Capítulo 6

El primer rebaño de cuernos largos de Texas llegó al día siguiente. Llegaron mugiendo, tercos, conducidos por hombres que habían estado tres meses sobre la montura, por un camino polvoriento y seco. Tanto el ganado como los hombres estaban sucios, sedientos, hambrientos y cansados. Proffitt estaba preparado para atender todas esas necesidades.

Las calles desusadamente anchas estaban hechas, en primer lugar, para que pasaran las desagradables bestias con cuernos que tenían dos veces el largo de sus cuerpos; en segundo, para aliviar las frustraciones de los fatigados vaqueros de Texas que las traían.

Agatha miró por la ventana de la sombrerería y vio que dos niños cruzaban corriendo la calle: era la última oportunidad que tendrían en bastante tiempo. Desde el extremo distante del pueblo ya se sentía el retumbar de los cuernos. Resignada, dijo:

– Aquí vienen.

La manada pasó por Proffitt de oeste a este, una masa movediza, cambiante, a veces inmanejable de carne que formaba una corriente roja, castaña, blanca y gris de cuero hasta donde alcanzaba la vista. Junto a ella cabalgaban los vaqueros, tan ásperos como los cientos de kilómetros de meseta que habían cruzado. Cansados de la montura, solitarios, ansiaban tres cosas: un trago, un baño y una mujer, por lo general en ese orden.

Las prostitutas ya habían regresado a los prostíbulos del extremo oeste del pueblo, después de invernar en los burdeles de Memphis, St. Louis y New Orleans.

– ¡Hola, vaquero! ¡No te olvides de preguntar por Crystal!

– ¿Estás cansado de cabalgar, vaquero? La pequeña Delilah tiene algo más blando para que cabalgues.

– ¡Aquí arriba, grandote! ¡Mira esa barba, Betsy! -Ahuecando las manos alrededor de la boca, gritó-: No te afeites esa barba, cariño. ¡Me encaaantan las barbas!

Los hombres, fatigados del camino, desde las monturas, agitaban los sombreros, los dientes blancos iluminando las caras sucias.

– ¿Cómo te llamas, tesoro?

– ¡Lucy! ¡Pregunta por Lucy!

– ¡Manténlo al fuego, Lucy! ¡El Gran Luke está de vuelta!

El ganado se desbordaba por la calle de poste a poste, y a veces hasta subía a las aceras. Rebeldes y estúpidos, en ocasiones volvían a su naturaleza salvaje e indómita, e irrumpían por las puertas abiertas de las tabernas, rompiendo ventanas con los cuernos, haciendo girar los ojos y cargando contra cualquier cosa que se interpusiera en su camino.

– Se acabó la paz del verano -se lamentó Agatha cuando el toro líder pasó ante su puerta.

– A mí me parece excitante.

– ¿Excitante? ¿Con todo ese polvo, ese barullo, y el olor?

– No hay polvo.

– Ya lo habrá. En cuanto se seque el barro.

– Para serte sincera, Agatha, a veces no sé qué es lo que te entusiasma.

En ese momento, Scott Gandy y Jack Hogg salieron a la acera a mirar la masa de carne en movimiento. Hogg llevaba un delantal blanco almidonado, atado alrededor de la cadera; Gandy, sus acostumbrados pantalones negros, pero había dejado dentro la chaqueta. Ese día, el chaleco era color coral. Tenía las mangas enrolladas hasta el codo. Apoyó una bota en el travesano y se inclinó sobre la rodilla.

Violet asomó la cabeza afuera y gritó sobre el estrépito del ganado:

– ¡Hola, señor Gandy!

Scott giró y bajó el pie.

– Señorita Parsons, ¿cómo está usted?

– Tenga cuidado. A veces, a estos animales se les ocurre visitar las tabernas.

El hombre rió:

– Lo tendré. Muy agradecido.

El sol de la mañana le doraba las botas y los pantalones, pero la sombra del alero le caía sobre la cabeza y los hombros. Pasó la mirada a Agatha, que asomaba tras Violet y dijo en tono frío:

– Señorita Downing.

Saludó con el sombrero.

Las miradas se toparon un instante. ¿Sería él? Sin duda, era el que vivía más cerca, y la noche pasada no le habría sido difícil salir de la taberna, correr escaleras arriba para clavar la nota en la puerta en cualquier momento, mientras ella estaba ausente. ¿Sería capaz de semejante cosa? Ahí, bajo el sol matinal, con los hoyuelos adornándole el rostro iluminado por el reflejo coralino del chaleco, no parecía amenazador en absoluto. Sin embargo, el corazón se le contrajo de incertidumbre y lo saludó con sequedad.

