– Eso no constaba en su testamento -le recordó Jesse mientras se volvía para mirarla-. Sus hijos decidieron vender. Eso no es culpa mía.
– Por supuesto que lo es. ¡Les ofreció una pequeña fortuna por este edificio!
– Sí. Fue un buen negocio -replicó él con una sonrisa.
Bella ahogó un suspiro. Jesse King era el dueño del edificio, a pesar de las promesas de Robert.
Robert Towner fue un encantador anciano que había sido como su padre. Tomaban café todas las mañanas y cenaban al menos una vez por semana. Bella lo había visto con más frecuencia que sus hijos y había esperado comprarle el edificio algún día. Desgraciadamente, Robert murió en un accidente de coche hacía ya casi un año y no había hecho disposición alguna para ella en su testamento.
Aproximadamente un mes después de la muerte de Robert, sus hijos le vendieron el edificio a Jesse King. A Bella le preocupaba su futuro desde entonces. Robert le había mantenido el alquiler bajo para que ella pudiera mantener su tienda en un lugar tan privilegiado. Sin embargo, estaba convencida de que Jesse King no iba a hacer lo mismo.
El estaba realizando «mejoras» por todas partes y no tardaría en subir los alquileres para sufragarlas. Eso significaba que ella tendría que dejar la calle principal de Morgan Beach y perdería al menos un cuarto de su volumen de negocios, dado que muchos de sus clientes eran personas que iban o venían de La playa.
Jesse King lo iba a estropear todo, como había hecho tres años atrás. Él no recordaba nada. Canalla.
Bella necesitaba desesperadamente darle una patada a algo, preferentemente a su nuevo casero. Jesse King esperaba que el mundo girara o se detuviera cuando él lo deseara. El problema era que, la mayoría de las veces, conseguía plenamente sus propósitos.
El la miró por encima del hombro y sonrió.
– Le resulto muy irritante a nivel personal, ¿verdad? Es decir, hay algo más que el hecho de que yo me haya hecho con todos los locales de la calle principal de esta ciudad, ¿no es así?
Así era. El hecho de que Jesse ni siquiera supiera la razón por la que lo odiaba tanto le resultaba aún más irritante. No podía ser ella quien le recordara lo que, evidentemente, había olvidado.
– ¿Que es lo que quiere, señor King?
El frunció ligeramente el ceño.
– Bella, nos conocemos desde hace demasiado tiempo como para andarnos con tanta ceremonia.
– No nos conocemos en absoluto -lo corrigió ella.
– Y sé que adoras tu tienda -dijo él, y regresó al mostrador. Y a ella.
¿Por qué tenía que oler tan bien? ¿Por qué tenían que ser sus ojos tan azules como el profundo océano? ¿Y acaso era necesario que se le formaran hoyuelos en las mejillas cuando sonreía?, se preguntó Bella.
– Aquí tienes cosas muy bonitas -comentó él, mirando la vitrina que ella había estado colocando-. Tienes buen ojo para el color. Creo que tú y yo nos parecemos mucho. Mi empresa manufactura trajes de baño. La tuya también.
Bella se echó a reír.
– ¿Qué te resulta tan divertido? -preguntó él frunciendo el ceño.
– Oh, nada -respondió mientras apoyaba las manos sobre el cristal de la vitrina-. Simplemente, mis trajes de baño están manufacturados por mujeres locales a partir de tejidos orgánicos y los suyos los cosen niños encorvados sobre sucias mesas de talleres clandestinos.
– Yo no tengo talleres clandestinos -le espetó él.
– ¿Está seguro?
– Sí, claro que lo estoy. Y no he venido a esta ciudad para saquear y quemar.
– Ha cambiado el aspecto del centro de esta ciudad en menos de un año.
– Y las ventas al por menor han subido un veintidós por ciento. Sí, claro, deberían fusilarme.
Bella estaba a punto de explotar
– En esta vida hay algo más que los beneficios.
– Sí. Está el surf. Y el sexo de calidad -replicó él con una sonrisa.
Bella jamás dejaría que supiera lo mucho que la afectaban aquella sonrisa y los encantadores hoyuelos, como tampoco la mención al sexo. A Jesse King no le costaba encontrar mujeres. Había aprendido la lección tres años atrás, cuando ella se convirtió en una de sus admiradoras.
