Pensó en los otros: Dyar, Tucker, Starr, Didier y los demás. Le pareció que ninguno de ellos había tomado en serio a la U.M.C. T.
¿Y Gandy?
Tendida de espaldas, cruzó los brazos sobre el pecho.
¿Gandy?
Sí, Gandy.
¿Gandy, con sus hoyuelos y su «buenas noches, señoras»?
El mismo.
Pero Gandy no tiene motivos.
Es propietario de una taberna.
La que más se llena en el pueblo.
Por el momento.
Es demasiado seguro de sí mismo para recurrir a amenazas.
¿Y lo que pasó la otra noche, en el rellano de la escalera?
No pensarás que, en realidad… iba a…
Lo pensaste, ¿no es así?
Pero esta noche se mostró encantador con todas nosotras, y vi que se molestaba cuando Alvis Collinson empujó a Evelyn.
Es un hombre inteligente.
¿Qué estás diciendo? ¿Qué estás diciendo?
No. Me niego a creer semejante cosa de Gandy.
¿Lo ves, Agatha? ¿Ves lo que pueden unas monedas de oro?
La Gilded Cage cerró a medianoche. Dan Loretto se fue a la casa. Marcus Delahunt lustró el cuello del banjo y lo guardó en el estuche forrado de terciopelo. Ivory Culhane bajó la tapa del piano y Jack Hogg lavó los vasos. Pearl se estiró, Ruby bostezó, y Jubilee observó cómo Gandy cerraba las puertas de calle. Cuando se dio la vuelta, le sonrió.
También sonriendo, pasó entre las mesas y se acercó a ella:
– ¿A qué se debe esa sonrisa?
La muchacha se encogió de hombros y caminó con él hacia la barra.
– Estoy contenta de haber vuelto, eso es todo. Eh, muchachos, ¿no es bueno estar todos juntos otra vez? -Se estiró hacia Ivory y le dio un cariñoso abrazo-. Jesús, nunca pensé que os echaría tanto de menos.
– Eh, ¿y a mí, qué? -reclamó Jack Hogg.
Jubilee se estiró sobre la barra, lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.
– A ti también, Jack. -Se apoyó con los codos sobre la lustrada superficie de caoba y alzó la barbilla-. ¿Y cómo anduvieron las cosas por aquí?
Gandy la observó a ella y a los otros que se habían juntado. Jack, Marcus, Ivory, Pearl, Ruby y Jubilee: la única familia que tenía. Una banda de solitarios que habían sufrido alguna clase de golpe en la vida. No todas las cicatrices se veían, como las de Jack, pero de todos modos existían. Cuando los reunió a todos, dos años atrás, después de la explosión del barco, sucedió algo mágico: sintió una unidad espiritual, un lazo de amistad que colmaba los vacíos en las vidas de todos ellos. Lo superficial no importaba para nada: el color de la piel, la belleza del rostro, o la falta de ella. Lo que importaba era lo que cada uno aportaba al grupo como unidad. Estuvieron separados durante un mes, mientras instalaba el Gilded Cage y lo ponía en marcha, y le pareció el doble de largo.
– Fui a New Orleans, a visitar a las chicas en una guarida en la que solía trabajar -contaba Pearl.
– Mientras no te sintieras tentada de quedarte -comentó Ivory.
– ¡Ah, no! Nunca más. -Todos rieron-. Jack, ¿viste al médico en Louisville?
– Claro que sí. -Jack se quitó el delantal blanco y lo dejó sobre la barra-. Dijo que no pasará mucho tiempo hasta que esté tan lindo como Scotty.
Rieron otra vez. Ruby enlazó un brazo con el de Scotty:
– ¿Para qué quieres una cara así? A mí me parece un poco descolorida.
Cuando Jack rió junto con los demás, la cicatriz se puso más brillante.
– Y tú, Ruby, ¿dónde fuiste?
– A Waverley, a visitar la tumba de mamá.
Todos se volvieron a Scotty, que no reveló nada de lo que sentía.
– ¿Cómo está?
– Se ve descuidado, lleno de malezas. Algunos de los viejos todavía están ahí, arreglándoselas solos, cultivando verduras y viviendo en las cabañas. Leatrice aún está ahí, esperando Dios sabe qué.
Las novedades provocaron a Gandy una punzada de nostalgia, pero se limitó a preguntar:
– ¿Le diste un beso de mi parte?
– No. Si quieres darle un beso a Leatrice, irás y se lo darás tú mismo.
Pensó un momento, y respondió:
– Quizás, algún día.
