– No es nada.
– ¿Cómo, nada? Pero…
– Hace años que la tengo. Ya estoy acostumbrada.
Pero los bellos ojos almendrados de Jubilee expresaban preocupación.
– ¿Se refiere a que nació con eso?
«Oh, Dios, qué perspicaz es, -pensó Agatha-. ¿No tiene la agudeza suficiente para saber que carece de tacto?» Aunque se sentía perturbada, Agatha contestó con sinceridad:
– No.
– ¿Cómo sucedió?
– Me caí de las escaleras cuando era niña.
Agatha comprendió que Violet también sentía curiosidad. Por extraño que pareciera, en todos los años que se conocían, jamás se había atrevido a formularle esa pregunta.
Jubilee miró sin disimulo la falda de Agatha:
– ¡Oh, Jesús, pobre chica! ¡Qué espantoso!
Varias ideas sacudieron a Agatha al mismo tiempo: hacía años que nadie le decía «chica»; a su modo ingenuo, Jubilee no se mostraba entrometida sino compasiva; por eso, Agatha no pudo seguir enfadada.
Jubilee siguió el primer impulso.
– Déjeme ayudarla con eso. -Se acercó a Agatha, cerró la puerta del gabinete, le sacó los elementos de las manos, y los llevó hacia las sillas sin dejar de parlotear-. y henos aquí, hablando de levantar las piernas. Tendríamos que haberlo advertido, pero, ¿cómo saberlo? Sin embargo, no me parece justo.
A Agatha le resultó desconcertante que una mujer supuestamente «mala» expresara en voz alta sus propios pensamientos recurrentes y no pudo evitar sentir simpatía por la impetuosa Jubilee.
– No soy una inválida, señorita Jubilee -le advirtió con una sonrisa amarga-. Puedo llevar yo misma la aguja y el cordel.
– ¡Oh! -Jubilee miró las cosas que tenía en las manos y lanzó una carcajada vibrante-. ¡Claro que no! ¿En qué estoy pensando?
Depositó la aguja y el cordel otra vez en las manos de Agatha.
¿Cómo era posible que alguien escapara al encanto de Jubilee Bright? Nunca nadie había enfrentado la cojera de Agatha de modo tan directo. Y una vez que se adaptó a esa franqueza, le pareció un cambio refrescante en comparación con las miradas de soslayo que solía recibir. Y Jubilee lo hacía con tal falta de embarazo, que a Agatha se le soltó la lengua.
– A decir verdad, me arreglo bastante bien. Lo peor son las escaleras, y como vivo arriba…
Señaló.
– ¿Arriba? ¿O sea encima del almacén?
Jubilee dirigió la vista al techo de hojalata.
– Sí.
– ¡Entonces, seremos vecinas! -Cuando Jubilee sonreía, desbordando animación y brillo, era un espectáculo que quitaba el aliento. La inclinación de los ojos rasgados armonizaba con la de los labios abiertos y le confería un aspecto de juventud y entusiasmo. Agatha pensó que, en su anterior profesión, debieron de requerirla con ansiedad-. Nosotras también viviremos arriba así que, escuche, cualquier cosa que podamos hacer por usted, levantar cosas, bajarlas, o correr a buscar algo, no dude en llamarnos. -Jubilee se volvió hacia las amigas-. ¿No es así, chicas?
– Por supuesto -confirmó Pearl-. Por la mañana, dormimos hasta tarde, pero siempre tenemos las tardes libres.
– En cuanto a mí, soy fuerte como un caballo, y nací recibiendo órdenes -proclamó Ruby-. Cualquier cosa en que pueda ayudar, llame.
¿Cómo podría Agatha disgustarse con esas tres? Cualquiera hubiese sido el pasado de Ruby, Pearl y Jubilee, tenían una generosidad intrínseca más profunda que algunos presbiterianos que conocía.
– Gracias a todas pero, por ahora, limítense a estirar el borde superior de la cortina para que pueda pasar el cordel por la costura.
– ¿Cómo lo hará? -quiso saber Jubilee.
– Es fácil. Paso el cordel por el ojo de la aguja, y lo paso hacia atrás.
Los ojos de Jubilee se agrandaron cada vez más mientras sujetaba el borde del satén rojo y observaba el trabajo de Agatha.
– ¡Por las bolas de fuego, mirad eso!
A Agatha se le escaparon unas carcajadas.
– Muchachas, no cabe duda de que tienen un lenguaje pintoresco.
– Lo siento, señora. Es por el lugar en que trabajamos. Pero eso es asombroso.
– ¿Qué?
Agatha se concentró en fruncir la tela sobre el cordel.
– ¡Eso! ¡Lo que está haciendo! ¿Dónde aprendió eso?
– Me enseñó mi madre.
