Evelyn Sowers sorprendió a todos adelantándose para detenerlo:
– Señor Collinson, ¿dónde está su hijo?
Collinson se detuvo con la cabeza hacia adelante y los puños apretados.
– ¿Qué le importa, Evelyn Sowers?
– ¿Lo deja en casa, solo, mientras usted viene aquí todas las noches a curtirse las entrañas?
– En primer lugar, ¿qué están haciendo todas ustedes aquí, viejas chismosas?
Alvis abarcó a todo el grupo con expresión de odio.
– Tratamos de salvar su alma, Alvis Collinson, y de devolverle el padre a su hijo.
Se dio la vuelta hacia Evelyn.
– ¡No meta a mi hijo en esto!
Evelyn se puso delante:
– ¿Quién lo cuidó desde que murió su esposa, Alvis? ¿Cenó? ¿Quién lo meterá en la cama esta noche? ¡Un niño de cinco años…!
– ¡Salga de mi camino, arpía!
Le dio un empujón que la hizo tambalearse y golpearse la cabeza contra un poste. Varias de las mujeres lanzaron exclamaciones de horror. La canción se perdió en el silencio. Pero Evelyn se rehízo y aferró a Collinson por el brazo.
– Ese chico necesita un padre, Alvis Collinson. ¡Pregúntele al Señor de dónde lo sacará! -gritó. Alvin se la sacó de encima.
– ¡Vuelvan con sus polisones a la cocina, si saben lo que les conviene! -rugió, precipitándose dentro de la taberna.
Los dedos de Marcus Delahunt habían dejado de pulsar las cuerdas. En el repentino silencio, el corazón de Agatha martilleó de miedo. Lanzó una mirada dentro y vio a Gandy, ceñudo, observando el altercado. Con un gesto de la cabeza, hizo entrar a Delahunt, diciendo:
– Cierra las puertas.
El músico entró y dejó las puertas balanceándose.
– Señoras, cantemos -intervino Drusilla-. Una nueva canción.
Mientras cantaban: «Los labios que toquen el whisky nunca tocarán los míos», la capacidad de la taberna se colmó, y ni un solo individuo había firmado el compromiso. Mientras afuera comenzaba la última estrofa, dentro se alzó un clamor. Por encima de las puertas, Agatha vio que Elias Pott recibía palmadas en la espalda y felicitaciones, por haber ganado el concurso de ponerle nombre al cuadro. El robusto boticario fue levantado sobre una mesa, y sentado en una silla de respaldo alto. A continuación, todos alzaron las copas en un brindis por el desnudo, gritando:
– ¡Por Dierdre, y el jardín de las delicias!
Arriba, se abrió la puerta trampa y la jaula encapuchada de rojo descendió por medio de una cuerda de satén rojo. Los hombres rugieron, aplaudieron y silbaron. El fondo musical del banjo y el piano casi no se oía por el clamor de la gente. Potts, rojo hasta la cabeza casi calva, rió y se secó las comisuras de la boca mientras la jaula se cernía sobre él.
El piano tocó un fortissimo.
Una pierna larga asomó entre los pliegues rojos.
El banjo y el piano tocaron y sostuvieron el mismo acorde.
La bota blanca de tacón alto giró en el tobillo bien formado.
Rodó un glissando.
La pierna se proyectó hacia fuera y la punta de la bota se apoyó en la rodilla izquierda de Elias Pott.
La música cesó.
– ¡Caballeros, les presento a la joya de la pradera, la señorita Jubilee Bright!
¡La música creció y los pliegues rojos subieron de golpe hacia el techo! Los hombres enloquecieron: ahí estaba Jubilee, deslumbrante, toda de blanco.
Mientras la contemplaba, las palabras acerca del whisky se desvanecieron en los labios de Agatha. Jubilee emergió de la jaula con un vestido que tenía un tajo desde el ruedo hasta la cadera, la parte de arriba, sin breteles, resplandeciente de lentejuelas blancas. Con ese increíble cabello blanco recogido y una pluma, más blanca aún, cuyo extremo también brillaba de lentejuelas, apoyó la punta del pie en la rodilla de Pott y se inclinó hacia delante para acariciarle el mentón con una esponjosa boa blanca. La voz era lasciva, las palabras, lentas y cargadas de intención:
No es porque no quiera…
Agatha nunca había visto una pierna más hermosa que la que se apoyaba en la rodilla de Pott, nunca una cara más envidiable que la que estaba cerca de la del hombre. No podía apartar la vista.
Y no es porque no deba…
Jubilee se deslizó en un círculo alrededor de la silla de Pott, rozándolo con los hombros.
