Se inclinó hacia él y se besaron. Poco después, terminaron de desayunar.
Esa tarde pasaron por la joyería, y las cosas parecían ir muy bien. Emanuelle les dijo que habían vendido otras seis piezas, algunas de las cuales eran bastante caras. También habían aparecido algunos curiosos para ver a las personas que iban, para observar las joyas y por la reputación. Acudieron dos hombres importantes para comprar algo, uno para su querida y el otro para su esposa. Y Emanuelle había quedado para cenar con el último. Se trataba de un alto funcionario del Gobierno, bien conocido por sus asuntos amorosos, increíblemente apuesto, y a Emanuelle le pareció que sería divertido salir con él, aunque sólo fuera por una vez. No haría daño a nadie. El era un hombre maduro y ella, desde luego, tampoco era una virgen.
William y Sarah se quedaron un rato para ver qué ocurría, y más tarde, aquella misma noche, regresaron en coche al château, todavía excitados por el éxito de la inauguración de Whitfield's. Esa misma noche, Sarah se sentó sobre la cama y empezó a dibujar las alhajas que quería encargar hacer. No podían contar con encontrar continuamente piezas fabulosas. Tenía la intención de asistir a algunas de las subastas en Nueva York, y en Christie's, en Londres. Y sabía que Italia era un lugar ideal para encargar la confección de joyas. De repente, se encontraba con mil cosas que hacer. Y siempre le pedía consejo a William, que tenía muy buen gusto y un juicio excelente.
En el otoño, sus esfuerzos empezaron a dar resultados. La joyería funcionaba extremadamente bien, ya se habían realizado algunos de sus diseños y Emanuelle le decía que la gente se volvía loca con ellos. Ella tenía muy buen ojo, y William conocía bien las piedras. Compraban con cautela, y ella siempre insistía en la mejor artesanía. Las sortijas parecían volar de la tienda, y en octubre ya se encontraba diseñando más, en la confianza de poder tenerlas para antes de Navidades.
Emanuelle se hallaba íntimamente relacionada con Jean-Charles de Martin, un alto funcionario del Gobierno, aunque la prensa no lo había descubierto todavía. Hasta el momento se habían comportado con una extremada discreción debido al cargo que él ocupaba en el Gobierno. Siempre se encontraban en el apartamento de ella.
Sarah apenas si podía creer lo muy ocupada que estaba. Acudían a París con mucha frecuencia, aunque todavía se alojaban en el Ritz, y no disponía de tiempo para buscar un apartamento. Antes de Navidades se encontraba completamente agotada. Habían ganado una fortuna con la tienda y William le había regalado una espléndida sortija de rubíes que había pertenecido a Mary Pickford. En Navidades se marcharon de nuevo a Whitfield, con la intención de traerse a Phillip con ellos a París, pero el muchacho les desilusionó al rogarles que le permitieran quedarse allí.
– ¿Qué vamos a hacer con él? -preguntó Sarah con tristeza, durante el vuelo de regreso a casa-. Es increíble pensar que nació en Francia y se crió aquí y, sin embargo, sólo desea estar en Inglaterra.
Era su único hijo y le producía un dolor insoportable la idea de perderlo. Por muy ocupada que estuviera, siempre había tenido tiempo para él; pero el muchacho no parecía tener interés por ellos, y lo único que significaba Francia para él eran recuerdos de los alemanes y los años de soledad pasados sin la presencia de su padre.
– Whitfield debe de habérsele metido en los huesos -dijo William para consolarla-. Lo superará. Sólo tiene diez años y desea estar con sus amigos. Dentro de unos pocos años se sentirá muy feliz de volver aquí. Puede ir a estudiar a la Sorbona y vivir en París.