La World Surf se había celebrado en la ciudad y Morgan Beach llevaba una semana de celebraciones. Una noche, Bella estaba en el muelle cuando Jesse King se le acercó. En aquella ocasión, también le había sonreído. Y había flirteado con ella. La besó a la luz de la luna y la llevó al pequeño bar que había al final del muelle. Allí, ambos tomaron demasiadas Margaritas.
Admitía que se había sentido halagada por las atenciones que le dedicó. Era guapo. Famoso. Además, le había parecido que, bajo tanta sofisticación, había un buen chico.
Aquella noche, pasearon por la arena hasta que el muelle y la playa quedaron muy atrás. Entonces, se quedaron de pie frente al océano y observaron la luna llena sobre las olas.
Cuando Jesse la besó. Bella se dejó capturar por la magia del momento y por la delirante sensación de sentirse deseada. Hicieron el amor sobre la arena, con la brisa del mar refrescándoles la piel y el pulso del océano como música de fondo.
Bella creyó alcanzar las estrellas, pero al día siguiente, él se marchó, bajo la dura luz del día. Había querido hablar con él sobre lo ocurrido, pero Jesse se limitó a decirle que se alegraba de verla y pasó a su lado sin decir nada más. Bella se quedó tan sorprendida que no pudo ni gritarle.
Volvió a mirarlo fijamente en el interior de su tienda. Sin poder evitarlo, recordó cada minuto de la noche que pasaron juntos y la humillación que había sentido al día siguiente. Pero ni siquiera eso borró los maravillosos recuerdos que tenía de haber estado entre sus brazos.
No le gustaba saber que una noche con Jesse le había cerrado la puerta con otros hombres, pero mucho menos le agradaba que él siguiera sin recordarla. Pero, ¿por qué iba a hacerlo?
No volvería a caer en el mismo error. Todo el mundo cometía equivocaciones, pero sólo los idiotas tropezaban sobre la misma piedra una y otra vez. Respiró profundamente y dijo:
– Mire, no hay razón para seguir discutiendo. Usted ya ha ganado y yo tengo un negocio del que ocuparme. Por lo tanto, si no ha venido aquí para decirme que se va a deshacer de mí, tengo que volver a mí trabajo.
– ¿Deshacerme de ti? ¿Y por qué iba a hacer eso?
– Es el dueño del edificio y yo he intentado librarme de usted desde hace unos meses.
– Sí-dijo él-, pero como ya has señalado, yo he ganado esa batalla. ¿De qué me serviría echarte?
– Entonces, ¿por qué está aquí?
– Para informarte de la próxima reforma de esta tienda.
– Bien. Ya lo sé. Muchas gracias. Adiós.
Jesse volvió a sonreír, lo que le provocó un vuelto en el estómago.
– ¿Sabes una cosa? Cuando una mujer no me tiene simpatía, tengo que descubrir por qué.
– Ya le he dicho por qué.
– Hay mucho más de lo que me has dicho -afirmó mirándola fijamente-. Y lo averiguaré.
Capítulo Dos
Jesse no comprendía por qué estaba aún pensando en Bella. Por qué el aroma que emanaba de su cuerpo todavía lo perseguía. Por qué una mujer mal vestida con unos ojos mágicos seguía turbándolo horas más tarde.
– Según nuestros datos, los artículos de playa de las mujeres se venden dos veces más que los de los hombres -dijo Dave.
Jesse interrumpió sus pensamientos y se reclinó sobre la butaca de su escritorio.
– Dave, ya le lo he dicho. No tengo ningún interés en las mujeres, al menos en lo que se refiere a lo que se vende en mis tiendas -añadió con una sonrisa,
– Pues te estás perdiendo un filón -se apresuró a decirle Dave, que era calvo y bajito-. Sí pudieras dedicarme un minuto de tu tiempo, podría demostrarte a lo que me refiero.
Dave Michaels era el director de ventas de King Beach y siempre estaba tratando de convencerlo para que pensara en la diversificación. Sin embargo, Jesse tenía una política muy firme; sólo vendía productos que conociera y utilizara personalmente. Como miembro de la familia King, había aprendido muy pronto que el éxito se basaba en adorar lo que uno hace. En conocer el negocio mejor que nadie, A pesar de que sabía que Dave no iba a hacerle cambiar de opinión, sabía también que no se rendiría hasta que hubiera tenido oportunidad de explicarse.
– Está bien, tú dirás-dijo Jesse.
Se puso de pie porque odiaba verse atrapado tras un escritorio. Aunque era una elegante y ligera combinación de cromo y cristal, el mueble siempre le recordaba a su padre, atrincherado tras un enorme escritorio y diciéndoles a sus hijos que se fueran a jugar porque él estaba demasiado ocupado para hacerlo con ellos.
