Alzó los brazos y exclamó:

– ¡Llamadme Jube, muchachos!

Se echó hacia adelante con los brazos extendidos, permitiendo que dos caballeros la agarraran y la depositasen en el suelo. Cuando aterrizó, les dejó los brazos en los hombros y les frotó los músculos con aire de aprobación:

– Caramba, adoro a los hombres fuertes… y corteses -ronroneó, con voz gatuna-. Ya veo que vamos a llevarnos muy bien. -Les dio sendas palmadas-. ¿De quién estoy colgada aquí?

– Mort Pokenny -respondió el sujeto de la izquierda.

– Virgil Murray -respondió el de la derecha.

– Bueno, Mort, Virgil, quiero presentaros a nuestro amigo Marcus Delahunt. Marcus toca el banjo. Es el peor intérprete de este lado de New Orleans.

El último en bajar del tren llevaba el estuche de un banjo y un panamá de paja con una ancha banda negra. En el rostro juvenil una sonrisa feliz revelaba un diente torcido, que no hacía más que añadirle encanto. Los ojos azules, separados en el rostro claro enmarcado por el cabello rubio oscuro. Si bien no era un rostro especialmente masculino con el cutis rosado y las patillas rubias escasas, este detalle se olvidaba al ver la expresión de abierto hedonismo. De pie, con una mano de dedos largos en la barandilla y la otra en el estuche del banjo, sonreía y asentía en silencio.

– Marcus no puede decir una palabra, pero oye mejor que un perro dormido, y es más astuto que todos nosotros juntos, así que no quisiera sorprenderos tratándolo como a un tonto.

Los hombres lo saludaron pero, de inmediato, volvieron a interesarse en las mujeres.

– Muchachos, ¿qué hacéis aquí para divertiros? -preguntó Ruby.

– No mucho, señorita. Últimamente, esto está un poco aburrido.

La muchacha lanzó una risa gutural.

– Bueno, nosotras vamos a solucionar eso, ¿no es así, chicas?

Jubilee echó un vistazo a la estación y les preguntó a Mort y a Virgil:

– ¿Visteis al bandido de Gandy por aquí?

– Sí, señora, está…

– Basta de tanto «señora», Virgil. Llámame Jubilee.

– Sí, señora, señorita Jubilee. Scotty está en el Gilded Cage.

Jube hizo un gesto con la mano, y fingió un mohín contrariado:

– ¡Ese hombre es imposible… nunca está cuando se lo necesita! Bueno, vamos a necesitar unos brazos fuertes. Trajimos algunas cosas que tenemos que llevar a la taberna de Gandy. ¿Queréis echarnos una mano, muchachos?

Seis varones tropezaron entre sí, empujando para ser los primeros.

– ¿Dónde está su carro, señor Jessup?

– ¡Ya llega!

Jubilee hizo una seña con el hombro y condujo al grupo hacia el vagón de carga, en la cola del tren. Ya estaban abriendo las puertas corredizas. El jefe de cargas estaba a un costado, mirando hacia adentro y rascándose la cabeza.

– Es lo más raro que he visto nunca -comentó-. ¿Qué diablos harán con un montón de basura como éste?

– ¡Iuujuu! -le gritó Jubilee, agitando la mano.

El jefe de cargas alzó la vista y vio al grupo que avanzaba.

– ¿No hubo problemas?

– No -respondió-. Pero, ¿qué demonios van a hacer con esto?

Jubilee, Pearl y Ruby y sus ansiosos acompañantes llegaron hasta la puerta abierta del vagón de carga. Llegó Jessup con la carreta. Jube puso los brazos en jarras y le guiñó un ojo al anciano jefe.

– ¡Ven una noche al Gilded Cage, y lo descubrirás, cariño! -Se dirigió a los otros-: ¡Caballeros, carguemos esta cosa y vayamos a la taberna Gandy!


Un rato después, Violet estaba arreglando la parte delantera del negocio cuando miró por la ventana y chilló:

– ¡Agatha, Agatha, ven aquí!

La aludida alzó la cabeza y preguntó:

– ¿Qué pasa, Violet?

– ¡Ven aquí!

Antes de llegar a la tienda, Agatha oyó la música del banjo que llegaba de afuera. Era un tibio día de primavera y la puerta de la tienda estaba abierta, sujeta por un ladrillo.

– ¡Mira! -exclamó Violet, señalando a la calle.

Agatha se levantó con calma.

Otra entrega para la taberna de al lado. Un vistazo le hizo comprender que tendría que ordenarle a Violet cerrar la puerta, pero ella misma sintió curiosidad por la escena de afuera.