– A mí jamás se me habría ocurrido algo semejante. Gracias que puedo atarme los cordones de las botas.
Hacía tanto tiempo que Agatha sabía cómo pasar un cordel por una costura, que lo daba por hecho. Contempló los ojos fascinados de Jubilee y sintió una chispa de orgullo por su trabajo.
– Hace tanto tiempo que lo hago, que ya es una tarea mecánica.
– Es tan afortunada de conocer bien un oficio…,
– ¿Afortunada?
¿Cuándo fue la última vez que Agatha se consideró afortunada?
– Y por tener una madre que le enseñó. Yo no tuve madre. Es decir, me dijeron que murió cuando yo nací. Viví en el Orfanato de St. Luke cuando era pequeña. -De súbito, esbozó una sonrisa maliciosa-. ¿Qué dirían esas monjas si me vieran ahora? -No había el menor matiz de autocompasión en el comentario de Jubilee. Con un repentino cambio de expresión, se concentró otra vez en la tarea de Agatha-. ¿Su madre le enseñó muchos trucos de costura? Me refiero a cómo hacer vestidos, enaguas y otras cosas, además de sombreros.
– Bueno, en realidad, sí, yo coso toda mi ropa.
– ¡Usted sola! ¿Usted hizo eso? -Tomó a Agatha del codo e inspeccionó la forma complicada del corpiño, con ribetes, piezas cortadas al sesgo, pliegues y alforzas y, volviéndose hacia ella, exclamó-: ¡Mirad esto, chicas! -Las tres examinaron los detalles del drapeado austríaco de Agatha, enlazado atrás, y el polisón en cascada, más complicado aún-. ¡Ése sí que es un trabajo bien hecho!
Lanzaron exclamaciones de entusiasmo, hasta la misma Ruby, que era habilidosa con la aguja.
– ¿Enaguas también?
Antes de que pudiese objetar, le alzaron el ruedo en la parte de atrás para examinar el polisón que parecía una jaula, y caía desde la cintura hasta los talones en un conjunto de costillas horizontales unidas con tela de algodón blanco. Quedó tan sorprendida, que no pudo decir nada.
– Podría hacerlo, ¿verdad? -le preguntó Jubilee a Ruby.
– ¿Qué cosa? -preguntó Agatha.
– ¿Qué cosa? -repitió Violet.
Las muchachas la ignoraron. Jube esperaba una respuesta.
– ¿Será posible que lo haga?
Ruby inspeccionó minuciosamente la hechura de la ropa de Agatha.
– Creo que sí.
– ¿Qué cosa? -insistió Violet.
– Hacer esas faldas nuevas que queríamos para el baile francés.
– ¿Faldas nuevas?
– ¿Baile francés?
– El cancán -aclaró Pearl-. No es por ofenderla, señorita Agatha, pero he estado practicando mi patada alta especialmente para eso. Y no puedo bailar el cancán sin esas faldas fruncidas.
– Lleva muchos frunces alrededor, en capas -agregó Ruby, haciendo ademanes-. Como las antiguas crinolinas, sólo que dentro de la falda.
– ¡Usted puede hacerlas! -dijo Jubilee, con entusiasmo-. Sé que puede, y convenceré a Gandy de que pague…
– ¡Por favor, señoras, por favor! -dijo Agatha, levantando las palmas-. Lo siento. No puedo.
Hablaron todas al mismo tiempo.
– ¿Cómo que…?
– Oh, por favor, diga que sí…
– ¿Dónde podríamos conseguir…?
Agatha rió, sintiéndose acosada y halagada al mismo tiempo por el entusiasmo de las muchachas.
– No puedo. ¿Qué pensarían si la presidenta del grupo local de la U.M.C.T. cosiera los trajes para las bailarinas de la taberna? Ya fue bastante malo hacer la funda para la jaula, y si hago algo más, alguien se enterará. Y, lo que es más, no tengo máquina de coser.
Tres bailarinas rechazadas giraron y comprobaron que era cierto.
– Oh, maldición -dijo Pearl, dejándose caer en una silla-, es cierto.
– Pearl, no debe usar ese lenguaje -la regañó Agatha con gentileza, tocándole el hombro.
Con la barbilla en la mano, Pearl hizo un mohín:
– Tal vez no, pero estoy desilusionada.
– Saben… -Agatha vaciló un momento y, al fin admitió-: Yo también. Me vendría bien el trabajo, pero supongo que comprenden que no es posible ni aconsejable.
Violet empezó:
– Pero, Agatha, ¿no podríamos…?
– No, Violet, está fuera de discusión. Chicas, vieron cuánto tiempo nos llevó hacer ese ruedo a nosotras cinco. En las faldas fruncidas, son metros y metros de tela que hay que dobladillar. Y para hacerlo a mano… bueno, dudo de que el señor Gandy esté dispuesto a pagarme el tiempo que llevaría.
