Juego Seductor
Capítulo Uno
Jesse King adoraba a las mujeres y ellas lo adoraban a él. Bueno, todas excepto una.
Jesse entró en Bella's Beachwear y se detuvo justo en el umbral de la puerta de la tienda. Observó el local, que tenía un aspecto de cuidada decadencia. Entonces, sacudió la cabeza al considerar la testarudez de las mujeres.
Le resultaba difícil creer que Bella Cruz prefiriera aquel decrépito agujero a lo que él le estaba ofreciendo. Había llegado a Morgan Beach, una pequeña ciudad costera del sur de California, hacía nueve meses. Compró varias de las ruinosas y eclécticas tiendas de la calle principal, reformó algunas, demolió otras y creó la clase de establecimientos y oficinas que conseguiría de verdad atraer a los compradores al centro de la ciudad. Todo el mundo se había mostrado encantado de firmar los contratos. Habían aceptado las ofertas que Jesse les había hecho con alegría apenas contenida y, la mayoría de ellos, le estaban alquilando pequeñas tiendas. Pero no Bella Cruz. Aquella mujer llevaba meses enfrentándose a él.
Había liderado una sentada tras conseguir que varios de sus amigos se plantaran delante de las apisonadoras durante toda una tarde. Había organizado una marcha de protesta por toda la calle principal, marcha que contaba con la participación de la propia Bella, cuatro mujeres, dos niños y un perro con tres patas. Al final, había recurrido a una vigilia a la luz de las velas en recuerdo de los edificios «históricos» de Morgan Beach.
La noche que se produjo la primera gran tormenta del verano, había cinco personas sentadas con velas en las manos frente a las oficinas de Jesse King. A los pocos minutos, estaban todos empapados, con las velas apagadas. Bella fue la única que se quedó de pie en la oscuridad, observándolo con desaprobación mientras él la miraba a ella a través de la ventana de su despacho.
– ¿Por qué se está tomando todo esto tan personalmente? -se preguntó. Jesse no había ido a Morgan Beach con la intención de arruinarle deliberadamente la vida a Bella Cruz.
Había acudido allí por las olas.
Cuando los surfistas profesionales dejaban de cabalgar las olas competitivamente, se instalaban donde pudieran estar en contacto con el mar a lo largo de todo el año. La mayoría terminaba en Hawai, pero, como oriundo de California, Jesse se había decidido por Morgan Beach. Toda su familia seguía viviendo aún en el Estado y Morgan estaba lo suficientemente cerca como para seguir en contacto con ellos, aunque lo bastante lejos de sus tres hermanos para no encontrarse con ellos constantemente. Quería mucho a su familia, pero eso no significaba que quisiera vivir justo a su lado. Por ello, había decidido construirse un pequeño reino allí, en aquella pequeña ciudad. Lo único que impedía que todo fuera absolutamente perfecto para él era Bella Cruz.
– El malvado terrateniente viene a gozar de sus posesiones -dijo una voz femenina, prácticamente en un susurro, desde algún lugar cercano.
Jesse se dio la vuelta y vio a la que era el objeto de sus pesadillas. Estaba agachada detrás del mostrador, colocando una vitrina en la que se exhibía una colección de gafas de sol, chanclas y bolsos de playa. Sus oscuros ojos castaños lo observaban con dureza,
– No está usted armada, ¿verdad? -le preguntó Jesse mientras se acercaba lentamente.
Bella se puso de pie y Jesse pudo contemplar el atuendo que llevaba puesto en aquella ocasión.
Medía aproximadamente un metro setenta, lo que estaba muy bien, porque a Jesse le gustaban las mujeres altas, lo suficiente para que no le entrara tortícolis con sólo besarlas. Por supuesto, no estaba pensando en besar a Bella. Se trataba solamente de una observación.
Tenía el cabello negro y ondulado, que le caía hasta media espalda, enormes ojos de color chocolate y una sugerente boca a la que Jesse aún no había visto esbozar una sonrisa. Era muy bonita. A excepción de la ropa.
Cada vez que la veía, parecía que Bella estuviera a punto de posar para la portada de El dominical los Amish, con amplias camisetas de algodón y largas faldas hasta el suelo. Le parecía bastante extraño que una mujer que se ganaba la vida vendiendo y diseñando trajes de baño femeninos tuviera el aspecto de no haberse puesto nunca una de sus propias creaciones.