La carreta de Joe Jessup se acercaba por la calle, cargada de hombres enfervorizados, tres mujeres alegres y la jaula para pájaros más enorme que Agatha hubiese visto jamás. Se alzaba poco menos de dos metros, y estaba hecha de un resplandeciente metal dorado que atrapaba el sol del mediodía y lo reflejaba.

Colgado del techo en forma de cebolla, pendía un columpio dorado y encaramada a él, una extravagante dama vestida de blanco. Otra, de rosado heliotropo, estaba sentada a la cola de la carreta entre Wilton Spivey y Virgil Murray, los tres balanceando las piernas y siguiendo el ritmo de la música. La tercera mujer, parecida a una abeja con su piel oscura y vestida de amarillo, estaba sentada en el regazo de Joe Jessup, que conducía la carreta. El que tocaba el banjo estaba de pie detrás de ellos, y se movía de un lado al otro al ritmo de la canción. La carreta estaba llena de gente arracimada alrededor de la jaula y, como la Flauta de Hamelín, había atraído a una fila de chicos y jóvenes de ojos brillantes que, abandonando los escritorios y los mostradores, querían participar de la música y echar un vistazo a esas mujeres de vestimentas sorprendentes. Mientras se acercaban por la calle, toda la troupe cantaba alegremente:

Chicas de Buffalo, por qué no salen esta noche,

Salen esta noche, salen esta noche, Chicas de Buffalo,

por qué no salen esta noche,

Y bailan bajo la luna.

Agatha hizo un gran esfuerzo para criticarlos, pero no pudo. Más bien, se sintió atrapada por la envidia. ¡Ah, ser joven, atractiva, y sin los escrúpulos del pudor…! ¡Poder ir por la calle en una carreta, a pleno día, cantando a voz en cuello hacia el cielo y riendo! ¿No tendría que tener todo el mundo cuando menos un recuerdo semejante en la vida? Pero en la de Agatha no había ninguno.

Lo máximo que pudo hacer para participar fue llevar el ritmo de la música con la mano contra el muslo. Pero cuando advirtió lo que estaba haciendo, se detuvo.

Cuando el carro pasó delante de la tienda, vio mejor a la mujer de blanco. Era lo más hermoso que había visto jamás. Rostro delicado con ojos rasgados, y la sonrisa del mismo Cupido. Y sabía elegir un buen sombrero. Llevaba uno de moda durante la guerra, de los que llamaban «tres plantas y sótano». Era exquisito: alto pero bien equilibrado, adornado con un costoso airón de plumas. Aunque la mujer se balanceaba en la hamaca, el sombrero se mantenía firme.

– Mira ese sombrero blanco -musitó.

– Míralos todos -repuso Violet.

– Buenos sombreros.

– Los mejores.

– Los vestidos, también.

– Pero mira, Agatha: no llevan polisones.

– No.

Agatha las envidió por no tener que colgarse tantos kilos de metal todas las mañanas en las caderas.

– Pero tienen mucho pecho. Tt-tt.

– Estoy segura de que son mujeres de la vida.

Eso la entristeció. Tanta promesa brillante quedaría en nada. Toda esa belleza juvenil se marchitaría antes de tiempo.

La carreta se detuvo delante de la taberna. Mort Pohenny abrió la puerta de la jaula y la mujer de blanco salió. Con los brazos en jarras, gritó hacia las puertas vaivén:

– ¡Eh, Gandy!, ¿no mandaste a buscar a tres bailarinas a Natchez?

El propio Gandy se materializó, rodeado de los empleados, todos saludando, acercándose a las mujeres, estrechando sus manos sobre el costado del carro con las del músico. Pero Agatha sólo veía a la mujer de blanco, en lo alto de la carreta, y al hombre de negro, debajo de ella. Este enganchó una bota en un rayo de la rueda y se echó atrás el sombrero. En medio del barullo, sólo tenían ojos uno para la otra.

– Ya era hora de que llegaras, Jube.

– Llegué tan pronto como pude. Pero les llevó un mes hacer la maldita jaula.

– ¿Eso fue todo?

Rió y se le formaron los hoyuelos.

– No echaste de menos a la vieja Jube, ¿no?

Gandy echó la cabeza atrás y rió.

– Nunca. Estuve muy atareado instalando el local.

Jubilee miró hacia la acera.

– ¿Dónde está ese pueblo lleno de vaqueros que me prometiste, entre los que podría elegir?

– Ya vendrán, Jube, ya vendrán.

Volvió la mirada a Gandy y los ojos le brillaron de lujuria e impaciencia.

– ¿Te quedarás ahí, parado, todo el día, o ayudarás a esta dama a bajar?

