– ¿Te refieres a la joven señora Gandy, o a la vieja?
– La vieja. La joven era demasiado frivola para coser. -La negra dirigió a la blanca una mirada significativa-. Era como tú, Jube.
Las tres rieron de buena gana.
Violet equivocó una puntada al oír mencionar a la joven señora Gandy.
– ¿Waverley? -sondeó.
– La plantación Waverley, allá en Columbus, Mississippi, donde creció el señor Gandy.
– ¿Quiere decir que nuestro patrón creció en una plantación?
La imaginación romántica de Violet se expresó con claridad en sus ojos.
La voz algo áspera de Ruby recordó:
– La más hermosa que se haya visto. Grandes columnas blancas en el frente, una enorme y ancha galería. Y campos de algodón alrededor, tan extensos que un zorro no podía recorrerlos en una mañana fría. Y el río Tombigbee que los cruzaba. Ese lugar era glorioso.
Se despertó el interés de Agatha, pero dejó que Violet hiciera las preguntas.
– ¿Quiere decir que él era el dueño?
– El padre, el viejo señor Gandy. Ahora él está muerto, y la esposa también. Pero eran unos blancos tan buenos como es posible. Mi mamá y mi papá eran esclavos del viejo señor Gandy. Antes de la guerra, yo también. Yo, Ivory y el patrón, nacimos todos en Waverley. Corríamos descalzos por ahí juntos, pelábamos nueces de pecana, nadábamos desnudos en el río. ¡Ah, qué tiempos! Claro que eso fue antes de la guerra.
Agatha trató de imaginar a Gandy de niño corriendo desnudo con un par de chiquillos negros, pero el cuadro no cuajó. Más bien, lo vio con un cigarro en la boca y un vaso de whisky en la mano.
Violet sintió tanta curiosidad que se sentó en el borde de la silla.
– ¿Qué sucedió con Waverley?
– Sigue ahí. La guerra no pasó por Columbus. Lucharon en los alrededores, pero ahí no. Todas las grandes mansiones permanecen intactas.
– Waverley -repitió Violet, soñadora-. Qué nombre tan romántico.
– Sí, señora.
Por mucho que lo intentó Agatha no pudo contener la curiosidad:
– ¿Quién es el dueño?
– Él, el patrón. Pero sólo fue una vez después de la guerra. Supongo que encontró demasiados fantasmas.
– ¿Fantasmas?
Los ojos de Violet se dilataron.
– La joven señora Gandy… y la pequeña.
La aguja de Agatha se inmovilizó y miró a Ruby por encima del satén:
– ¿Tenía esposa… y una hija?
Ruby asintió, sin levantar la vista de la costura.
– Murieron. Las dos, y después de la guerra. Pero él no llegó a tiempo a la casa para verlas una vez más.
Por la mente de Agatha cruzó raudo el pensamiento de que otros hombres se habían hecho libertinos por motivos mucho menores. Aun así, era una pena. A fin de cuentas, era joven.
Violet quedó tan atrapada con la historia que tuvieron que recordarle la costura. Pero siguió preguntando:
– ¿Cómo murieron?
Ruby alzó un instante la vista, y sus dedos siguieron moviéndose.
– Si lo supiera, volvería, pero nadie lo sabe con certeza. Las encontraron en el camino, en la mitad del trayecto hacia el pueblo yaciendo boca arriba en la carreta, y la mula ahí, entre las varas, esperando a que la hicieran andar. Cuando el joven señor Gandy volvió, ellas ya estaban enterradas dentro de la cerca de hierro negro al otro lado del camino, entre su mamá y su papá.
– Oh, pobre hombre -se condolió Violet.
Ruby asintió.
– Se marchó a luchar contra los yanquis y cuando volvió no encontró más que a unos pocos negros tratando de arañar unas coles verdes de los campos de algodón agotados. -Movió la cabeza con pesadumbre-. La segunda vez se fue para no volver jamás.
– ¿Y la llevó con él?
– ¿A mí? -Ruby levantó la mirada, sorprendida y rió con su risa de contralto-. No, a mí no. Yo soy una negra encopetada. Cuando dijeron que era libre, me fui a la ciudad, a Natchez. Pretendía vivir a mi capricho y llevar una vida fácil hasta que la carroza viniera a buscarme. -Rió otra vez, con cierta amargura-. Terminé en los barcos fluviales, complaciendo a los señores. Ya no espero ninguna carroza -concluyó, realista.
Para sorpresa de Agatha, Jubilee se inclinó y apoyó su mejilla blanca contra la negra de Ruby.
– Vamos, Ruby, eso no es cierto. Eres una buena mujer. La mejor. ¡Mira lo que hiciste por mí! Y por Pearl, también. ¿No es cierto, Pearl?
Pearl dijo:
– Escucha a Jube, Ruby.