Molesto por esos recuerdos, comenzó a recorrer su despacho. Contempló con gesto ausente las estanterías, repletas de los trofeos que había ganado a lo largo de los años. De las paredes colgaban fotos enmarcadas de él compitiendo, de sus playas favoritas y retratos de su familia. Su tabla de la suerte estaba en un rincón y desde las ventanas que había detrás de su escritorio se dominaba una hermosa vista de la calle principal de la ciudad y del océano a sus espaldas.
Como si necesitara esa unión con el océano que tanto amaba, Jesse se acercó a las ventanas y fijó la mirada en el agua. La luz del sol se reflejaba en el mar e iluminaba a los afortunados que estaban esperando la siguiente ola subidos en sus tablas. Allí era donde él debería estar. Se preguntó cómo había pasado a los despachos, terminando exactamente como su padre.
Sus hermanos seguramente se estaban riendo a carcajadas con sólo pensarlo.
– Aquí en la ciudad hay una tienda con la clase de productos que nosotros deberíamos estar vendiendo -decía Dave.
Jesse casi no lo oía. Estaba dispuesto a hacer el trabajo que se había creado para sí mismo, pero eso no significaba que fuera lo que más le gustara de su vida. Al contrario que el resto de su familia, Jesse se consideraba el polo opuesto a un King. Le gustaba el dinero, pero no vivía para trabajar. El trabajo era sólo eso: trabajo, y le permitía hacer lo que quería. Disfrutar de la vida. Surfear. Salir con hermosas mujeres. No iba a terminar como su padre, un hombre que lo había dedicado todo a la familia King y que jamás había vivido.
– Si quisieras mirar estas fotografías, estoy seguro de que comprenderías que los productos de esa mujer serían un complemento perfecto para King Beach.
– ¿Los productos de esa mujer?
– Sé que no quieres añadir artículos femeninos a la línea, pero si quisieras echarles un vistazo…
Jesse lanzó una carcajada.
– No te rindes nunca, ¿verdad, Dave?
– Nunca cuando sé que tengo razón.
– Deberías haber sido un King -de mala gana, tomó las fotografías que le estaba ofreciendo. Cuanto antes terminara de trabajar, antes podría estar bajo la luz del sol-. ¿Qué es lo que estoy viendo aquí? -añadió mientras ojeaba las fotografías en color que Dave le había dado. Bañadores. Biquinis. Vestidos de playa. Todo era muy bonito, pero no comprendía la emoción de Dave.
– Estos trajes de baño -dijo Dave- son cada vez más populares. Están manufacturados con tejidos ecológicos y las mujeres que los compran aseguran que no hay nada igual.
De repente, Jesse tuvo un mal presentimiento.
– El mes pasado, hubo una reseña en la revista del dominical y, por lo que me están contando, sus ventas suben como la espuma.
Oh, sí. El presentimiento se iba haciendo cada vez peor. Estudió las fotos más cuidadosamente y vio que algunos trajes de baño le resultaban familiares. De hecho, había visto algunos colgados de una pared de una destartalada tienda de la calle principal aquella misma mañana.
– ¿Estás hablando de una tienda que se llama Bella’s Beachwear?
– ¡Sí! -exclamó Dave con una sonrisa mientras señalaba una fotografía-. Mi esposa se compró ese biquini rojo cereza la semana pagada. Me ha dicho que es el más cómodo y que mejor le ha sentado de todos los que se ha comprado en su vida. Me preguntó por qué nosotros no ofrecemos este tipo de cosas.
– Me alegro mucho de que tu mujer esté contenta con sus compras.
– No se trata sólo de mi mujer-lo interrumpió Dave con los ojos brillándole de entusiasmo-. Desde que trasladamos el negocio a Morgan Beach, de lo único que he oído hablar ha sido de Bella Cruz. Sé que hay mujeres que vienen aquí desde muy lejos para comprar sus trajes de baño. Uno de nuestros chicos de contabilidad hizo una proyección. Si uniéramos nuestra línea a la suya, el negocio de esa mujer subiría como la espuma. Por supuesto, no hay ni siquiera que decir lo mucho que su línea influiría en las ventas de King Beach.
Jesse sacudió la cabeza. Aunque apreciaba la importancia de los márgenes de beneficio más altos, tenía su propio plan para su negocio. Cuando decidiera acometer las prendas femeninas, lo haría a su modo.
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