Jubilee, cerca de Marcus, semiapoyada en él, dijo:
– Marcus y yo nos ocupamos de hacer fabricar la jaula e hicimos unos trabajos aquí y allá, tocando y cantando antes de encontrarnos con las chicas, en Natchez. Actuamos en un sitio llamado La Sandalia Plateada. -Puso un codo sobre el hombro de Marcus y adoptó una expresión complacida-: Insistieron mucho en que nos quedáramos, ¿no es cierto, Marcus? Atrajimos multitudes que llenaban el sombrero todas las noches.
Marcus sonrió, asintió e hizo ademanes como de contar billetes. Todos rieron.
– Eh, ¿vosotros dos estáis presionándome? -preguntó Scotty-. Ya os pago más de lo que valéis.
– ¿Qué te parece, Marcus? -Jubilee se colgó del hombro de Marcus mientras miraba, provocadora, a Scott-. ¿Tendremos que ir enfrente y ofrecer nuestros talentos a uno de las tabernas de ahí?
– Haced la prueba -replicó Scott, amenazando con el dedo índice la linda nariz rosada de Jubilee como si fuese una pistola.
– ¿Y qué dices de ti, Ivory? -preguntó Pearl.
– Yo me quedé con el patrón. Había que traer el piano hasta aquí, afinarlo, y muchas cosas para arreglar este lugar. Tuve que ayudarlo a elegir el cuadro para la pared. -Ivory alzó una ceja y se volvió a medias hacia el desnudo-. ¿Qué opináis de ella?
Los hombres sonrieron, complacidos. Las mujeres apartaron la vista y arquearon las cejas con aire de superioridad.
Pearl dijo:
– Con esos muslos, no creo que sea capaz de voltear un sombrero de una silla con una patada, mucho menos de la cabeza de un hombre, ¿no, Ruby?
– Tampoco creo que sea capaz de entonar una nota.
– No, no -agregó Jubilee-. Y la pobre está muy gorda.
Cuando subieron las escaleras, todos estaban de muy buen humor. Ivory y Jack fueron al primer dormitorio a la izquierda. Marcus, al de al lado. Pearl y Ruby compartieron el que estaba encima de la jaula dorada, que ahora estaba en el centro del salón, debajo de la puerta trampa. Quedaban Jubilee y Scotty.
La muchacha entró en su cuarto y encendió la lámpara, mientras el hombre se apoyaba contra el marco de la puerta.
– Es un hermoso cuarto, Scotty. Gracias.
Se limitó a encogerse de hombros.
Jubilee tiró la boa blanca sobre un sofá rosado de respaldo oval.
– Una ventana. Vistas a la calle.
Se acercó al frente de la ventana, apoyó las palmas en el alféizar y miró abajo, contemplando la fila de lámparas de aceite. Luego, miró sobre el hombro al hombre que estaba en la puerta:
– Me gusta.
Scott asintió. Era agradable mirarla. Era una mujer de asombrosa belleza y la había echado de menos.
– ¡Uff! -Jubilee giró, estirando los brazos hacia el techo, y encogiendo los hombros-. Qué día tan largo. -Se sacó la pluma del cabello, la dejó y tomó un desabotonador. Se derrumbó en el sofá y se lo tendió-. ¿Me ayudas con los zapatos, Scotty?
La voz era serena.
Por unos segundos, no se movió. Los ojos de ambos intercambiaron mensajes. Sin prisa, apartó el hombro del marco de la puerta y cruzó la habitación para arrodillarse ante la mujer. Acomodó la bota blanca en la ingle y comenzó a soltar, sin prisa, los botones. Sin levantar la vista, preguntó:
– ¿Cómo fueron las cosas en Natchez? ¿Conociste a alguien que te impresionara?
Jubilee contempló el cabello grueso y negro.
– No. ¿Y tú?
– Tampoco.
– ¿Ninguna dulce niña de Kansas, recién salida de los brazos de la madre?
Le sacó una bota, la dejó caer, y alzó la mirada, riendo.
– No.
Tomó la otra bota y comenzó a desabotonarla. Jubilee contempló las conocidas manos morenas atareadas en algo tan personal. A la luz de la lámpara, el anillo chispeó contra la piel oscura.
– ¿Ninguna viuda de Kansas que estuvo sola durante la guerra?
Se le formaron los hoyuelos mientras contemplaba los conocidos ojos almendrados y hablaba en tono perezoso:
– Las viudas de Kansas no simpatizan con los soldados confederados apostadores, que instalan tabernas en sus pueblos.
Jubilee entrelazó los dedos en el cabello, sobre la oreja derecha:
– Jesús misericordioso, somos de la misma clase. Las madres de Natchez tampoco dejan a sus hijos a merced de las mujeres casquivanas transformadas en bailarinas.
Scott dejó la segunda bota, le besó los dedos de los pies y los frotó con el pulgar.
– Te eché de menos, Jube.
– Yo también, apostador.