Pero el muchacho ya hablaba de ir a estudiar a Cambridge, como su padre y, en cierto modo, Sarah tenía la impresión de que ya lo habían perdido. Todavía se sentía deprimida por ello en Año Nuevo cuando regresaron al château y pilló un molesto resfriado. Había pasado por otro el mes anterior, y se sentía increíblemente cansada después de todo lo que habían hecho hasta poco antes de Navidades.
– Tienes un aspecto lamentable -le dijo William cariñosamente al verla bajar por la escalera en la mañana de Año Nuevo.
Él ya estaba en la cocina, preparando el café.
– Gracias -dijo ella burlona.
Le preguntó entonces si Phillip no se sentiría más feliz en el château si compraran algunos caballos.
– Deja de preocuparte por él, Sarah. Los niños tienen que vivir sus propias vidas, independientes de sus padres.
– Pero si sólo es un niño -dijo ella con los ojos inesperadamente llenos de lágrimas-. Y es el único hijo que tengo.
Empezó a llorar de verdad, pensando en la pequeña niña que había perdido durante la guerra, aquella dulce niña que tanto había amado, mientras que ahora su hijo ya no parecía necesitarla para nada. A veces, al pensar en ello, sentía que se le desgarraba el corazón. Le parecía tan horrible que estuviera tan lejos de ella y que no tuviera más hijos. Pero no había vuelto a quedar embarazada desde que William regresó de Alemania. Los médicos aseguraron que era posible, pero no había ocurrido todavía.
– Mi pobre cariño -la consoló William sosteniéndola en sus brazos-. Es un niño malo por querer ser tan independiente.
El mismo nunca había logrado intimar mucho con su hijo, por mucho que lo había intentado. Pero había sido terriblemente difícil volver de la guerra, conocer a un hijo de seis años y entablar una relación con él a esas alturas. De alguna manera, William sabía que ya nunca podría intimar con su hijo. Y también se daba cuenta de que Phillip jamás le perdonaría su ausencia. Era como si lo acusara por haberse marchado al frente y no haber estado allí para él, del mismo modo que acusaba en su interior a Sarah por la muerte de su hermana. Nunca llegó a decirlo con esas palabras, pero William siempre tuvo la impresión de que ésos eran sus sentimientos, a pesar de que nunca se lo mencionó a Sarah.
Ahora, la hizo volver a la cama después de tomar una sopa caliente y un té, y ella permaneció acostada, llorando por Phillip, haciendo dibujos hasta que por fin se quedó dormida, mientras él subía de vez en cuando a ver cómo se encontraba. Sabía lo que le ocurría: que estaba completamente agotada. Pero cuando el resfriado le afectó al pecho, llamó al médico para que viniera a verla. Siempre se sentía preocupado por su salud. No podía soportar el verla enferma, como si tuviera miedo de perderla.
– Eso es ridículo. Me encuentro muy bien -objetó ella, tosiendo de un modo horrible, cuando le dijo que había llamado al médico.
– Quiero que te recete algo para esa tos, antes de que pilles una neumonía -dijo William con firmeza.
– Ya sabes que odio las medicinas -dijo ella quejosa.
Pero el médico acudió de todos modos. Era un atento anciano que había tenido abierta la consulta en otro pueblo. Se jubiló después de la guerra, y se portó muy amablemente, a pesar de que a ella le fastidiaba que hubiera venido, y le dijo una y otra vez que no necesitaba ningún médico.
– Bien sur, madame, pero monsieur le duc… No vale la pena preocuparlo -le replicó él muy diplomáticamente, ante lo que ella se tranquilizó mientras William abandonaba la alcoba para preparar otra taza de té.
Cuando regresó, encontró a Sarah muy sumisa y un tanto sonrosada.
– ¿Y bien? ¿Vivirá? -preguntó William al médico con burlona jovialidad.
El anciano sonrió y dio unas palmaditas en la rodilla de Sarah, levantándose para dejarlos a solas.