El Señor sabe que no es porque no puedo…
Enroscó la boa en el cuello de Pott y se le sentó en el regazo con el tacón de una de las botas blancas cruzado sobre la otra rodilla. Deslizó la boa hacia uno y otro lado, al ritmo de la música.
Es sólo porque soy la chica más perezosa del pueblo.
Los hombres aullaron y ulularon, y Pott se puso a punto, como un melón en verano. Ivory Culhane levantó la voz:
– ¡Caballeros, las gemas de la pradera, la señorita Pearl De Vine y la señorita Ruby Waters!
Desde arriba, dos cuerpos de vampiresas se deslizaron abajo por la cuerda de satén rojo. La tenían enroscada en torno y entremedio de las piernas cubiertas de medias de red negras, calzadas con botas negras, y de los escasos atuendos de satén negro con lentejuelas, que casi no les cubrían el torso. Ayudándose con las manos, Pearl y Ruby bajaron de la cuerda entre silbidos y aullidos de lobo que tapaban la canción. Las manos más cercanas las arrebataron del techo de la jaula y las depositaron en el borde de la mesa de tapete verde donde se sentaron, respaldadas contra las piernas de Pott, y mirándolo, provocativas. Detrás del sujeto, Jubilee le acunaba la cabeza entre los pechos y le hacía cosquillas en la nariz con la boa.
No es porque no queremos,
No es porque no debemos.
El Señor sabe que no es porque no podemos.
Es sólo que somos las chicas más perezosas del pueblo.
Mirando y escuchando, Agatha se sintió fascinada y repelida a un tiempo. ¡Tanta piel a la vista! ¡Pero tan saludable y hermosa…!
– Esta noche no lograremos nada más -afirmó Drusilla Wilson, haciendo volver a Agatha a la realidad-. Iremos a la siguiente taberna.
Agatha fue con las demás, resistiendo las ganas de mirar sobre el hombro. En el Branding Iron Saloon, entraron directamente y consiguieron la primera firma, la de Jed Hull, asustado por la descripción del Asilo para Ebrios de la Isla Blackwell, aparecida en el periódico que hizo circular Drusilla Wilson.
Angus Reed, el escocés dueño del Branding Iron, no podía creer a sus ojos al ver que conducían a Hull hacia la puerta. Se subió a la barra y gritó:
– Hull, ¿a dónde diablos vas? ¿Acaso no tienes suficiente coraje para enfrentarte a una banda de benefactoras que tendrían que estar en sus casas, cuidando a los niños?
Pero era tarde. Con una violenta maldición, golpeó el trapo mojado contra el mostrador del bar.
Inspiradas por el primer éxito, los reformadores siguieron hacia Cattlemen's Crossing, donde habían bajado el precio de las bebidas a veinte centavos, con lo que atrajeron a grandes bebedores, apartándolos del espectáculo en el Gilded Cage. El dueño, un antiguo vaquero de carácter irascible al que llamaban Dingo, sufría de reumatismo inflamatorio causado por el abuso de la bebida. Si bien las coyunturas inflamadas le impedían saltar sobre la barra, como había hecho Reed, le daban una constante irritabilidad. Salió detrás de un barril, y pateó a Bessie Hottle en el polisón.
– ¡Saque su trasero de mi taberna y no vuelva más!
Enrojecida hasta las orejas, Bessie encabezó la veloz retirada.
A continuación, invadieron el Álamo, donde Jennie Yast y Addie Anderson encontraron a sus respectivos maridos y recibieron más ira de parte del dueño, un medio mexicano llamado Jesús García, que les lanzó una retahila de maldiciones en español cuando vio que dos de sus mejores clientes eran avergonzados en público y llevados a casa por las esposas.
Los dueños de los siguientes tres salones, al ver a la banda de mujeres abatirse sobre ellos cantando: «Los labios que toquen el whisky no tocarán los míos», se divirtieron tanto que no pusieron objeciones. Slim Tucker se rió a mandíbula batiente. Jim Starr les ofreció a cada una un trago por cuenta de la casa. Y Jeff Diddier bebió un trago doble de bourbon, se secó la boca con el dorso de la mano, y se unió al estribillo de la canción.
En el Sugar Loaf Saloon, el dueño, Mustard Smith, sacó un revólver de detrás de la barra y les dio treinta segundos para que se fueran. Se rumoreaba que Smith usaba la barba negra para esconder una cicatriz de oreja a oreja.