– Cierra la puerta, Violet.

– Pero, Agatha…

– Ciérrala. Ese barullo me da dolor de cabeza. Y el olor es insoportable.

Cuando la puerta se cerró, Jack Hogg comentó:

– Creo que a la señorita Downing no le gustamos.

– Por decirlo con delicadeza.

– ¿Crees que ella y esa unión de abstencionistas podrían perjudicarnos?

Gandy puso otra vez el pie en el travesaño, y buscó un cigarro en el bolsillo del chaleco.

– Con Jube y las chicas aquí, no. -Siguió con la vista a un vaquero que sobresalía del rebaño y revoleaba el sombrero,maldiciendo a las bestias-. Esos vaqueros estarán peleándose por un lugar de pie, en la Gilded Cage.

Los ojos de Hogg se iluminaron, divertidos, y se alzó la comisura sana de su boca.

– Parece que Jube y las muchachas abrieron los ojos de unos cuantos, anoche, ¿eh? ¿Viste a esa mujer Downing abriendo la boca cuando Jube salió de la jaula?

Gandy encendió el cigarro y rió.

– No puedo decir que la haya visto.

– ¡Cómo no! Lo disfrutaste tanto como yo.

– Me parece que recuerdo haber visto su cara encima de las puertas, con expresión un tanto interesada.

– Quieres decir, impresionada.

Gandy rió.

– Nunca en su vida debe de haber visto tanta piel.

Gandy dio una pitada profunda y exhaló una nube de humo.

– Puede ser.

– Una mujer como ésa, a la cabeza de un grupo empecinado en la reforma, levanta mucho vapor y puede causar bastantes problemas.

La bota de Gandy golpeó sobre el suelo gastado de la acera. Se tironeó del chaleco, enganchó el cigarro en un dedo y se volvió hacia Jack Hogg.

– Deja que yo me ocupe de la señorita Downing.

El ganado estuvo pasando y mugiendo todo el día, y luego otro y otro más, cortando a Proffitt en una masa movediza de cascos, cuero y cuernos. Encajados al costado de las vías del ferrocarril en el límite este del pueblo, los corrales se extendían por la pradera como una interminable manta de diseño caprichoso. Los trenes llegaban vacíos y se iban llenos, camino de los frigoríficos de la ciudad de Kansas. Se oía el tamborileo de los cascos sobre las rampas de carga desde el amanecer hasta la caída del sol. Los vaqueros, con largas varas, caminaban o saltaban sobre los travesaños de las vías y, haciendo honor a su nombre, pinchaban y empujaban al ganado para mantenerlo en movimiento. Sólo cuando contaban la última marca y las libretas de apuntes estaban cerradas y guardadas en los bolsillos de los chalecos, recibían el pago de los capataces.

Con cien dólares en el bolsillo, producto del trabajo en el camino, ansiando gastar hasta el último centavo, tomaban Proffitt por asalto. Primero, invadían las tabernas, luego los almacenes de ropa. Pero el lugar más ocupado del pueblo era el Cowboy's Rest, donde por unos centavos podían meterse en una bañera repleta de agua caliente… algunos, completamente vestidos. Se desnudaban, se deshacían de los mugrientos pantalones con refuerzos de cuero crudo, y emergían del baño con pantalones vaqueros azules de Levi Strauss, rígidos de tan nuevos, y crujientes camisas con canesú y botones de perlas en el pecho. En el Stuben's Tonsorial Parlor, se ponían cómodos y se dejaban hacer el primer corte de pelo y afeitada caliente en tres meses. Se anudaban pañuelos nuevos al cuello y salían a la caza de mujeres y whisky. Oliendo a tintura azul y pomada para el pelo, algunos con Stetson nuevos que les habían costado un tercio de las ganancias, o botas nuevas que se habían llevado la mitad, visitaban a las Delilah, Crystal y Lucy, en cuyos patios se advertía en un cartel: No se admiten hombres sin bañar.

Cuando la población aumentaba de los modestos doscientos a quince mil, las cajas registradoras de los comerciantes sonaban de manera tan incesante como los martillazos en la herrería de Gottheim. Los tres establos para caballos de Proffitt estaban agitados como hormigueros. En la Kansas Outfitters se vendían arneses como para cubrir todo el Estado. En el Drover's Cottage, que ofrecía colchones y almohadas verdaderos, los cien cuartos estaban ocupados. En Harlorhan y en el almacén Longhorn, se vendía tabaco Bull Durham en cantidad suficiente para llenar un granero. La ropa interior enteriza casi caminaba por sí misma. Pero de todos los negocios del pueblo, había once que prosperaban más que los demás. Los once propietarios de las once tabernas observaban cómo se hacían ricos de la noche a la mañana vendiendo whisky Newton a veinticinco centavos el vaso, cartones de lotería a veinticinco centavos el juego, y cigarros Lazo Victoria a cinco centavos.

