarlas y obtener un pequeño beneficio. Pero Sarah seguía mirándola ahora, perpleja.
– Pero ¿qué podría hacer yo con las joyas?
Precisamente esa misma mañana había recuperado las suyas del escondite bajo las tablas de la habitación de Phillip.
– Ponérselas -contestó Emanuelle pizpireta. A ella misma le habría gustado llevarlas, pero todavía no podía permitirse el comprarlas. Quizá lo hiciera algún día-. También podría volver a venderlas. Hay muchas posibilidades, madame.
– Algún día serás una gran mujer -le dijo Sarah sonriendo.
Sólo les separaba seis años de edad, pero Emanuelle poseía un gran espíritu de supervivencia y de empresa, una forma de inteligencia que Sarah sabía le faltaba a ella. Lo que ella poseía era fortaleza interior y resistencia, algo muy diferente a lo que tenía Emanuelle: astucia.
– ¿Se lo preguntará a monsieur le duc? -le rogó a Sarah antes de que ésta saliera de la cocina con la bandeja del almuerzo para su esposo.
Sarah percibió en su voz un tono de ansiedad.
– Así lo haré -le prometió-, pero te aseguro que pensará que me he vuelto loca.
Curiosamente, al decírselo, él no pensó que estuviera loca. La miró divertido.
– Es una idea inteligente. Esa muchacha es extraordinaria ¿verdad? De hecho, se trata de una manera muy limpia y bonita de ayudar a la gente, proporcionándole dinero. Me gusta la idea. Hace poco estaba pensando en lo que podríamos hacer para ayudar a las gentes del lugar. -Sonrió con una mueca-. Pero ésa es una posibilidad. ¿Por qué no le dices a Emanuelle que no me parece del todo mal y vemos qué ocurre?
Lo que ocurrió fue que, tres días más tarde, sonó el timbre de la puerta principal del château, a las nueve de la mañana. Cuando Sarah bajó a abrir, se encontró con una mujer que llevaba un brillante vestido negro con aspecto de haber sido muy caro, unos zapatos gastados y un bolso Hermès que Sarah reconoció de inmediato. Pero no reconoció a la mujer.
– Oui?… ¿Sí? ¿En qué puedo ayudarla?
– En effet… je m 'excuse.… Yo…
Parecía asustada, y no dejaba de mirar por encima del hombro, como si temiera que alguien pudiera asaltarla. Al mirarla con detenimiento, Sarah sospechó que sería judía.
– Debo disculparme, pero… una amiga mía me ha sugerido… El caso es que tengo un grave problema, Su Gracia. Mi familia…
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y empezó a explicarse poco a poco. Sarah la invitó amablemente a entrar en la cocina y le ofreció una taza de té. Ella explicó que toda su familia había sido deportada a campos de concentración durante la guerra. Por lo que sabía, era la única superviviente. Había permanecido oculta durante cuatro años en un sótano, en casa de unos vecinos. Su esposo había sido médico, director de un importante hospital en París. Pero los nazis lo habían deportado, así como a sus padres, a sus dos hermanas e incluso a su propio hijo. Empezó a llorar de nuevo, mientras la propia Sarah trataba de contener las lágrimas. La mujer dijo que necesitaba dinero para encontrarlos. Quería viajar a Alemania y a Polonia, para visitar los campos y ver si podía encontrar alguna información sobre ellos entre los supervivientes.
– Creo que la Cruz Roja podría ayudarla, madame. En toda Europa hay organizaciones que se dedican a ayudar a la gente en casos como el suyo.
Sabía que William ya había donado bastante dinero a esa clase de organizaciones en Inglaterra.
– Quiero ir yo misma. Y algunas de las organizaciones privadas resultan muy caras. Y una vez que los encuentre o… -Apenas si pudo pronunciar las siguientes palabras-. Quiero ir a Israel. -Lo dijo como si aquélla fuera realmente la tierra prometida, y Sarah la comprendió. Entonces, la mujer extrajo dos cajas grandes del bolso-. Tengo algo que vender… Emanuelle me dijo que usted podría…, dijo que eran ustedes muy amables.
Y que su esposo era muy rico, aunque la señora Wertheim, que así se llamaba, fue lo bastante educada como para no decirlo. Lo que sacó del bolso eran dos cajas de Van Cleef, una que contenía un enorme collar de esmeraldas y diamantes, y la otra un brazalete a juego. Las joyas eran magníficas, impresionantes, y estaban hermosamente trabajadas.
– Yo… ¡Dios mío! ¡Son realmente hermosas! No sé qué decirle.
No se imaginaba a sí misma llevando una cosa así. Se trataba de piezas importantes y, desde luego, valdrían lo que ella quisiera pedir, pero ¿cómo podía fijarse un precio para algo así? Y, sin embargo, al mirarlas y por razones que no pudo explicarse, Sarah tuvo que admitir que la idea de comprarlas le parecía interesante. Nunca había poseído nada parecido. Y a la pobre mujer casi le temblaban las piernas, y rezaba para que se las compraran.
– ¿Me permite mostrárselas a mi marido? Sólo será un momento. – Subió la escalera con rapidez, llevando las dos cajas, y entró precipitadamente en el dormitorio-. No te lo vas a creer -exclamó con la respiración entrecortada-. Hay una mujer en la cocina que… -se interrumpió y arrojó el contenido de las cajas sobre el regazo de William-. Quiere vendernos esto.
Sacudió las magníficas esmeraldas y él emitió un silbido.
– Muy bonitas, cariño. Te sentarían muy bien en el jardín. Hacen juego con el verde…
– Esto es serio -dijo ella y le contó sucintamente la historia de la mujer de tal manera que él también sintió pena por ella.
– ¿No podemos darle un cheque? Me siento como un bribón quitándole estas preciosidades, aunque debo decir que tú estarías divina con ellas puestas.
– Gracias, mi amor. Pero ¿qué vamos a hacer con ella?
– Bajaré y yo mismo hablaré con esa mujer.
Ya se había afeitado y se había puesto los pantalones, la camisa y el batín. Había desarrollado una gran habilidad para vestirse, a pesar de sus limitaciones. Siguió a Sarah fuera del dormitorio y bajó la escalera por la rampa que habían construido exprofeso para él.
La señora Wertheim todavía les esperaba en la cocina, con aspecto de estar muy nerviosa. Se sentía tan asustada que casi se hallaba a punto de huir de allí sin las joyas, por temor a que ellos le hicieran algo horrible, pero Emanuelle había insistido en que se trataba de personas de categoría. La joven conocía a las personas que habían ocultado a la señora Wertheim en el sótano. Había contactado con ellas a través de la Resistencia.
– Buenos días -la saludó William con una sonrisa, y la mujer intentó relajarse mientras esperaba a saber lo que harían con sus piedras-. Temo no haber hecho nada parecido hasta ahora, y para nosotros resulta una novedad. -Decidió sacar de dudas a la mujer y abordar directamente el asunto. Ya había decidido que deseaba ayudarla-. ¿Cuánto pide por ellas?
– No lo sé. ¿Diez? ¿Quince?
– Eso es ridículo.
La señora Wertheim se estremeció y habló en un susurro.
– Lo siento…, ¿cinco?
Las habría vendido por casi nada de tan desesperadamente como necesitaba el dinero.
– Yo estaba pensando más bien en treinta. ¿No le parece razonable? Es decir, treinta mil dólares.
– Yo…, oh, Dios mío. -Empezó a llorar, incapaz de controlarse por más tiempo-. Que Dios le bendiga…, que Dios le bendiga, Su Gracia.
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