Las señoras no se entretuvieron en averiguar si era cierto. Se sabía que había formado parte de la banda de B. B. Harlin, y que a tres de ellos los habían colgado de un puente del ferrocarril. Cuando Mustard les ordenó que se fueran, se fueron.
En el Hoof and Horn tuvieron poca fortuna. El local estaba vacío pues había perdido los pocos parroquianos que tenía a causa del espectáculo de enfrente. Las mujeres pronunciaron una sencilla plegaria por la salvación del alma de Heustis Dyar, y se marcharon apaciblemente. Tras ellas, Dyar, con los brazos en jarras, los ojos echando chispas, mordisqueaba el cigarro como si fuese un trozo de carne cruda.
En la taberna de Ernst Bostmeier, obtuvieron la firma del segundo reformado de la noche, uno de los clientes que frecuentaba el local de Ernst porque servía gratis huevos encurtidos con cada vaso de cerveza. Cuando las damas salían del local llevando a rastras al alma que habían salvado, el gruñón alemán arrojó un huevo al hombro de Josephine Gill que erró por escasos milímetros.
– ¡Hay más de estos! -vociferó, con cerrado acento alemán, sacudiendo el puño-. ¡Y yo sólo fallo cuando quiero!
Las demás visitas a tabernas pasaron sin novedad. En todas, los propietarios, cantineros y parroquianos se limitaban a divertirse con lo que consideraban un hatajo de solteronas malhumoradas, y amas de casa descarriadas, que no tenían suficientes calcetines sucios para mantenerlas atareadas junto a la tabla de lavar.
Eran pasadas las once cuando Agatha subió los escalones hasta su apartamento. Abajo, las risas y la música todavía colmaban la noche. El rellano estaba a oscuras. Antes de que pudiese abrir la puerta, rozó con los dedos un papel pegado a ella.
El corazón le dio un vuelco y se dio la vuelta, con la espalda apoyada contra la puerta.
Ahí no había nadie.
Sintió escalofríos en el dorso de los brazos. Contuvo el aliento y escuchó. Lo único que se oía era la jarana continua de Gilded Cage.
Arrancó la nota rápidamente y una tachuela cayó al piso del rellano y rodó. No perdió tiempo en levantarla sino que abrió la puerta y se metió dentro.
Por alguna razón, antes aún de encender la lámpara, sabía con qué se encontraría:
¡Si sabe lo que es bueno para usted,
manténgase lejos de las tabernas!
Estaba escrito en letras mayúsculas, en una hoja de papel blanco. Se precipitó hacia la puerta, la cerró con llave, probó el picaporte y se recostó contra ella con un suspiro de alivio. Examinó el pequeño apartamento: la cama y el guardarropa eran los únicos lugares con espacio suficiente para ocultar a un hombre. Permaneció inmóvil, esforzándose por oír una respiración, un roce, algo. Los acordes lejanos del piano y el banjo cubrían cualquier sonido leve que pudiese haber en el cuarto. Con dificultad, se arrodilló y miró debajo de la cama, desde el otro extremo de la habitación.
Sombras densas.
No seas tonta, Gussie, la puerta estaba cerrada con llave.
Sin embargo, el corazón le palpitaba con fuerza. Se acercó más, hasta que la luz de la lámpara le demostró que no había otra cosa que bolas de polvo debajo de la cama. Se levantó, caminó de puntillas hasta el armario, y se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta. Abrió bruscamente y se sintió, aliviada.
Sólo ropa.
¿Qué esperabas, pedazo de tonta?
Bajó las persianas del frente y de atrás, pero la sensación inquietante persistió mientras se desvestía y se acostaba.
Podría ser cualquiera de ellos. Angus Reed, que saltó a la barra y les gritó, furioso, cuando se llevaron a uno de sus clientes. Ese antiguo vaquero reumático, Dingo… la gente afirmaba que el reumatismo lo volvía un canalla rabioso cuando se activaba. ¿Y García? Fue evidente que ver que las esposas se llevaban a dos de sus clientes regulares lo enfureció. ¿Y Bostmeier, el alemán? Por cierta razón, lo dudaba: sonrió en la oscuridad al recordar el huevo encurtido volando por el aire. Si Bostmeier quisiera amenazar a alguien, lo haría personalmente. ¿Y qué pasaría con Mustard Smith? Agatha se estremeció y se subió las mantas hasta la barbilla. Volvió a ver el bigote caído, la barba en toda la cara, los ojos encapotados y la boca torcida. La pistola. Y si era verdad, si Smith había participado en la banda de B. B. Harlin, si habían colgado a todos, si era el único superviviente, ¿qué clase de maldad albergaría ese sujeto?
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