– ¿Quieres venir a mi cuarto?
– Intenta mantenerme fuera.
Se levantó y le tendió la mano. Pasó con ella junto a un biombo tapizado, tomó del borde la bata turquesa y se la echó sobre el hombro.
– Trae la lámpara. Esta noche no la necesitarás aquí.
En la oscuridad al otro extremo del corredor, una puerta quedó entreabierta. Desde la oscuridad de su propio cuarto, Marcus vio la luz de la lámpara inundando el corredor. Entre las barras de la jaula dorada, vio a Scott llevar a Jube de la mano hasta la puerta de su alcoba. El cabello de la muchacha brillaba con tal intensidad que parecía capaz de iluminar por sí solo el camino. El vestido blanco y los brazos desnudos tenían un aspecto etéreo, mientras pasaba silenciosa, tras Scotty. ¿Cómo sería llevarla de la mano? Caminar con ella, descalza, hasta la cama. Quitarle las hebillas de ese cabello de nieve y sentirlas caer en sus manos…
Desde la primera vez que la vio, Marcus trataba de imaginarlo. Durante el mes pasado, mientras viajaban los dos solos, hubo veces en que Jubilee lo tocó. Pero tocaba a todos sin pudor. Una caricia no significaba para Jube lo mismo que para Marcus. Esa noche, en el bar, le había pasado el brazo por los hombros. Y no sospechaba, siquiera, lo que ocurría dentro de él cuando la mano de ella le tomaba el codo, le acomodaba la solapa o, sobre todo, le daba un beso en la mejilla.
Lo besaba en la mejilla cada vez que sentía deseos de hacerlo. Sólo media hora atrás había besado a Jack. Todos conocían las costumbres de Jube.
Pero nadie sabía el tormento oculto de Marcus Delahunt.
Con frecuencia, tenía que tocarla para llamarle la atención, y por eso sabía cómo era su piel. En ocasiones, cuando se daba la vuelta para verlo comunicar un mensaje silencioso, Marcus debía recordar de hacer los gestos. Al contemplar los ojos de Jube, esas asombrosas ventanas castañas claras, que asomaban al alma de la muchacha, perdía su propia alma. Cuántas veces anheló decirle lo bella que era, pero encerrado en la mudez, sólo podía pensarlo. Muchas veces, tocaba el banjo para ella, pero lo único que Jube oía eran las notas.
Allá en el pasillo, la puerta de Scotty se cerró. Marcus lo imaginó sacando el vestido blanco del cuerpo de Jube, acostándola en la cama, murmurándole palabras de amor, diciéndole los miles de cosas que Marcus quería decirle. Se preguntó si se sentiría el sonido cuando salía de la garganta. Cómo se sentiría la risa cuando era algo más que sacudidas del pecho, y cómo serían los susurros.
Para amar a una mujer, había que ser capaz de hacer todas esas cosas. Se imaginó a Scotty haciéndolas. Ningún otro que Marcus conociera merecía a Jube. Su belleza pálida armonizaba con la apostura morena de Scotty. La risa brillante, la sonrisa irónica del patrón. El cuerpo perfecto de ella, merecía el de un hombre también perfecto.
¿Qué era lo primero que decía un hombre?
Eres hermosa.
¿Qué hacía primero?
Acariciar: la mejilla, los cabellos de ángel.
¿Qué sensación darían?
Como si tuviese toda la gloria del mundo en las manos.
Jube… Jube…
– Jube, déjame hacerlo -decía Scott, en el cuarto al otro extremo del pasillo.
Hizo todas las cosas que Marcus Delahunt sólo podía soñar. Quitó una por una todas las hebillas del cabello blanco y esponjoso de Jube. Lo sintió caer en las manos y lo alisó sobre los hombros lechosos. Desabotonó el vestido, soltó los ganchos del corsé y contempló el cuerpo de piernas largas emerger de entre las enaguas y la ropa interior, de las que se libró a puntapiés. Cuando se dio la vuelta y le rodeó el cuello con los brazos, Scott puso las manos en los costados de los pechos, besó el lunar entre ellos que, para todo el mundo, Jube pegaba con engrudo cada mañana. Besó la boca que se ofrecía, la acarició de la manera que mantenía a raya la soledad por un tiempo. La acostó en la cama murmurando palabras amorosas, le dijo cuánto la había echado de menos y cuan contento estaba de tenerla otra vez entre sus brazos. Unió los cuerpos con la caricia más íntima, y encontró en ella la suspensión del vacío. Al terminar, la limpió a ella y se limpió él mismo. Y la abrazó estrechamente en la cama grande y blanda, y durmieron desnudos, con el pecho de ella en su mano.
Pero entre ellos jamás se pronunció la palabra amor.
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