– Usted déjenos a nosotras tratar con el señor Gandy.
– Lo siento, Jubilee. Tengo que decir que no.
Las muchachas quedaron contrariadas. Finalmente, Jubilee suspiró:
– Entonces, creo que tenemos que irnos. ¿Nos llevamos esto?
Levantó la seda roja con dos dedos.
– Estaría bien. Me ahorraría el trabajo de llevarlo, y el señor Gandy ya me pagó.
– Bueno, gracias señorita Agatha, por el trabajo apresurado. A usted también, señorita Parsons. Si cambia de idea, háganoslo saber.
Cuando Pearl abrió la puerta trasera, Agatha sugirió:
– Quizá puedan encargar los vestidos a St. Louis o… o…
De pronto, comprendió lo absurdo de su sugerencia. Difícilmente encontrarían trajes para cancán en un catálogo de tienda de ropa hecha.
– Claro -dijo Jubilee.
Salieron en fila, tristes.
Cuando se fueron, Violet miró hacia la puerta.
– Caramba, qué impresionantes -dijo, suspirando, y tocándose las sienes.
– A mí me pasó lo mismo -acordó Agatha, derrumbándose en una silla-. Desde que abrió esta tienda, nunca hubo tanta animación.
– ¡Son maravillosas! -exclamó Violet.
«Sí, -pensó Agatha-, lo son».
– Pero no podemos hacernos amigas, Violet, ya lo sabes. Acaban de nombrarnos funcionarías de la unión por la templanza.
– ¡Oh, tonterías! Ellas no venden licores. Y ya no son mujeres de la noche. No hacen otra cosa que bailar. ¿No las oíste?
– Pero las danzas de ellas promueven la venta de alcohol. Es lo mismo.
Violet cerró la boca. Por segunda vez en pocas horas, comentó, resentida:
– ¡Agatha, en ocasiones eres muy aburrida!
Y con el mentón levantado, se fue de la tienda hasta el otro día.
Al quedarse sola, Agatha pensó en esa extraña tarde. Se había sentido más viva que en años. Se rió y, por un tiempo, olvidó que las jóvenes no eran la clientela más adecuada para la sombrerería, y disfrutó de su presencia. Pero lo más asombroso era que les había contado lo del accidente y se sintió maravillosamente bien. Y las muchachas eran divertidas. No obstante, ahora que el bullicio había acabado, se sintió deprimida. Trató de imaginarse cómo sería formar parte de una hermandad como la que compartían Jubilee, Pearl y Ruby, tener amigas tan auténticas como ellas. Violet era su amiga, pero no en el sentido en que lo eran las tres jóvenes bailarinas. Irradiaban comprensión real, aceptación mutua, orgullo en los limitados logros de las otras y una asombrosa falta de rivalidad. Además, tenían un grupo al que llamaban su «familia»… que si bien no era una familia verdadera, resultaba mejor porque no estaban vinculados por el parentesco sino por elección. Y esa «familia» estaba encabezada por un apostador del río al que seguían como si fuese el Mesías. Extraño. Envidiable.
¿Envidiable? La idea sacudió a Agatha. Ésas eran mujeres que complacían a hombres por dinero, que habían aprendido a sustraer relojes de bolsillo a caballeros desprevenidos, que bailaban en salones donde colgaban cuadros de desnudos en las paredes y sacaban sombreros de las cabezas de los hombres de un puntapié. ¿Cómo pudo creer por un instante que las envidiaba?
Pero si no las envidiaba, ¿por qué, de pronto, estaba tan triste?
Estaba haciéndose tarde. Pronto sería hora de prepararse para la reunión de las siete.
Agatha se levantó de la silla y vio las monedas de oro haciéndole guiños desde la mesa de trabajo, en el mismo lugar donde las había dejado Gandy. Se preguntó cuánto tiempo tardarían en mandarle una máquina de coser desde Boston.
¡Agatha, no seas tonta!
Pero las muchachas son tan vivaces, es tan divertido estar con ellas…
¡Agatha, estás tan senil como Violet!
Imagina cuánto ganarías haciendo los vestidos de cancán.
Sería dinero sucio.
Pero mucho. Y él paga bien.
¡Agatha, ni lo pienses!
Pero sí, paga bien. Cien dólares por menos de tres horas de trabajo. ¡Y tres personas para ayudarte!
Era un soborno, y tú lo sabías.
Con dinero de soborno se pueden comprar máquinas de coser, igual que con cualquier otro.
¡Escúchate! ¡Pronto estarás cosiendo vestidos de cancán!
Tengo ganas de intentarlo, con máquina de coser o sin ella.
¿Desde cuándo te volviste mercenaria?
¡Oh, está bien, me pagó demasiado!
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