– Sin lugar a dudas, y espero que por mucho tiempo -contestó lisonjero. Luego se puso serio y añadió-: Sin embargo, se quedará en la cama hasta que se sienta mejor, n'est-ce pas?
– Sí, señor – contestó ella obedientemente.
William se preguntó qué habría podido ocurrir para que ella se mostrara sin causa aparente tan dócil. Todas sus objeciones habían desaparecido como por encanto y ahora parecía muy relajada y serena.
El médico no le había recetado ningún medicamento, por las razones que le explicó a ella mientras William estaba fuera de la habitación, pero le pidió que tomara sopas calientes y té y que siguiera con lo que tuviera entre manos. Una vez que se hubo marchado, William se preguntó si no sería demasiado viejo y no conociera bien su profesión. En estos tiempos se disponía de gran cantidad de fármacos para no terminar contrayendo una neumonía, o una tuberculosis, y no estaba seguro de que la sopa caliente fuera suficiente. Eso le hizo plantearse la idea de si no debería llevarla a París.
Al entrar en la habitación, la encontró tumbada en la cama, mirando ensimismada por la ventana. Acercó la silla de ruedas a la cabecera de la cama y le acarició la mejilla. Pero la fiebre había desaparecido, y sólo le quedaba aquella tos, lo que no dejaba de preocuparle.
– Quiero llevarte a París mañana mismo si no has mejorado para entonces -le dijo con serenidad.
Era demasiado importante para él como para arriesgarse a perderla.
– Estoy bien -dijo ella con una extraña mirada en los ojos que a él le hizo sonreír-. Estoy perfectamente bien…, sólo que me siento muy estúpida.
No se lo había imaginado ni ella misma. Había estado tan ocupada durante el último mes, que sólo pudo pensar en las fiestas, en Whitfield's, en las joyas y en nada más. Y ahora…
– ¿Qué significa eso? -preguntó él frunciendo el entrecejo y mirándola atentamente, mientras ella se incorporaba sobre la almohada con una sonrisa beatífica.
Se sentó en la cama y se inclinó hacia él, besándolo tiernamente a pesar del resfriado. Pero nunca le había amado tanto como en este momento, cuando le dijo:
– Estoy embarazada.
Por un instante, el rostro de William no expresó nada. Luego, se la quedó mirando, estupefacto.
– ¿Que estás qué? ¿Ahora?
– Acertaste -dijo ella con una expresión resplandeciente para luego dejarse caer de nuevo sobre las almohadas-. Creo que estoy de dos meses. Estaba tan absorbida por la tienda que me había olvidado por completo de todo lo demás.
– Santo Dios. -Casi pegó un salto en la silla de ruedas y, con una sonrisa de orgullo, le tomó los dedos entre los suyos, se inclinó y los besó-. Eres extraordinaria.
– Esto no lo he hecho yo sola, ¿sabes? Tú también has tenido que ayudar un poco.
– Oh, querida. -Se inclinó más hacia ella, sabiendo muy bien lo mucho que había deseado tener otro bebé, lo mismo que él. Pero ambos habían abandonado la esperanza después de los tres años transcurridos, al ver que no sucedía nada-. Espero que sea una niña – dijo en voz baja.
Sabía que ella también lo deseaba así, no para que ocupara el lugar insustituible de Lizzie, sino para establecer un cierto equilibrio con Phillip. William no había llegado a conocer a su hija, y ahora anhelaba tener una. En el fondo de su corazón, Sarah también confiaba que el nacimiento de una niña contribuyera también a curar las heridas de Phillip. Había amado tanto a Lizzie, y había sido tan diferente, tan arisco y distante desde que la perdieron.
William se incorporó sobre la silla de ruedas y se dejó caer en la cama, junto a Sarah.
– Oh, cariño, si supieras cómo te amo.
– Yo también te amo -le susurró ella, apretada contra él.
Y permanecieron así durante largo rato, pensando en lo felices que eran, y contemplando un futuro lleno de expectativas.
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