Las señoras de la U.M.C.T. descubrieron que era difícil luchar contra la prosperidad. La noche siguiente a la llegada del primer rebaño, se dividieron en pequeños grupos y se dispersaron por las once tabernas, solicitando firmas para el compromiso. El grupo de Agatha se dedicó a la Gilded Cage pero les resultó imposible lograr la atención de los vaqueros Estaban demasiado interesados en echarse whisky por la tráquea. Cuando la barra estuvo tan repleta que no cabían todos los bebedores al mismo tiempo, formaron una doble fila. Alguien gritó:

– ¡Disparen y caigan hacia atrás!

Y los vasos quedaban con el fondo para arriba. Luego, el segundo contingente ocupó su turno apoyado contra la barra. Cuando aparecieron Jubilee y las chicas, el estruendo fue tan espantoso y los clientes tan alborotados, que Agatha afirmó que era inútil, y mandó a las mujeres a sus casas.

En su apartamento, se puso a leer el libro que le dio Drusilla Wilson, «Diez noches en un bar», de T. S. Arthur. Contaba la historia de Joe Morgan, un sujeto agradable pero de voluntad débil, que frecuentaba una taberna regenteada por un tal Simon Slade, hombre de corazón duro y codicioso. Joe se hizo adicto al alcohol y perdió todo lo que alguna vez poseyó. Despojado de ambición, se hizo cada vez más irresponsable y pasaba todo el tiempo en el bar donde Mary, la hija, iba a rogarle que volviera al hogar. Un día, la pobre Mary recibió un golpe en la cabeza con una jarra de cerveza que Slade le arrojó al padre. La pobre Mary murió. Pocos días después, Joe también murió, víctima de delirium tremens. La viuda quedó pobre y sin hija.

La historia deprimió a Agatha. Escuchando la música y la jarana que llegaban de abajo, trató de imaginar a Gandy como una especie de Simon Slade, pero no pudo. Mientras leía, imaginaba a Slade como un tipo de patillas, mal hablado y codicioso. Gandy no era nada de eso. Tenía buenos modales, era pulcro hasta la exageración y aparentemente generoso. Aunque fuese difícil luchar contra un hombre tan encantador, tenía que hacerlo.

Pero no sin las armas adecuadas. Los próximos días se suspendieron las actividades abstencionistas hasta que Joseph Zeller pudiera imprimir los panfletos. Cuando estuvieron listos, Agatha mandó a Violet, como tesorera oficial de la U.M.C.T, a buscarlos a la oficina de la Gazette. También telegrafió pidiendo al editor más volúmenes de «Diez noches en un bar». Leyó la última edición de The Temperance Banner, y tomó notas en busca de ideas para la organización local. Escribió dos cartas: una al gobernador John P. St. John, apoyando la introducción del proyecto de prohibición ante la Legislatura del Estado de Kansas; la otra, a la Primera Dama de Estados Unidos, de América, Lucy Hayes, agradeciéndole el sólido apoyo al movimiento por la templanza y la prohibición de que se sirvieran bebidas alcohólicas en la Casa Blanca mientras su esposo, Rutherford, estuviese en el cargo.

Después de eso, Agatha se sintió mucho mejor. Se sentía impotente ante las nuevas atracciones que había llevado el dueño del Gilded Cage Saloon. Pero los panfletos ayudarían. Y cualquiera que leyese un ejemplar de «Diez noches…» no podría menos que conmoverse. También las cartas le dieron una fuerte sensación de poder: era la voz del pueblo norteamericano.

Pasaron tres días sin que viese a Gandy. También los negocios en la sombrerería se habían incrementado un poco. Un par de vaqueros encargaron sombreros de paja de ala ancha adornados para sus «madres»… se burló Agatha, recordando lo serios que parecían al explicarle para quiénes eran los sombreros. ¿Acaso creerían que era tan ingenua? Ninguna «madre» usaría un sombrero de paja adornado con cintas de gro que cayeran desde el centro del ala por la espalda. Estaba segura de que pronto vería sus creaciones por las calles, bamboleándose en las cabezas de un par de mujeres de principios dudosos.

Unos golpes en la puerta de atrás la sacaron de sus pensamientos.