Ruby siguió cosiendo, con las cejas como alas levantadas, como si ella supiera de qué hablaba.
– No fui yo la que lo hizo. Fue él.
– ¿Él? -Los ojos de Violet chispearon de interés-. ¿Quién?
– El joven señor Gandy, él. -Mientras continuaba la historia, Ruby cosía sin parar, la vista en la labor-. Se puso a apostar en los barcos fluviales y se enteró de que Ivory y yo trabajábamos en el Delta Star, en las afueras de Natchez. Yo estaba haciendo lo que estaba haciendo, e Ivory era estibador, «gallo», le decían. «Eh, gallo, tendremos que hacer dos viajes con esta carga», y los pobres estibadores tenían que descargar cientos de toneladas de carga para aligerar el peso cuando el río estaba bajo, y luego volver a cargarlas cuando el capitán volvía tras pasar el primer tramo corriente arriba. Tenían que cortar leña y sumergirse cuando el barco tropezaba con un tocón… ¡sin importar que hubiese víboras en el agua! Si el capitán ordenaba sumergirse, los gallos se sumergían. El pobre Ivory nunca había recibido latigazos cuando trabajó para el viejo amo Gandy. Y yo nunca supe lo bueno que era Waverley hasta que quedé librada a mis propios medios.
»Entonces, cuando la guerra terminó, el joven amo encontró a Ivory trabajando como peón en cubierta, y vio que ese canalla de Gilroy le daba latigazos cada vez que se le antojaba. Y a mí y a las chicas ahí, trabajando en esa jaula flotante, y odiando cada minuto de esa vida. También Hogg, el que despacha las bebidas para Gandy, era maquinista y trabajaba en esa sala de máquinas pestilente, con el agua a las rodillas. Y Marcus, que tocaba el banjo y se burlaban de él porque tenía mal la lengua y no podía decir ni una palabra. Estábamos todos a bordo un día que el capitán ordenó apretar la válvula para salir de un atascamiento. Jack Hogg le dijo: «No puedo hacerlo, señor. Va a explotar, señor». El capitán insistió: «Aprieta a la hija de perra con fuerza, maquinista. ¡Tengo manzanas y limones que perderán la mitad de su valor si ese desgraciado de Rasmussen llega antes a Omaha!»
»De modo que Jack Hogg se puso a ajustarla. Lo próximo que supe es que Jack Hogg y casi todos los demás volábamos por el aire como si fuésemos camino a la gloria. Marcus estaba en cubierta, tocando en el salón de juegos, donde el señor Gandy estaba jugando, y acababa de ganar un montón de dinero, así que los dos estaban bien. Las chicas y yo paseábamos por cubierta buscando nuestro próximo cliente, de modo que caímos directamente al agua. Ivory también tuvo suerte. Estaba en la leñera, cargando un poco para llevar abajo. Pero Jack estaba junto a la caldera. Le quedaron feas cicatrices.
»Pero el joven señor Gandy se ocupó de todos nosotros. «Terminaron los días de navegar por el río, dijo. Tenemos que salir de aquí mientras aún tengamos un sitio a dónde ir». Nos dijo que había conseguido amigos: nosotros, y tenía suficiente dinero en la bolsa para abrir una taberna. Trajo a Marcus para tocar el banjo. Ivory… ¡y que lo diga!, ya no sería más estibador. Ivory es pianista, y el patrón lo sabía. Y Jack Hogg no quería estar nunca más cerca de una caldera, pero dijo que, en cuanto se curara atendería el bar. Y Pearl, Jube y yo… no tendríamos que entretener más a los señores, ¿no es cierto, chicas? Somos jóvenes. Lindas. Seréis bailarinas, dijo el patrón. ¿Y qué creen que le contestamos? «Lo que diga, patrón».
»Dijo que había un solo lugar para hacer dinero rápido: en la cabecera del Chisholm Trail, donde está el ferrocarril. Si íbamos allí, allí irían los vaqueros. Y las cosas están mejor que nunca desde que terminó la guerra. No tenemos familia, pero somos lo más parecido a parientes de sangre. Por eso el señor Gandy dice «cosed», y nosotras cosemos, ¿verdad, chicas?
Las chicas asintieron.
Durante el relato de Ruby, Agatha se asombró cada vez más. ¿Gandy era el benefactor? ¿Había sacado a esas tres muchachas de una vida de iniquidad?
– ¿Es decir que no tienen que…? -Abarcó con la mirada a Ruby, Pearl y Jubilee-. ¿No son…?
Jubilee rió. A diferencia de la de Ruby, su risa era leve y alegre, en armonía con sus ojos rasgados.
– ¿Prostitutas? Ya no. Como dijo Ruby, ahora sólo somos bailarinas. Y agradecemos el cambio. Ya no tenemos que soportar lenguas con gusto a whisky que nos ahogan. Ni manos grasientas que nos manosean. Ni… ¡oh! -Jubilee vio que Agatha bajaba la vista y se sonrojaba-. Lo siento, señorita Downing. Nunca adquirí buenos modales.