Sin aviso, se arrojó por el costado, volando con los pies y los brazos en el aire, sin dudar ni un instante de que un par de brazos fuertes estarían listos para recibirla. Lo estaban. En cuanto Gandy la atrapó, estaban besándose audazmente, sin hacer caso de los aullidos y silbidos de alrededor. La muchacha le rodeó los hombros con los brazos y devolvió el beso con total despreocupación por el espectáculo que estaban dando. El beso terminó cuando el sombrero del hombre comenzó a caerse. Jube se lo arrebató de la cabeza y los dos rompieron a reír, mirándose a la cara. La muchacha le encasquetó el sombrero sobre el grueso cabello negro y lo bajó bien hacia adelante.

– Y ahora, bájame, dandi rebelde. Ya sabes que tengo que saludar a los demás.

Contemplándolos, Agatha sintió una extraña sensación en el estómago, al ver que los ojos negros de Gandy se regodeaban en los bellos ojos pintados de la muchacha y que la sostenía un momento más. Al mirarlos, se adivinaba cuánto disfrutaban estando solos. Entre ellos circulaba una corriente de malicia y placer, que hasta se percibía en el diálogo. ¿Cómo aprendía una mujer a comportarse así con un hombre? Nunca en su vida Agatha había estado en la misma habitación con un hombre sin sentirse enferma de inquietud. Ni conversó con ninguno sin tener que esforzarse por encontrar un tema. Y, por supuesto, saltar por el costado de una carreta constituiría poco menos que un milagro.

Gandy bajó a Jubilee y saludó a las otras.

– Ruby, preciosa, eres un regalo para los ojos. -Le dio un beso en la mejilla-. Y tú, Pearl, antes de que termine la temporada, destrozarás muchos corazones en Proffitt. -También ella recibió un beso en la mejilla. A continuación, apoyó las manos sobre los hombros del joven del banjo y lo miró en los ojos-. Hola, Marcus. Me alego de verte otra vez. -El muchacho sonrió. Hizo un gesto como de pulsar las cuerdas del instrumento y arqueó las cejas-. Es cierto -respondió Gandy-, es bueno para el negocio. Ya habéis provocado agitación en todo el pueblo. Esta noche, se amontonarán en la puerta.

Gandy se volvió otra vez hacia Jubilee y se quitó la chaqueta.

– Toma. Tenla un minuto.

Le guiñó un ojo y Agatha vio que la mujer se llevaba la Chaqueta al pecho y hundía la nariz en el cuello. Pareció un gesto tan íntimo que sintió pudor. No entendía cómo una mujer podía extasiarse así con el olor a cigarro.

– Vamos a entrar esto, muchachos.

Gandy saltó sobre la carreta y, con ayuda de otros cinco, alzaron la jaula. Agatha vio que el chaleco de satén negro se tensaba sobre los hombros, y los antebrazos se endurecían al alzar el artefacto. Si bien no era demasiado musculoso, tampoco era débil. Pero tenía músculos en todos los lugares donde un hombre debía tenerlos; le bastaban para hacerse cargo de una mujer impulsiva que se arrojaba en sus brazos, o de una irritante que organizaba una unión local por la templanza. Recordó la noche anterior, en la cima de la escalera: ¿habría pensado en empujarla o no? A plena luz del día, viéndolo trabajar al sol, no parecía capaz de algo tan malévolo. Quizá sólo fue su propia imaginación.

El grupo sacó la pesada jaula de la carreta, la subió por los escalones de la acera y la entró en la taberna. Los siguieron las mujeres y los curiosos, y en la calle sólo quedaron los niños. Violet y Agatha se metieron otra vez en la tienda, aunque seguían oyendo los alegres parloteos y alguna que otra carcajada.

– Así que, ésas son Jubilee y las Gemas.

– Qué nombres tan adorables: Jubilee, Ruby, Pearl.

Aunque Agatha pensó que eran nombres inventados, se reservó la opinión.

– Así que, a fin de cuentas, trajo a las reinas de la noche…

– De eso no estamos seguras.

– Violet, llevan kohl en los ojos, carmín en los labios, y exhiben los pechos.

– Sí -admitió Violet, muy decepcionada-. Tal vez tengas razón. -De súbito, se iluminó-. ¡Pero, claro! -Suspiró, con expresión arrobada-. ¿Qué me dices del modo en que el señor Gandy besó a la llamada Jubilee?

– ¿No te pareció un poco desvergonzado hacer eso así, en medio de la calle?

– Quizás, un poco. Pero aun así estoy celosa.

Agatha rió y sintió un impulso de cariño hacia Violet: era tan directa. Y sincera, a su manera. ¿Cómo era posible que no hubiese encontrado a un sinvergüenza joven que la besara en mitad de la calle, en primavera?