– ¿Qué quiere, señor King?
Jesse sonrió con deliberación, ya que conocía bien el poder de su sonrisa. Pero parecía que a Bella no la impresionaba en absoluto.
– Quería decir que vamos a empezar a reformar este edificio el mes que viene.
– Reformar -repitió ella frunciendo el ceño-. ¿Se refiere a derribar paredes, levantar los suelos de madera y retirar las antiguas ventanas de plomo?
– ¿Qué tiene en contra de los edificios con buen aislamiento y buenos tejados?
Ella cruzó los brazos bajo el pecho y Jesse se distrajo durante un instante. Aparentemente, aquella mujer tenía por lo menos un lugar con buenas curvas.
– Yo no tengo goteras. Roben Towner era un excelente casero.
– Sí. Eso he oído. Repetidamente -suspiró.
– Usted podría aprender muchas cosas de él.
– Pues jamás se molestó en pintarle a usted la fachada de su tienda -replicó Jesse.
– ;Y por qué iba a hacerlo? -preguntó ella-. La pinté yo misma hace tres años.
– ¿Me está diciendo que usted eligió pintar la tienda de morado? ¿A propósito?
– Es lavanda,
– Morado.
Bella respiró profundamente y le dedicó una mirada incendiaria. Sin embargo, él estaba hecho de pasta muy dura. Era un King. Y los King no se amilanaban ante nadie.
– Usted no se quedará contento hasta que haya pintado todos los edificios de la calle principal de esta ciudad de beige con los bordes en color óxido, ¿verdad? -dijo ella-. Vamos a terminar vistiéndonos y caminando todos iguales.
– Por Dios, no… -dijo él mirando el atuendo que ella llevaba puesto. Bella se sonrojó levemente.
– Lo que quiero decir es que ya no existe la individualidad en esta ciudad. Morgan Beach solía tener personalidad.
– Y madera podrida.
– Resultaba ecléctico.
– Desastrado.
– Usted no es más que un tiburón de los negocios -lo acusó ella.
Jesse se quedó atónito de que alguien lo describiera de aquella manera. Esa jamás había sido su intención. Demonios, había hecho todo lo posible para escapar de la trampa en la que, tarde o temprano, parecían caer todos los King. El mundo de los negocios. De hecho, su apellido le había resultado un pesado lastre toda su vida.
Todos los King parecían estar encerrarlos en despachos. A Jesse no le importaba que dichos despachos fueran lujosos áticos. El jamás había querido tener nada que ver con ese mundo.
Había sido testigo de cómo sus tres hermanos se dejaban llevar por las preocupaciones del negocio familiar como si hubieran sido diseñados para aquella tarea. Incluso Justice, a pesar de ser dueño de un rancho, era ante todo un hombre de negocios. Sin embargo, él había decidido apartarse de todo aquello. Se había convertido en surfista profesional y había amado con todo su corazón aquella vida. Mientras que sus hermanos y primos iban vestidos con trajes y corbatas y no paraban de tener reuniones, él estaba viajando por todo el mundo, buscando la ola perfecta. Hacía las cosas a su modo. Vivía su vida como deseaba.
Así fue hasta que el fabricante de sus tablas de surf favoritas se fue a la quiebra hacía ya unos años. Jesse le compró la empresa porque quería tener acceso a las tablas que más le gustaban. Hizo lo mismo cuando encontró el traje de neopreno perfecto, y lo mismo con el bañador ideal. En poco tiempo, había hecho lo que se había prometido siempre que nunca haría: se había convertido en un hombre de negocios, en el presidente de King Beach, una compañía muy grande y diversificada centrada en la vida en la playa. Resultaba irónico que, precisamente lo que más le gustaba, hubiera terminado convirtiéndolo en lo que jamás había querido ser.
– Mire -dijo, apartando de sí aquellos pensamientos-, no tenemos por qué ser enemigos.
– Oh, sí, claro que sí.
Maldita fuera. Era muy testaruda. Durante diez años, había formado parte de la élite de su deporte. Había ganado cientos de competiciones. Había salido en anuncios de revistas y había celebrado fiestas con los famosos más glamurosos. El año anterior había sido nombrado el soltero más sexy de toda California. Tenía dinero, encanto y todas las mujeres que pudiera desear. Entonces, ¿por qué le torturaba el desprecio de Bella Cruz?