– Como dice Jube -agregó Pearl-, es muchísimo mejor bailar y nada más. Además, somos buenas bailarinas, ¿verdad, chicas? Y bastante buenas cantantes, aunque en ese terreno Jube nos supera a Ruby y a mí. Espere a escucharla, señorita Downing, no lo creerá. Scott dice que tiene una voz capaz de avergonzar a un sinsonte.
– Oh, Pearl, siempre dices lo mismo. -Jubilee miró con ojos radiantes a las sombrereras-. Pero esperen a ver cómo Pearl levanta la pierna. ¡Cuando Pearl empieza a levantarla, conviene colgar la lámpara en algún otro sitio, pues es capaz de apagarla! ¿No es verdad, Ruby?
La negra lanzó su risa gutural.
– Verdad. Pearl tiene esa especialidad que ella perfeccionó. Puede quitarle a un hombre el sombrero de una patada sin despeinarle un solo pelo, ¿no es cierto, tesoro?
Le tocó a Pearl reír.
– Pero fue idea de Ruby. Ella es siempre la que tiene las mejores ideas. Cuéntales el truco de la desaparición, Ruby.
– Oh, vamos.
Ruby agitó una palma sonrosada.
– Bueno, a los hombres les encanta.
– ¡Los hombres… bah! ¿Qué saben ellos?
– Cuéntales, Ruby -insistieron las dos.
– Cuéntenos, tt-tt.
– Si les parece que es algo que a dos damas como ellas les gustaría oír, cuéntenlo ustedes.
Pearl lo contó.
– Ahora, Scott se ha vuelto honrado, lo cual no significa que no pueda guardarse una carta en la manga, si lo desea. Bueno, allá en el barco fluvial, le enseñó a Ruby un pequeño pase de manos y ella lo incorporó a nuestro espectáculo. Puede quitarle a cualquier hombre el reloj y la cadena, sin que el tipo se dé cuenta. Y cuando advierte que no lo tiene… ¿dónde creen que aparece?
Contra su voluntad, Agatha estaba cautivada.
– ¿Dónde? -preguntó.
– Sí, ¿dónde? -repitió Violet, ansiosa.
Pearl ahuecó una mano alrededor de la boca y respondió en un susurro teatral:
– ¡Entre los pechos!
Violet se tapó la boca:
– Tt-tt.
Agatha se sonrojó.
– ¡Oh… oh, caramba!
Sin embargo, estaba menos horrorizada de lo que habría estado una semana antes. Ese trío tenía algo contagioso. Tal vez fuese la gran camaradería o el orgullo despojado de egoísmo que sentían una por otra. Resultaba infrecuente que tres mujeres con ese oficio pudiesen albergar tan pocos celos entre ellas.
– Es asombroso -prosiguió Pearl-. Un hombre es capaz de hacer casi cualquier cosa contigo a solas, tras una puerta cerrada, pero en público se sonrojará como un tonto ante la menor provocación. Cuando Ruby hace oscilar la cadena del reloj de un tipo fuera de su corpiño, y el hombre tiene que sacarla del todo si quiere recuperarla, es algo digno de verse. En especial, si el reloj es de oro. El oro se calienta más rápido que la plata con sólo estar contra la piel. Y cuando sienten el oro tibio…
– Vamos, Pearl -la interrumpió Jubilee-, te olvidas de que estamos de visita en esta tienda. No puedes hablar ante ellas como lo hacemos entre nosotras.
– ¡Oh! ¡Oh, tienes razón! -Pearl se tiñó de un sonrojo tentador-. No quise incomodarla, señorita Downing, ni a usted tampoco, señorita Parsons. A veces, se me va la lengua.
– Está bien. Violet y yo teníamos la impresión equivocada de que ustedes harían mucho más que bailar en la Gilded Cage. Nos alivia saber que no es así. ¡Bien! -Agatha cortó un hilo y se concentró en el trabajo pues no sabía cómo participar del tema-. Sólo falta que pasemos el cordel por el borde superior, y habremos terminado.
– ¿Cómo haremos eso? -preguntó Jubilee, contemplando la funda.
Agatha se levantó y cojeó hacia el gabinete donde tenía los elementos.
– Es bastante sim…
– ¡Caramba, señorita Downing, usted renquea! -exclamó Jubilee.
Agatha sintió un golpe de calor, un instante de incomodidad, mientras se preguntaba cómo responder a una observación tan directa. Gracias a Dios, había llegado a la caja agujereada donde encontró un ovillo de cordel y una aguja gruesa de zurcir. Cuando se dio la vuelta otra vez hacia el grupo, había recuperado la compostura.
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