Porque ella lo intrigaba… y lo atraía. Algo que, en cierto modo, le resultaba familiar.
Contuvo el aliento. Entonces, apoyó las dos manos sobre el mostrador y la miró a los ojos.
– Se trata tan sólo de paredes y ventanas, señorita Cruz… ¿o puedo llamarla Bella?
– No, no puede. Y le aseguro que no se trata tan sólo de paredes y ventanas -dijo extendiendo los brazos como si estuviera físicamente tratando de abrazar el edificio entero-. Este lugar tiene historia. Toda la ciudad la tenía. Hasta que se presentó usted, claro está.
Bella le dedicó al mismo tiempo una mirada de hielo y fuego. Impresionante. Llevaba meses intentando ganarse a Bella Cruz. Todo habría sido mucho más fácil si ella hubiera accedido a una agradable relación laboral. Ella tenía amigos en Morgan Beach y era una empresaria de éxito. Además, maldita fuera, a las mujeres siempre les gustaba él.
– La historia de la ciudad sigue presente -afirmó Jesse-, junto con los edificios que no se vayan a desmoronar con la más mínima brisa.
– Sí, claro. Usted es un verdadero filántropo.
Jesse se echó a reír.
– Simplemente estoy tratando de dirigir un negocio -respondió. Inmediatamente se sintió horrorizado por las palabras que acababa de pronunciar. ¿Cuándo se había convertido en uno de sus hermanos? ¿O en su padre?
– No. Lo que está usted tratando de hacer es dirigir el mío.
– Créame si le digo que no tengo ningún interés en su empresa.
Mientras respondía, Jesse miró detrás de ella, donde colgaba de la pared uno de los trajes de baño a medida que diseñaba. Su empresa estaba dirigida a los hombres. Sabía perfectamente lo que un cliente estaba buscando, pero no tenía ni idea de lo que buscaban las mujeres y no ampliaría su negocio hasta que lo supiera. Aunque sus socios y sus empleados estaban tratando de convencerlo para que incluyera prendas femeninas entre sus productos, él se resistía. No sabía qué era lo que preferían las mujeres. Bella Cruz podía quedarse con la porción del mercado que le correspondía a las mujeres.
– Entonces, ¿qué hace aquí? Aún faltan tres semanas para que tenga que pagarle la renta.
– Qué afectuosa. Qué acogedora -replicó él. Aquella mujer estaba decidida a odiarlo. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y se dispuso a examinar lo que contenían las estanterías.
– Soy ambas cosas. Pero con mis clientes -le espetó Bella.
– Sí, ya se nota. La tienda está tan llena que casi no puedo andar.
Ella contuvo el aliento con aire digno.
– El verano ha terminado. Ahora las ventas bajan un poco.
– Qué raro. Todo el mundo dice que el negocio le va genial.
– ¿Acaso le preocupa la renta que tiene que cobrarme?
– ¿Debería preocuparme?
– No -respondió Bella rápidamente-. Tengo una clientela pequeña, pero leal.
– Hmm.
– Es usted imposible.
Al menos, eso fue lo que a Jesse le pareció que ella musitaba. Sonrió. Le agradaba saber que la estaba afectando tanto como ella a él.
Al otro lado, Morgan Beach seguía su curso. Era ya casi mediodía y los surfistas estaban dando el día por terminado, Jesse sabía bien que las mejores olas eran poco después del alba, antes de que hubiera demasiados niños, madres y aspirantes a surfistas con sus pequeñas tablas.
La gente estaba fuera, disfrutando del día, mientras él estaba en una tienda de ropa femenina, hablando con una mujer que bufaba cuando lo veía. Ahogó un suspiro de impaciencia.
Examinó la tienda. De las paredes de color crema colgaban trajes de baño y pósteres enmarcados de algunas de las mejores playas del mundo. El había cabalgado las olas en la mayoría de ellas. Durante diez años no había salido del agua. Se había dedicado a recoger trofeos, cheques y la atención que le dedicaban las bellas señoritas que seguían el circuito.
Un ocasiones, lo echaba de menos. Como en aquel instante.
– Bueno, dado que soy su casero, ¿por qué no tratamos de llevarnos bien?
– Usted sólo es mi casero porque los hijos de Roben Towner le vendieron este edificio cuando él murió. El me había prometido que no lo harían, ya ve -dijo, con la voz teñida de tristeza-. Me prometió que podría quedarme aquí otros cinco años.
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